EL HOTEL DE LAS PROMESAS
Arantxa García
Primera edición en ebook : Diciembre, 2020
Título Original: El hotel de las promesas
© Arantxa García
© Editorial Romantic Ediciones
www.romantic-ediciones.com
Diseño de portada: Olalla Pons – Oindiedesign
ISBN: 9788418616020
Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright , en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.
A David, mi mejor amigo y compañero de vida, y mi niña Lucía, que es, sin duda, mi mejor obra y me insta a superarme día tras día.
Cristina recorrió con la mirada cada uno de los recovecos del amplio vestíbulo donde había penetrado. Deslizó lentamente sus ojos en las baldosas carmesí de inspiración oriental que cubrían las paredes del lugar; en el terciopelo de los sofás de la entrada, donde los clientes esperaban a sus familiares mientras leían con desgana uno de los periódicos que el hotel disponía en estantes dorados para su uso y disfrute; en el tul de las faldas de las damas, que se deslizaban como por medio de un sortilegio: bellas, etéreas, inefables…
Apenas había cruzado unos metros cuando le cerró el paso una mujer esbelta, de porte solemne, a la cual había visto detrás del mostrador de recepción al entrar.
―Si vienes por el trabajo de camarera de piso debes entrar por la puerta de servicio, al otro lado de la calle ―dijo, mientras contemplaba, con evidente disgusto, los sencillos ropajes de la muchacha, algo raídos y desgastados, enlodados y cubiertos por el polvo del viaje.
Cristina había tomado la diligencia dos días antes desde la periferia de aquella provincia. Vivía en un pueblecito pequeño, atorado en usos y costumbres de antaño, donde el progreso era tan solo una suerte de utopía que aquellas gentes sencillas, curtidas en la miseria y la adversidad, se obstinaban en ignorar, afanadas en sus quehaceres diarios, sin más objetivo que el de tratar de sobrevivir. Caminó presurosa desde su cabaña hasta la plaza del pueblo, donde la diligencia que la llevaría al centro de la ciudad se detenía puntual todos los martes a las doce del mediodía. Un sujeto encanecido, con el rostro corroído por las improntas de la viruela y una mirada lasciva que se posó en sus rodillas por más tiempo del que dictaminaban las normas de decoro, tomó de su mano los escasos ahorros de la muchacha y la ayudó a subir. La tormenta azotó los caminos que recorrió aquel carruaje durante unas horas azarosas en las que la joven llegó a temer por su vida. El conductor de la diligencia, para su alivio, no se dirigió a ella en todo el camino, ni siquiera cuando la muchacha rechazó su oferta de pasar la noche en una fonda cercana y se acurrucó con sus escasas pertenencias en el asiento, expuesta a la intemperie y a las inclemencias del tiempo.
Cristina, por lo tanto, había llegado a aquel hotel excesivamente agotada y famélica como para prestar atención a los dictados del protocolo. Iba a decirle a aquella mujer hostil que no deseaba ningún empleo y que, por tanto, no era ese el motivo de su presencia en el lugar, cuando sus ojos se posaron, accidentalmente, en la puerta del comedor donde los clientes del hotel disfrutaban de su almuerzo. Entonces lo vio… Miguel, con gesto adusto y servil, se inclinaba sobre una mesa y, sin mediar palabra, depositaba agua en el vaso de un caballero que, absorto en la conversación con su acompañante, ni siquiera se dignaba a dirigirle una mirada ni gesto alguno de reconocimiento. El corazón de la joven se detuvo en ese instante. Allí estaba su amigo de la infancia, el amor de su vida, el muchacho que a los quince años le había prometido matrimonio tras robarle un casto beso en la orilla del río donde solía acudir a lavar su ropa. Cristina siempre había pensado que pasaría el resto de su vida a su lado, que unirían sus destinos en la capilla del pueblo y compartirían una vida sencilla y rutinaria en la cabaña en la que, hasta hacía menos de dos días, ella vivía con su madre. Tenía esa idea tan enraizada en su fuero interno, que jamás había osado preguntarse si era lo que realmente deseaba. Ella creía amar a Miguel. Después de todo, era lo más natural, ¿verdad? Era una muchacha pobre, sin recursos. Sus aspiraciones, sus deseos… todo ello había sido sofocado mucho tiempo atrás, sesgado por el peso abrumador de la realidad. Miguel era su destino, el único camino que conocía.
Un año antes el muchacho había decidido partir a la ciudad.
―Pequeña ―así solía llamarla―, creo que es lo mejor para los dos. Ya sabes que en este pueblo inmundo escasea el trabajo y la temporada de siega está a punto de finalizar. Pero me he enterado de que en la ciudad han abierto un hotel de lujo y el sueldo es más que satisfactorio. He sopesado largamente las opciones y creo que en dos años ahorraría lo suficiente como para comprar una casa mejor en el centro del pueblo y casarnos. Es más, quizá en unos meses pueda llevarte conmigo y juntos podríamos empezar una nueva vida lejos de todo. Me aseguraría de que a tu madre no le faltara nada.
Cristina se sintió embargada por la emoción. Huir del lugar, asentarse donde nadie conociera sus orígenes y poder dar a su progenitora un futuro mejor… era, sin duda, su sueño más íntimo. Así que no se opuso a la marcha de su prometido. Se despidieron en la plaza del pueblo una semana después, sin lágrimas, sin que la tristeza les sobrecogiera. Un beso presuroso en los labios, un leve apretón de manos y Miguel se alejó de ella por tiempo indefinido.
El joven no tardó en enviarle una misiva anunciando que había logrado el tan ansiado trabajo. Los primeros meses solía escribir con regularidad. Cartas adustas, exentas de pasión, meros compendios de su día a día en la ciudad. Ni un recuerdo para ella, ni un atisbo de añoranza, ninguna referencia a su regreso. Muy poco tiempo después, Cristina había dejado de recibir noticias de Miguel. En un principio, temió que el muchacho hubiera sufrido algún daño, mas algo en su fuero interno le anunciaba que ese no era el motivo del silencio de su prometido. Pasó un largo mes en el que la impaciencia ante la espera la sobrecogió. La furia impulsaba su desazón. Su madre la contemplaba en silencio con gesto adusto. Una noche, sentadas una enfrente de la otra, la mujer tomó las manos de su hija entre las suyas y le habló sin afectación, tal como solía dirigirse a ella desde que era muy niña:
―Hija, debes ir a la ciudad. Sabes la dirección del trabajo de Miguel. Ve a buscarle y descubre qué ha pasado. Solo la verdad te devolverá el sosiego.
Ante estas palabras, Cristina se decidió a tomar la diligencia y encaminarse al hotel en el cual sabía que su prometido trabajaba. No estaba dispuesta a ser abandonada sin respuesta ni motivo. Aunque tuviera que increparle allí, en su trabajo, delante de sus jefes y los clientes del hotel, estaba resuelta a ello.
Por tanto, con voz ahogada, apenas perceptible al oído de su interlocutora, Cristina balbució una disculpa apresurada y se dispuso a encaminar sus pasos al lugar que le había sugerido.
―Y recuerda, niña. ―Oyó a su espalda―. No vuelvas a acercarte a los clientes del hotel con semejante descaro. Es indispensable que el personal de servicio se mantenga en el lugar que le corresponde.
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