Arantxa García - El hotel de las promesas

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Cristina ha aceptado casarse con el novio de su infancia, resignándose a vivir una existencia hueca que la obligará a arrinconar sus ambiciones. Pero un día, su prometido parte a la ciudad en busca de trabajo. Cuando las cartas del muchacho dejan de llegarle, ella decide seguirle, descubriendo una realidad que trastocará abruptamente todos los planes.Pablo, a ojos del mundo, es el típico niño rico, sin más interés en la vida que dilapidar la fortuna familiar. No obstante, el joven esconde una inquietud y melancolía oculta ante su yerma existencia. Sabe que debe casarse con la mujer que ha elegido su padre, sin embargo, algo en su interior, clama para que luche por sus sueños.En la convulsa España del siglo XIX los límites entre clases sociales están claramente preestablecidos. No obstante, al conocerse, no tardan en descubrir dos almas con idénticas inquietudes y sueños. Pablo enseñará a Cristina a batallar por sus metas y ella verá en él a un joven íntegro e inteligente, muy alejado de la imagen banal que proyecta. La atracción entre ellos es cada vez más intensa, pero ambos tratarán de batallar contra sus impulsos puesto que todo parece separarlos.
¿Lograrán resistirse al amor incipiente que comienzan a forjarse entre ellos?

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―Has perdido el derecho a mirarme a la cara, Miguel. Si hubieras sido sincero tal vez podría perdonarte. Pero no has jugado limpio. Lo siento por esa chica, porque es obvio que no te merece. No nos mereces a ninguna de las dos… Al menos yo he podido liberarme y seguir con mi vida.

Miguel volvió su rostro hacia la pared, incapaz de sostener aquella mirada que, en un solo instante, había mudado toda su furia en desprecio. Ella se alejó de allí. Sintió cómo su corazón se desbocaba, sus latidos se precipitaban a su garganta… De pronto, notó cómo una mano se posaba en su hombro. Se volvió rabiosa, dispuesta a increpar a su antiguo prometido todo el odio que albergaba, cuando se topó con los ojos de Pablo de la Mora:

―¿Estás bien?

―Señor De la Mora, yo… sí, sí, discúlpeme.

―Por supuesto, Cristina.

Él se disponía a alejarse, cuando Cristina sintió cómo las lágrimas que había estado luchando por retener pugnaban por precipitarse hacia sus mejillas.

―Íbamos a casarnos, ¿sabe?

Pablo asintió comprensivo y tomó asiento frente a ella. Estaban en un pasadizo postrero, alejado de presencias inoportunas.

―Te refieres al camarero del comedor, ¿verdad? Le he visto alejarse furioso hace un momento.

―Nos conocíamos desde niños. Creí que estaríamos juntos toda nuestra vida, había trazado un plan... Pero él dejó embarazada a una chica y se casó con ella. Creyó que no era relevante comunicármelo.

Él la observó detenidamente durante unos segundos.

―Creo, sinceramente, que tienes miedo. No lloras por haberle perdido, muchacha. Lo que te ocurre es que ahora sientes un vacío y piensas que no podrás continuar con tu vida.

―Si usted supiera cómo fue mi infancia, señor De la Mora. Soy hija de madre soltera. No, ni siquiera fue seducida y engañada. Un tipo la violó cuando regresaba a su casa después de realizar algunas labores de lavandería para cierta familia de abolengo que vivía en la zona. Sus padres la echaron de casa, pero ella me sacó adelante, pese a las burlas y al desprecio de sus vecinos. Yo era una niña sin padre, marcada desde mi nacimiento. Miguel fue mi único amigo. Creía que nuestro matrimonio devolvería el honor a nuestra familia y que mi madre podría vivir sus años de madurez en una paz relativa.

No sabía por qué le estaba relatando todo aquello a un completo desconocido. Pero las palabras bullían en su garganta y salían embravecidas. Era su único desahogo en esos momentos. Necesitaba que alguien la escuchara.

―Pero no necesitas a un hombre para eso, chiquilla. Eres más fuerte de lo que crees ―dijo Pablo―. Mírate, llevas una semana aquí y yo te veo muy capaz de salir adelante. Recuerda lo que te dije el día que nos conocimos, ahorra, cambia tu futuro, trae a tu madre contigo.

―Señor, no es tan fácil.

―Mira, la gente ha sido cruel con vosotras porque en esta maldita sociedad los prejuicios pesan más que las buenas acciones. Tras la pesadilla vivida y con una niña en su haber, tu madre merecía comprensión y el apoyo de los suyos, pero solo obtuvo rechazo. Aun así, ella encontró fuerzas para salir adelante. Y tú, ¿vas a dejar que un mequetrefe cualquiera te hunda?

Al oír esas últimas palabras, Cristina sonrió. Aquel hombre podía parecer superficial y atolondrado, pero había más amabilidad en él que en todas las gentes con las que se había cruzado hasta el momento.

―Gracias, señor De la Mora.

Como respuesta, el joven depositó en manos de la chica la bandeja que esta, en su desesperación, había dejado olvidada en un rincón de aquel pasillo.

―No me las des. Ahora seca esas lágrimas y vuelve al trabajo antes de que la gobernanta note tu ausencia. Voy a permanecer en este hotel por tiempo indefinido y me gusta que seas tú quien sirva las habitaciones. Quizá algún día necesite de ti cuando mi compañía nocturna empiece a mostrarse difícil y se niegue a marcharse.

Entre lágrimas e hipidos, aquella última frase logró arrancar una carcajada a la desconsolada muchacha. Una vez más aquel caballero había conseguido restituir su ánimo sin más herramienta que la amabilidad.

Aquella mañana, la gobernanta ordenó a Cristina que acudiera a la habitación 219 a llevar una taza de té a su inquilino, pues este había manifestado su deseo de no bajar al comedor a desayunar. Cuando Cristina tocó a su puerta y anunció su presencia, una voz desde el interior le comunicó que estaba abierta y que podía pasar. La joven pensó que el cliente del hotel debía permanecer aún en su lecho, por eso enmudeció de sorpresa al ver que Pablo de la Mora se hallaba sentado en una de las butacas con una hermosa dama a su lado. Sosteniendo un libro en su mano, el joven departía alegremente con su acompañante.

―Es una heroína fascinante. Tiene una fuerza que la empuja más allá de los convencionalismos nimios de la sociedad y la hace buscar su propio camino. Anoche no pude evitar pensar en ti mientras leía en mi cama, ¿sabes?...

Al decir estas palabras, el joven acarició suavemente un mechón de cabello de la mujer y susurró algo en su oído. Aquella dama se sonrojó levemente y se levantó.

―Pablito, eres terrible. Debo irme ya ―susurró coqueta.

―Espero verte esta noche en el comedor, Cecilia. Recuerda que pienso guardarte un asiento a mi lado.

Cristina esperó a que la mujer hubiera abandonado la estancia para acercarse. Disimuladamente, la joven leyó el título de la obra que el joven De la Mora sostenía: Madame Bovary . Cristina no había leído esa obra, pero la conocía, pues su publicación suscitó tal escándalo en su día que el cura del pueblo se vio obligado a condenar la novela desde su púlpito. La madre de la joven camarera le había contado la historia entre carcajadas.

«Qué oportuno ―pensó divertida―, la historia de una dama que le es infiel a su marido».

―Por favor, señor De la Mora. ¿Realmente hay alguna mujer que se deja seducir con una frase tan fútil?

El joven se volvió hacia ella con una sonrisa en los labios:

―Sigues diciendo lo primero que se te pasa por la cabeza, ¿verdad, Cristina?

―Con usted es difícil evitarlo, señor.

«Ellas no le valoran ―hubiera querido decirle―. Usted es amable e inteligente y ellas no ven más allá de su atractivo y su cartera. No, esas damas que usted se esfuerza tanto en llevar a la cama no le merecen en absoluto».

Ignoraba que Pablo escogía esa compañía banal y superflua por miedo a comprometer su propio corazón… Aquella muchacha le agradaba, con ella podía expresarse con franqueza, sin medir sus palabras. Sentía que le comprendía mejor de lo que él se entendía a sí mismo. Le gustaba hablar con ella unos instantes cuando acudía a su habitación a avivar el fuego o a traerle algo. Siempre tenía una sonrisa franca, vivaz. Y Pablo sabía que era inteligente. Aquel día, mientras le servía la taza de té que había solicitado, el joven la sorprendió tratando de leer por encima de su cabeza el periódico que sostenía.

―¿Hay algo que te preocupa, Cristina?

Ella apartó los ojos, sonrojada, y musitó una disculpa, pero él la retuvo suavemente.

―No, por favor, habla. ¿Qué sucede?

―¿De verdad regresa el príncipe Alfonso a recuperar su Corona?

―Así es. Tras la disolución de las Cortes el pasado 3 de enero, Martínez Campos se dirigió a Sagunto, donde, con el apoyo del ejército Alfonsino, proclamó la Restauración de la monarquía borbónica. El Gobierno no ha podido hacer nada al respecto puesto que el ejército ha declinado oponerse al golpe y reconoce al joven Alfonso como jefe del Estado. Cánovas del Castillo ha salido de prisión y le espera en Madrid junto a Primo de Rivera.

―No puedo entenderlo, la verdad. Creí que odiaban a los Borbones.

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