―¿Mecanografía? ―Inconscientemente, Pablo tomó suavemente las manos de la joven. Cristina sintió un leve temblor estremecer su piel, sin embargo, no rehuyó aquella caricia―. Tienes capacidad para mucho más, créeme.
―Lo sé ―respondió la joven tratando de ocultar su turbación―, pero carezco de los medios. He pensado que, si logro trabajo de secretaria en alguna empresa, quizá pueda mostrar mi valía y lograr más responsabilidades con el tiempo.
―No te pareces a nadie que haya conocido ―respondió el joven―. Si algún día sucedo a mi padre en los negocios, no dudes en pedirme trabajo.
Pablo sintió una agitación desconocida en su fuero interno cuando ella sonrió; esa muchachita era verdaderamente dulce, más que cualquiera de las mujeres con las que trataba de mitigar su soledad... Un momento… ¿Qué diantre le estaba sucediendo? Los latidos de su corazón se desbocaron al contemplar sus labios, sintiendo un clamor salvaje que le apremiaba a acariciarlos. Desde que la conoció se había mostrado un tanto paternalista con ella, pese a que aquella resuelta joven era tan solo tres años menor que él. Sin embargo, repentinamente, sus ojos recorrieron las formas de su cuerpo y comprendió cuán hermosa era. Cálida como una flor emergiendo en los albores de la mañana.
La risa bailó en la mirada de la joven camarera y Pablo pensó que esos ojos arrebatadores que se clavaban, punzantes, en su alma, serían capaces de arrebatar la voluntad de cualquier hombre que gozara la fortuna de contemplarlos.
―Cuando pueda materializar mis planes, señor, nuestros caminos se habrán separado mucho tiempo antes. Usted no tardará en abandonar este hotel y dudo que volvamos a vernos.
Cristina se perdió un instante en el iris de aquella mirada castaña, sintiendo cómo un fuego candente estremecía su cuerpo. Sus mejillas se prendieron y, sus manos, trémulas, tomaron el pomo de la puerta.
―Bien… debo irme, señor… Si… si precisa algo más no dude en acudir a la recepción del hotel.
Si Pablo percibió el estremecimiento que sacudió la voz de la muchacha, no manifestó extrañeza alguna. El joven se limitó a volver su rostro hacia la ventana al verla alejarse. Separar sus caminos… No era capaz de entender por qué aquella idea le resultaba tan desalentadora.
Cecilia Ballester estudió, visiblemente consternada, ambos tramos del angosto pasillo antes de decidirse a abandonar la habitación 219. Pablo fingía dormir a fin de evitar cruzar palabra alguna con ella. Normalmente, solía ser más caballeroso con las damas que compartían su cama. Una sonrisa ladina, una despedida afectada, un tenue beso en las manos… era parte de su juego. Solía divertirle la turbación de aquellas damas, su temor a ser descubiertas, la gota de sudor incipiente que borboteaba, intrépida, en la comisura de su frente. Y, sin embargo, aquella mañana tan solo era capaz de pensar en aquellos ojos verdes que desmadejaban su ánimo cada noche; aquellas esmeraldas radiantes que había anhelado contemplar tras cada beso que le ofrecía su efímera amante. Cristina… su sonrisa franca, sin florituras ni artificios, se había apoderado de su alma hasta convertirse en una obsesión ciega y apremiante. Trató de sofocar su anhelo en brazos de una mujer de la cual sabía que no podría ofrecerle más que un cuerpo cóncavo. De este modo, trazó sobre la piel de aquella mujer una pasión ilusoria que resultó ser insuficiente para mitigar sus ansias y abrigar el vacío que escarchaba cada tramo de su cuerpo. Porque su hermosa camarera, aun cuando percibía en ella a la compañera que anhelaba su alma, pese a saber que estaba grabada a fuego en su mente, era demasiado etérea, pura, inocente y sublime para desperdiciar su afecto en un ser abyecto y resquebrajado como él.
¿En qué momento se había adueñado aquella muchachita testaruda, inteligente y tierna de su voluntad? No podía precisarlo, pero Pablo era consciente de haber vivido los días previos anhelando que ella franqueara su puerta y que raramente podía alejarla de sus pensamientos. Era una sensación que le espeluznaba y magnetizaba a un mismo tiempo. Un sentimiento desconocido que poco a poco iba convirtiéndose en el eje de su existencia.
Cecilia dejó escapar un grito consternado cuando percibió unos pasos vacilantes aproximarse hasta ella. La mujer suspiró aliviada cuando se topó con el rostro de una de las camareras de piso. Para aquella dama altiva esa muchacha era un ser insignificante; poco importaba lo que aquella empleada pudiera pensar. El honor de Cecilia continuaba impoluto.
Cristina sintió una punzada de desazón corroer sus entrañas al contemplar a aquella hermosa mujer abandonar la estancia. Los celos se proyectaron en su piel, oprimiéndola despiadadamente. Pudo percibir cómo las lágrimas se precipitaban a sus ojos y luchó por contenerlas antes de adentrarse en la habitación con sus enseres de limpieza.
Pablo se hallaba de espaldas a la ventana, completamente vestido, sosteniendo un cigarro. Aquellos ojos castaños se clavaron en los suyos con tanta ternura que, muy a pesar de sí misma, Cristina sintió que un calor sofocante corroía cada tramo de su cuerpo. Pablo se aproximó hasta ella y acarició el rostro de la chica con la yema de los dedos, con la cara tan cerca de sus labios que la joven pensó, por un segundo, que iba a besarla. En ese instante, el tiempo se congeló y Cristina casi hubiera podido aseverar que los latidos del corazón de Pablo se precipitaban contra su pecho con el mismo ímpetu que los de ella. Sin embargo, el muchacho retiró su mano, saludó a la chica con gesto taciturno y se adentró en el baño, segando la magia abruptamente.
«Necia ―se dijo furiosa, al tiempo que se inclinaba sobre la chimenea para encenderla―. ¿Por qué has tenido que enamorarte de él?». En contra de sus convicciones y su buen juicio, Cristina estaba completamente prendada de un hombre al que sabía que jamás podría tener.
Y ¡diablo! Pablo habría querido tomar su boca y perderse en aquellos ojos sin pensar en nada más. Pero no osaba contaminar a aquella muchachita adorable con la ponzoña de sus miserias. Ella no lo merecía.
Exhausta, Cristina comenzó a recorrer el pasillo que conducía hacia las habitaciones de los empleados. Su compañera acababa de contraer matrimonio y, tal como dictaba la costumbre, había abandonado su empleo, con lo cual, por el momento, Cristina se hallaba exenta de compartir dormitorio. Esos eran sus pensamientos cuando contempló el reloj del pasillo: eran cerca de las diez de la noche y, por fin, había finalizado su turno. Su único deseo era caer en su lecho y dejarse abrazar por la inconsciencia del sueño, sin tener que soportar conversaciones insulsas que nunca lograban alimentar la inquietud de su espíritu. No obstante, sus esperanzas se vieron mermadas cuando la puerta de la habitación 219 se abrió abruptamente. Pablo la saludó sonriente. Con su bata de terciopelo y la pipa de fumar en la mano, la contempló con gesto travieso, como un niño a punto de realizar un acto por el que sabe, seguro, que será reprobado:
―Sé que es tarde, pero si pudieras entrar un momento y avivar mi lumbre, te aseguro que ganarías mi eterna gratitud.
La muchacha torció el gesto con hastío al ver frustradas sus expectativas de descanso. No obstante, era aquella una noche realmente gélida. La lluvia golpeaba los cristales de la ventana con tal furia que era imposible vislumbrar objeto alguno a través de ellos. Además, la muchacha no olvidaba que el señor De la Mora era el único cliente del hotel que merecía su deferencia. Ese hombre se había convertido para ella en una suerte de amigo y confidente que le brindaba consejo y apoyo. (No, era algo más. Ella sentía que necesitaba de él, que su piel clamaba por sentir el tacto de aquel hombre, que esos ojos la arrastraban a un abismo desconocido que le aterraba y fascinaba a un mismo tiempo, pero no podía sucumbir al delirio, ella jamás se dejaría arrastrar por una pasión ilícita como aquella). No quería imaginar cuán tediosa sería su existencia cuando aquel cliente gentil y locuaz abandonara para siempre aquel edificio. Llevaba días buscando en los recovecos de su mente un pretexto para pedirle sus señas a fin de poder retomar el contacto cuando él se fuera. «Estúpida soñadora ―se dijo, tratando de no perderse en el fulgor de aquella mirada que la estremecía―, ¿por qué iba a querer un hombre como él escribirte? Es seguro que olvidará tu nombre en cuanto traspase estos muros».
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