Arantxa García - El hotel de las promesas

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Cristina ha aceptado casarse con el novio de su infancia, resignándose a vivir una existencia hueca que la obligará a arrinconar sus ambiciones. Pero un día, su prometido parte a la ciudad en busca de trabajo. Cuando las cartas del muchacho dejan de llegarle, ella decide seguirle, descubriendo una realidad que trastocará abruptamente todos los planes.Pablo, a ojos del mundo, es el típico niño rico, sin más interés en la vida que dilapidar la fortuna familiar. No obstante, el joven esconde una inquietud y melancolía oculta ante su yerma existencia. Sabe que debe casarse con la mujer que ha elegido su padre, sin embargo, algo en su interior, clama para que luche por sus sueños.En la convulsa España del siglo XIX los límites entre clases sociales están claramente preestablecidos. No obstante, al conocerse, no tardan en descubrir dos almas con idénticas inquietudes y sueños. Pablo enseñará a Cristina a batallar por sus metas y ella verá en él a un joven íntegro e inteligente, muy alejado de la imagen banal que proyecta. La atracción entre ellos es cada vez más intensa, pero ambos tratarán de batallar contra sus impulsos puesto que todo parece separarlos.
¿Lograrán resistirse al amor incipiente que comienzan a forjarse entre ellos?

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―Muchas gracias, señor. Ahora debo esconder esto en mi delantal, pero le aseguro que lo leeré en cuanto acabe mi turno.

CAPÍTULO TERCERO

Aquella noche, Cristina fue incapaz de conciliar el sueño. Las palabras de Mary Wollstonecraff la envolvieron como una bruma de conocimiento que despertaba en ella sus emociones más recónditas. Era como si aquella mujer lograra dar nombre a las intuiciones que la habían sobrecogido desde niña. Ni ella ni su madre eran responsables de lo que había sucedido tiempo atrás con aquel indeseable que robó la virtud de su progenitora. Ellas no merecían el odio ni el desprecio del que habían sido víctimas desde que le alcanzaba la memoria. Tampoco debía casarse para sentirse realizada. Su sexo y su pobreza no tenían por qué definirla.

Pasó todo el día siguiente deseando acudir al dormitorio de Pablo de la Mora con cualquier pretexto. Cuando por fin tuvo ocasión de hallarse a solas ante él, no fue capaz de contener su entusiasmo. Pablo sonreía, complacido, mientras aquella muchacha le refería sus impresiones. Normalmente, era él quien llevaba el peso de la conversación, pero aquel día su exaltación parecía dar alas a sus palabras, las cuales fluían espontáneamente y envolvían la instancia de una bruma de vivacidad que sacudía todo su ser.

―¿Tiene más libros, señor De la Mora?

Él reconoció no poseer más bibliografía específica en torno a esa temática, pero prometió conseguirle los escritos de Concepción Arenal, una periodista española que denunciaba la situación de opresión que padecían las mujeres en el país. Asimismo, no dudo en hablarle de las sufragistas, mujeres anglosajonas que reivindicaban el derecho al voto femenino, idea que, por el momento, se había topado con la férrea oposición no solo del sector masculino más conservador, sino que contaba con el menosprecio de otras mujeres. El concepto de la supremacía del hombre estaba arraigado en la sociedad con tal intensidad que sus víctimas terminaban por convertirse en verdugos de aquellas que se atrevían a alzar su voz para defenderse.

Desde ese día, Pablo tomó la costumbre de prestarle libros a Cristina que la muchacha devoraba con avidez. De sus manos, la joven recibió numerosas novelas, tratados científicos y filosóficos, manuales de historia. Pablo le dio a conocer a Mary Shelley (hija de la autora de la primera obra que le había prestado) y su fascinante novela Frankenstein , donde se planteaba el conflicto de si el ser humano tenía derecho a enfrentarse a Dios y devolver la vida a sus semejantes; a las hermanas Bronte, jóvenes escritoras que tuvieron que ocultarse tras seudónimos masculinos para publicar sus obras; pero también a Pérez Galdós, a Voltaire, a Rousseau. Cristina conoció la teoría de la evolución de Charles Darwin. Desde muy niña, la joven había amado los libros, pero los volúmenes de la biblioteca de su pueblo eran muy escasos y jamás los restituían. Debido a ello, sentía que Pablo de la Mora estaba abriendo las puertas de un nuevo mundo ante ella. La joven adquiría con asombrosa premura nuevos conocimientos. Sus quehaceres no le dejaban demasiado tiempo para aquellos menesteres, pero ella se las ingeniaba para robarle horas al día. Sin apenas darse cuenta, aquellas breves conversaciones sobre literatura, filosofía e historia se convirtieron en el momento del día más esperado para ambos.

Tanto Cristina como Pablo podían discernir con precisión milimétrica el momento exacto en el que sus almas, ávidas de ternura y compañía, se abrieron la una a la otra, dejando entrever dos espíritus tan semejantes en sueños e inquietudes que era menester entrelazarlos. Fue la tarde en que la joven camarera sorprendió al muchacho ojeando un manuscrito ajado y ligeramente pajizo. Los ojos de Pablo irradiaban tanta congoja que la chica no pudo resistir la tentación de preguntarle al respecto. En pocas palabras, el joven le explicó su contenido y detalló, con pesar tácito, sus planes para la empresa familiar. Mientras le escuchaba, Cristina, con gesto adusto, comenzó a recoger los vasos de licor vacíos que yacían, desperdigados, por la sala, sintiendo una oleada de pesadumbre. Aquel hombre se veía tan desvalido enfrentando su mirada con un fulgor melancólico en las pupilas… desorientado como un niño que no recuerda el camino de retorno a su hogar. Súbitamente, la chica sintió el impulso de abrazarle a fin de reconfortarlo, notando cómo sus mejillas se encendían ante aquel pensamiento.

―Tardé meses en elaborarlo―le explicó.

―Es una buena idea ―reconoció ella.

Pablo había alcanzado aquel estado de embriaguez que no enturbia los sentidos, aunque, no obstante, arrastra hasta los labios las vicisitudes del alma. De este modo, sin apenas calibrarlo, De la Mora comenzó a desnudar ante ella la verdad que atesoraba su fuero interno.

―¿Tú crees? Pues mi padre no se dignó a dedicarle unos segundos.

―¿No fue usted quien me dijo que fuera más lista que ellos, señor De la Mora? Siga su propio consejo. No debería enfrentarse a su padre abiertamente. Comience a mostrar interés por el negocio familiar.

«Es que me interesa», pensó él amargamente.

―Si su padre no quiere escucharle ―continuó Cristina―, acuda a sus socios. Demuestre su valía ante ellos y después expóngales su idea. Imagino que estos aspectos empresariales se votan en consejo, ¿verdad?

―No lo entiendes. Solo me dejarían acercarme al consejo si desposo a la hija del socio mayoritario de mi padre. Y créeme cuando te digo que es una mujer realmente insufrible.

Ella caviló unos instantes aquella respuesta.

―¿Usted cree en el amor, señor?

―No ―reconoció.

―Yo tampoco. Todos los matrimonios del pueblo donde me crie eran desgraciados. Nunca vi a nadie sonreírse, dedicarse un minuto de atención. Era más frecuente oír a las mujeres quejarse de sus maridos cuando acudían al río a lavar sus ropas. Muchas veces oí relatar a esas señoras cómo su esposo regresaba borracho, tras arduas horas de trabajo, y las golpeaba.

Pablo asintió gravemente. Desgraciadamente, aquellos actos no sucedían exclusivamente entre las clases desfavorecidas. No obstante, en su círculo resultaba mucho más sencillo ocultar las evidencias.

―Esas mujeres no habían recibido ningún tipo de educación, no conocían otro tipo de vida. Por eso pedí al cura del pueblo que me enseñara a leer y escribir. La maestra se negó a recibirme en la escuela, ¿lo sabía?

―¿Qué estás tratando de decirme, niña?

―La idea del amor está sobrevalorada, señor De la Mora. Pero ese negocio… usted lo desea más que a cualquier otra cosa en este mundo. Esta vida vacía le hace infeliz. Anhela sentirse útil. Si para ello debe casarse, hágalo.

―Te he dicho…

―Usted me confió una vez que los matrimonios en su entorno son meros tratados comerciales. Las mujeres que frecuenta… cumplen a la perfección con su papel ante la sociedad, pero hacen lo que se les antoja. ¿Cree usted que es el único que las recibe en su cama, señor? No es eso lo que se comenta en las cocinas. ―Pablo sonrió―. Si usted y su esposa están de acuerdo en los términos no tienen por qué ser infelices.

Pablo la miró sorprendido. Aquella muchacha era demasiado joven para pensar tan fríamente. ¡Cuánto dolor debía haber soportado!

―No me mire así, señor De la Mora, en esta vida debemos ser prácticos. Respete a su esposa. No le exija más de lo que usted esté dispuesto a darle y todo irá bien.

Dicho esto, la joven se volvió para avivar la lumbre. Pablo la observaba en silencio mientras cumplía con su labor. Las palabras salieron de sus labios, abruptas, expectantes:

―Y tú, ¿tienes sueños?

―He seguido su consejo, señor. Creo que en unos meses habré ahorrado suficiente como para alquilar un pequeño piso de una habitación y traer aquí a mi madre. Ella sabe de costura y podrá trabajar en cualquier taller de la zona. En esta ciudad nadie conoce su pasado. Yo trataré de lograr que la gobernanta me dé buenas referencias y buscaré un empleo que me permita ir por las tardes a clases de mecanografía.

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