Arantxa García - El hotel de las promesas

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Cristina ha aceptado casarse con el novio de su infancia, resignándose a vivir una existencia hueca que la obligará a arrinconar sus ambiciones. Pero un día, su prometido parte a la ciudad en busca de trabajo. Cuando las cartas del muchacho dejan de llegarle, ella decide seguirle, descubriendo una realidad que trastocará abruptamente todos los planes.Pablo, a ojos del mundo, es el típico niño rico, sin más interés en la vida que dilapidar la fortuna familiar. No obstante, el joven esconde una inquietud y melancolía oculta ante su yerma existencia. Sabe que debe casarse con la mujer que ha elegido su padre, sin embargo, algo en su interior, clama para que luche por sus sueños.En la convulsa España del siglo XIX los límites entre clases sociales están claramente preestablecidos. No obstante, al conocerse, no tardan en descubrir dos almas con idénticas inquietudes y sueños. Pablo enseñará a Cristina a batallar por sus metas y ella verá en él a un joven íntegro e inteligente, muy alejado de la imagen banal que proyecta. La atracción entre ellos es cada vez más intensa, pero ambos tratarán de batallar contra sus impulsos puesto que todo parece separarlos.
¿Lograrán resistirse al amor incipiente que comienzan a forjarse entre ellos?

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Trabajó en su proyecto durante meses y elaboró un informe sumamente detallado que pensaba presentar a su padre en cuanto tuviera oportunidad. Al finalizar sus estudios, acudió al despacho del patriarca familiar a fin de exponerle sus ideas. Su corazón palpitaba desbocado, sus esperanzas se agitaban, inquietas, en su estómago. El hombre le recibió con una mueca de desagrado.

―¿Qué quieres?

―Señor… yo… quería presentarle un proyecto que he elaborado para el negocio familiar.

El hombre clavó sus ojos, estupefacto, en el muchacho y sonrió con desprecio.

―¿De verdad pensabas, mequetrefe, que iba a permitirte arruinar el legado de mis ancestros con tus ideas absurdas? No entiendo cómo has osado siquiera intentarlo.

Solo el orgullo impidió que las lágrimas se agolparan en el rostro de Pablo, el cual veía cómo sus sueños quedaban abruptamente segados por la cerrazón de su progenitor. Incapaz de contener su desazón, el joven se dispuso a abandonar la estancia, pero un gesto enérgico de Rafael de la Mora le retuvo en su asiento:

―Escúchame, Pablo. Desde el mismo día en que naciste has sido una contrariedad continuada. Y, sin embargo, hace unos días descubrí que, pese a no ser más que un lastre para esta familia, aún puedes servirme de alguna utilidad. Quiroga, mi socio más estimado, me ha comunicado que desea que te cases con su bellísima hija, Ana. No pongas esa cara de lechuguino, yo tampoco entiendo cómo puede desearte como yerno. Y, sin embargo, así es. Vuestra unión traerá prosperidad y abolengo a nuestro apellido. Quiroga es dueño de la fábrica de textiles más importante de este país y me ha asegurado que nos permitirá tomar parte activa en sus negocios tras el matrimonio. Es una fortuna inesperada, muchacho. Mayor de la que jamás has merecido. Ana es una dama realmente exquisita.

Pablo, abrumado, fue incapaz de hallar palabras. Era menester correr a su dormitorio para asumir en soledad las novedades de las que acababan de hacerle partícipe. Con una leve inclinación de cabeza, el joven se dispuso a abandonar la estancia. Antes de salir, su padre dictó una sentencia que rememoraría reiteradamente en su memoria en lo sucesivo:

―Ten en cuenta, muchachito inútil, que solo yo decidiré quién será mi sucesor a mi muerte.

Tras esa conversación, Pablo abandonó sus ambiciones y se dedicó a gastar a manos llenas la fortuna familiar. Acabó convirtiéndose en lo que tantas veces le habían repetido: un joven pusilánime, ocioso y superficial. Pasaba largas temporadas alejado de su morada porque la convivencia con su padre era insostenible. Sabía que cualquier día el patriarca familiar le convocaría a su presencia y debería regresar para casarse con su hermosa y pérfida prometida. Tal vez, una vez que tomara esposa y la instalara en la vivienda familiar, pudiera regresar a la única vida que conocía, con aquellas amantes efímeras que le permitían burlar esa soledad incipiente que lo ahogaba, alejándose continuamente en largos viajes sin retorno, abocado a una infelicidad interna que no osaba reconocer, pese a estar allí, agazapada entre lujos y placeres tenues y difusos que sofocaban en su esplendor los deseos más profundos de su fuero interno. Solo él sabía que aún había noches en las que volvía a tomar el viejo informe entre sus manos y trabajaba en él durante horas. Sabía que su matrimonio con Ana Quiroga podía proporcionarle los contactos que precisaba para poder llevar a cabo su proyecto. Y, no obstante, algo en su interior se agitaba al comprender que el precio de sus sueños era la libertad.

Al cruzar el pasillo se topó con una muchachita rubia y diminuta que arrastraba, distraída, un carrito con enseres de limpieza. La cofia de su uniforme ocultaba parcialmente unos ojos fulgentes y perspicaces que la joven, ignorando su hermosura, posaba en las baldosas del suelo con timidez. Era la primera vez que la veía y llamó poderosamente su atención porque le pareció una jovencita excelsa que se hallaba en lucha perpetua contra su propia naturaleza. Con solo contemplarla, Pablo sentía refulgir su inteligencia y un espíritu rebelde que trataba de sofocar. Sus viajes le habían permitido conocer las vicisitudes de las clases más desfavorecidas por lo que el joven desarrolló cierto sentimiento de justicia social, completamente inusual en los hombres de su posición, que le permitía solidarizarse con aquellas gentes a las que la falta de oportunidades abocaba a la miseria sin posibilidad de remisión.

«Una víctima de las circunstancias ―pensó un tanto cabizbajo―. Sin duda, su pobreza no le ha permitido desarrollar todo su potencial».

Pablo vio salir a Rosa Sanabria de su habitación. La mujer comenzó a avanzar por el pasillo a gran velocidad, arrastrando la falda de su vestido. No fue consciente de la presencia de la joven camarera, pues para ella las gentes como esa muchacha no eran merecedoras de la más mínima atención. Debido a ello, al pasar por el lado de la asistenta, la empujó bruscamente a fin de apartarla. No obstante, fue tal su infortunio que en ese momento la chica sostenía en su mano un bote de detergente el cual, debido al impacto, resbaló y cayó sobre la presuntuosa mujer, derramando su contenido sobre su vestido. Rosa Sanabria, enfurecida, clavó sus ojos sobre la joven, al tiempo que tomaba su brazo con gran brusquedad.

―Maldita estúpida ―masculló―. Eres una completa inútil. Este vestido vale más que todo el salario que ganas en un año.

Normalmente, cualquier empleada hubiera bajado los ojos avergonzada, tratando de mascullar una disculpa. Pero aquella joven no se amedrantó. Sostuvo con decisión la gélida mirada de su interlocutora y, sin el menor atisbo de temblor en su voz, respondió resueltamente:

―Disculpe, señora, pero es usted la que ha avanzado por el pasillo sin mirar y ha chocado conmigo. No es mi culpa si no tengo ojos en la espalda.

Pablo no pudo evitar sonreírse ante aquella réplica. No así Rosa Sanabria, que no dudó en abofetear a la muchacha.

―Pequeña insolente. Vas a pagar cada céntimo de este vestido. Voy a hablar con el dueño del hotel ahora mismo. Pienso asegurarme de que nadie te dé trabajo en esta ciudad.

Tras estas palabras, la joven clavó sus ojos en el rostro de la clienta con tal furia y resolución que Pablo decidió que era el momento de intervenir.

―Rosa, querida. ¿Cómo estás? ―Con una sonrisa franca y seductora, el joven tomó las manos de la mujer, alzándolas por encima de su cabeza―. Pero fíjate, qué mancha tan fea. Deberías quitarte ese precioso vestido y llevarlo a la tintorería para que la saquen. Ayer gané unos céntimos en el casino y no sabía en qué gastarlos. Yo pagaré la factura de la limpieza. ―Dicho esto, Pablo acercó sus labios al oído de su interlocutora y bajó la voz, aunque no lo suficiente como para que la joven camarera pudiera evitar oír las siguientes palabras―. Venga, Rosita, dame el capricho. Desde que te he visto no he podido evitar imaginar lo bien que quedaría ese vestido en el suelo de mi habitación.

La mujer se sonrojó levemente y humedeció sus labios. A Pablo no le supuso esfuerzo alguno adivinar las imágenes que evocaba en ese momento la mente de la mujer. Sin fuerzas para emitir réplica alguna, Rosa Sanabria miró a la muchacha nuevamente. La furia había desaparecido de su rostro.

―Querida ―dijo Pablo, al tiempo que envolvía con su brazo los hombros de la mujer―, deja ya a la chica. Sin duda es inexperta y no merece que te sofoques así por su causa. Olvídate ya de ella y dime que cenarás conmigo esta noche. Ayer tu esposo me dijo que debía partir unos días por negocios. Puedo disponerlo todo en mi habitación a las ocho, si así lo deseas.

La mujer sonrió maliciosamente y susurró una frase inaudible al oído de su interlocutor. Acto seguido, contempló una última vez a la joven camarera y volvió sobre sus pasos sin más palabras.

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