Arantxa García - El hotel de las promesas

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Cristina ha aceptado casarse con el novio de su infancia, resignándose a vivir una existencia hueca que la obligará a arrinconar sus ambiciones. Pero un día, su prometido parte a la ciudad en busca de trabajo. Cuando las cartas del muchacho dejan de llegarle, ella decide seguirle, descubriendo una realidad que trastocará abruptamente todos los planes.Pablo, a ojos del mundo, es el típico niño rico, sin más interés en la vida que dilapidar la fortuna familiar. No obstante, el joven esconde una inquietud y melancolía oculta ante su yerma existencia. Sabe que debe casarse con la mujer que ha elegido su padre, sin embargo, algo en su interior, clama para que luche por sus sueños.En la convulsa España del siglo XIX los límites entre clases sociales están claramente preestablecidos. No obstante, al conocerse, no tardan en descubrir dos almas con idénticas inquietudes y sueños. Pablo enseñará a Cristina a batallar por sus metas y ella verá en él a un joven íntegro e inteligente, muy alejado de la imagen banal que proyecta. La atracción entre ellos es cada vez más intensa, pero ambos tratarán de batallar contra sus impulsos puesto que todo parece separarlos.
¿Lograrán resistirse al amor incipiente que comienzan a forjarse entre ellos?

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Cristina decidió desprenderse de su reticencia y entró en la habitación sin más preámbulo. La baja temperatura de la estancia le hizo estremecerse al penetrar en ella. Mientras la joven camarera iniciaba su labor, Pablo se volvió hacia su ventana.

―Si aprendiera a encender la chimenea, señor, no necesitaría robar horas a mi sueño. ―La cercanía de Pablo de la Mora la volvía temeraria. Nunca ocultaba sus pensamientos ante él.

―Olvidas que soy un niño rico consentido. En el internado no creyeron necesario enseñarnos a prender una lumbre. Dábamos por sentado que siempre habría un criado a nuestra disposición para realizar tan nimia tarea.

Ella sonrió divertida. Aquellas palabras, que en otra persona hubiera interpretado como suficiencia, en el señor De la Mora no era más que un juego inofensivo destinado a arrancar sus carcajadas. Cristina sabía que, al finalizar, el joven estrecharía su mano con sincero agradecimiento, acción que ella valoraba más que las monedas que otros clientes le entregaban ocasionalmente sin tan siquiera mirarla, como si fuera posible comprar su voluntad.

―¿No tiene compañía esta noche, señor? ―preguntó la chica, a sabiendas de cuán dolorosa podía resultarle la respuesta.

―No, Cristina. Hoy me apetecía ordenar mis pensamientos. Además, no siempre tengo la ocasión de invitar a una dama hermosa a mi alcoba.

Tras este breve diálogo, permanecieron unos instantes en silencio. Aquella noche, Pablo tenía la mirada perdida. Había recibido carta de su madre esa mañana y, como siempre, sus palabras habían sacudido el ánimo del joven. La mujer le increpaba su existencia vacía y libidinosa a costa de la fortuna familiar y le instaba a regresar inmediatamente a cumplir con sus obligaciones y casarse con la distinguida Ana Quiroga.

Debes perpetuar el nombre de esta familia, necesitamos un heredero , había escrito la mujer.

«Bien, madre ―pensó Pablo amargamente―, creo que aún deberás esperar un tiempo».

Aún no se sentía con fuerzas para regresar. Algo en su interior se rebelaba contra los planes que habían dispuesto en torno a su futuro y tenía intención de sortearlos mientras le fuera posible. Quizá por ello había buscado el pretexto más fútil para llamar a Cristina a su lado cuando escuchó pasos tras la puerta y supuso por la hora que solo podía tratarse de ella. Los breves instantes que pasaba junto a ella era lo más cercano a la felicidad que jamás había conocido.

Ensimismado, Pablo comenzó a pasear por la estancia y, sin darse cuenta, se situó a espaldas de Cristina, tan sigilosamente que la joven no se percató de su cercanía. Ello motivó que, al tratar de levantarse, la muchacha colisionara con él y se precipitara a sus brazos, los cuales se vieron obligados a sostenerla para evitar que se topara de bruces con el suelo. Las manos de Cristina quedaron, de este modo, enlazadas en torno al cuello de Pablo, el cual sujetaba a la muchacha por la cintura. Al sentir la cercanía de aquel cuerpo cálido tan próximo al suyo, De la Mora percibió cómo su ánimo se sublevaba, reclamando aquellos labios que se abrían ante él con promesas de deleite y abandono. Aquellos ojos verdes (los más hermosos que jamás hubiera contemplado) le emplazaban a tomar su boca sin dilación. Supo que ella también anhelaba su tacto. Ninguna palabra irrumpió en el silencio de la estancia, simplemente un cruce de miradas que segó, abruptamente, la resistencia de ambos… Horas después, ninguno de los dos sabría precisar quién había iniciado aquello, pero, súbitamente, sus labios quedaron enlazados en un beso prolongado y sosegado. Ambos escogieron el mismo momento para dejar de batallar contra sus impulsos y entregarse a los anhelos más recónditos de su fuero interno. Fue un gesto tan espontáneo que, al separarse, se miraron incrédulos. El corazón de Pablo se desbocó al contemplarla y sintió un estremecimiento que agitó sus entrañas. Notó el temblor de sus manos al enlazarlas en torno a la cintura de la muchacha y volver a precipitarse hacia su boca. Los besos se tornaron más apasionados y, al acariciar su espalda con la yema de los dedos, Pablo se sintió ávido de ella. El joven cerró sus manos en torno a sus caderas y la elevó en el aire para, sin abandonar en ningún momento sus labios, tenderla sobre la cama. La sintió estremecerse entre sus brazos cuando deslizó su boca por el cuello de ella y bajó hacia su pecho para comenzar a desabrochar su corpiño. Lentamente, la despojó de su ropa al tiempo que dejaba caer una tormenta de besos en cada centímetro de su piel. Ella acariciaba su espalda y buscó el cinturón de su bata para desabrocharla y dejarla caer al suelo. Cristina notaba el rubor que encendía sus mejillas. La mente de la muchacha no cesaba de indicarle que debía detener todo aquello y, sin embargo, notaba que el deseo inflamaba su cuerpo con tanta fuerza que ya no era dueña de sus movimientos. Las pieles desnudas de aquellos amantes casuales se rozaron en un abrazo tan íntimo que, por un instante, parecieron fundirse en un mismo cuerpo. Pablo la sentó en su regazo para contemplarla en silencio. Los ojos de ella refulgían voraces, sedientos de él. «Dios mío ―pensó mientras se inclinaba para volver a besarla―, ni en cien años podría quedar saciado de ella».

Pablo volvió a precipitarse hacia el cuello de la joven y deslizó la lengua en torno a su vientre, deleitándose en el sabor de aquella piel que se entregaba, sin reservas, a sus manos. Cristina arqueó la espalda y dejó escapar un gemido cuando la boca de él se internó entre sus muslos.

―Chssst ―susurró Pablo, tiernamente, al tiempo que masajeaba, muy dócilmente, los pliegues de su cintura―, déjate llevar.

Cristina sintió un ardor sofocante bajo el abdomen, una agitación que convulsionó cada fibra de su ser, un placer tan intenso que, al llegar a su cénit, le hizo prorrumpir un intenso alarido. Al oírlo, Pablo sonrió y acarició suavemente sus muslos mientras volvía a precipitarse hacia su boca. Ella le miró intensivamente y se preparó para recibirlo. Ya no podían contener su deseo. Cuando entró en ella, la joven ahogó una exclamación de dolor. Él no dejaba de besarla mientras sostenía, dulcemente, sus manos. Tierno. Cauteloso. El padecimiento de la muchacha remitió pronto y dio paso a una sensación tan intensa que Cristina pensó que nunca se había sentido tan viva como en ese instante.

Quince minutos después, permanecían tendidos en el lecho, cada uno sumido en sus propios pensamientos. No habían intercambiado todavía palabra alguna, ambos estaban centrados en asumir lo que acababa de suceder entre ellos. Pablo sentía un profundo desprecio hacia sí mismo. Había sido sincero con Cristina cuando le dijo que jamás había embaucado a una muchacha inocente, no cabía en su ánimo el engaño, no deseaba arruinar ninguna reputación. No obstante, lo que había sentido en aquel encuentro fortuito era muy diferente. Él no había seducido a aquella muchacha, jamás hubo un juego previo; aunque, ahora que su brazo aferraba con infinita ternura la cintura de la chica y esta apoyaba la cabeza en su regazo, supo que lo que había sucedido era tan ineludible como la tormenta que se precipitaba, furiosa, contra las persianas de la ventana. Al clavar sus ojos en los de su compañera, Pablo comprendió que esa no era como otras ocasiones, cuando tendía a alguna dama distinguida en su cama para burlar el tedio. Esta vez se había entregado con cada fibra de su ser. Ella adivinó en sus ojos aquellos pensamientos, lo que le hizo incorporarse y besarlo suavemente:

―En esta cama no ha ocurrido nada que yo no deseara, Pablo, y créeme si te digo que ha sido el momento más feliz de mi vida.

Era la primera vez que le tuteaba y se dirigía a él por su nombre de pila. Después de lo que acababan de compartir, no eran precisas las formalidades entre ellos. Cristina comenzó a vestirse pausadamente, parecía estudiar cada uno de sus movimientos. Se miró unos segundos en el espejo para colocar la cofia de su uniforme y se dirigió hacia la puerta. Iba a precipitarse hacia la salida, cuando pareció sopesarlo y se giró hacia Pablo, que la observaba desde la cama con gesto compungido:

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