Nos salva el cuidado, precisamente lo que no se contabiliza en la economía: el trabajo femenino invisible. Por eso, para orientar la construcción de una ciudadanía global cuidadora de las personas y del medio ambiente, es muy importante atribuir valor al cuidado y analizar su problemática.
El cuidado no solo es importante desde la perspectiva económica, afecta a la cultura y a la construcción de identidades (Comins, 2009). Las políticas públicas lo orientan hacia la conciliación, pero la conciliación se queda corta: sigue tomando “el trabajo de cuidados no remunerado como algo menos que trabajo… (y) se aplica sobre todo a las mujeres” (Pérez Orozco, 2014, 51). Lo que reclamamos es la corresponsabilidad, pues quienes se hacen cargo de las tareas de sostenimiento de la vida, esas que no cuentan para la economía, soportan sobre sus hombros una múltiple carga, un exceso que las convierte en malabaristas de la vida (Bosch, Carrasco et al. 2003).
La diversidad de enfoques y situaciones del trabajo de cuidado, que ha cambiado a lo largo del tiempo, tiene historia, (Carrasco, Borderías y Torns, 2011) y que también se afronta de manera diferente en distintos lugares del mundo, se capta muy bien en las contribuciones realizadas desde diversas partes del mundo en el Congreso sobre Economía del cuidado: voces y perspectivas para un cambio de paradigma, organizado por la revista Nueva Sociedad en noviembre de 2014 en Argentina (Economía del cuidado, 2015). En él, la economista Cristina Carrasco reafirmaba que el sistema dominante solo tiene en cuenta la producción y la acumulación de capital, mientras la vida humana y la naturaleza son tomadas como “externalidades”, algo que se coloca fuera del ámbito económico. Abusiva, contradictoriamente y sin reconocerlo, las posibilidades de acción de la economía se apoyan en los dos pilares externalizados: la naturaleza, de donde se extraen recursos, y el trabajo de cuidado, necesarios ambos para la supervivencia. El conflicto capital-vida se está convirtiendo en algo insostenible.
Desde el desprecio por los cuidados mostrado por los sistemas desarrollados, las mujeres se vieron obligadas u optaron por relegarlos, lo que ha conducido a una crisis, la crisis de los cuidados, resuelta a través de una cadena que circula de país a país. En la cadena del cuidado, las mujeres de clase media o media alta contratan a otras mujeres, a menudo, pobres y emigrantes, y dejan en sus manos el cuidado de los ancianos, niños y niñas, mientras estas cuidadoras, a su vez, dejan en sus países de origen a sus niños y a sus ancianos. Se crea así una cadena que produce insostenibilidad vital (Carrasco, 2015). Una ciudadanía global ha de buscar otras soluciones, no puede construirse sobre este injusto desequilibrio.
¿Qué desarrollo y qué vida para construir una ciudadanía global digna?
Cuando se aborda la ciudadanía global desde una perspectiva de sistema-mundo en la que se contemplan las condiciones de vida de las mujeres empobrecidas no solo en Europa, sino también en América Latina, África y Asia, nos vemos inexorablemente obligados a replantear los modelos de desarrollo imperantes y asumir las nuevas propuestas provenientes del ecodesarrollo. En su emblemático libro La invención del Tercer Mundo, Arturo Escobar explica cómo el discurso del desarrollo logró convertirse en forma hegemónica de representación. Fue un proceso en el que la coherencia, una estrategia sin estrategas, dice, fue la clave de su éxito:
La construcción de los “pobres” y “subdesarrollados” como sujetos universales, preconstituidos, basándose en el privilegio de los representadores; el ejercicio de poder sobre el Tercer Mundo, posibilitado a través de esta homogeneización discursiva — que implica la eliminación de la complejidad y diversidad de los pueblos del Tercer Mundo, de tal modo que un colono mexicano, un campesino nepalí y un nómada tuareg terminan siendo equivalentes como “pobres” y “subdesarrollados” —; y la colonización y dominación de las economías y las ecologías humanas y naturales del Tercer Mundo.
Escobar, 2007, 99-100.
La concepción de desarrollo que se ha impuesto, regida por la lógica del mercado, ha privilegiado y privilegia el crecimiento económico y la explotación de la naturaleza, un proyecto capitalista y de imperialismo cultural, pues toma como modelo los países industrializados. De nuevo encontramos el conflicto capital-vida y la necesidad de debatir lo que entendemos por vida vivible, una vida que merezca la pena vivir y que sea sostenible. No se trata de buscar un desarrollo alternativo, sino alternativas al desarrollo (Unceta, 2015). Para Arturo Escobar y Alberto Acosta la alternativa al modelo hegemónico de desarrollo capitalista es el concepto del buen vivir (Acosta y Escobar, 2019; Acosta, 2011, 2013, 2017; Escobar, 2005, 2007, 2010).
El buen vivir, sumak kawsay en quichua o sumak qamaña en aimara, es una alternativa al desarrollo, tangible, concreta, que está incorporada en las Constituciones de Bolivia y de Ecuador y que, en Colombia, algunos movimientos y asociaciones indígenas y afrodescendientes, algunas comunidades campesinas también están empezando a reivindicar. Surge de las cosmovisiones de los pueblos andinos, acentúa la importancia de la vida comunitaria, los saberes tradicionales, el respeto por la vida humana y la necesidad de armonizar esta con el respeto a la naturaleza.
La visión feminista defiende integrar producción y reproducción como procesos indisociables de la economía, de la generación de riqueza y de condiciones de vida digna en términos materiales e inmateriales. Amaia Pérez Orozco llama buen vivir a “la noción éticamente codificada y democráticamente discutida de vida vivible en condiciones de universalidad e igualdad en la diversidad” (Pérez Orozco, 2014, 79). Y Magdalena León, coordinadora de la Red Mujeres Transformando la Economía (Remte) de Ecuador, una de las que ha trabajado la noción de buen vivir desde la perspectiva feminista, escribe:
Ya no se puede eludir que son inaplazables cambios de fondo en los modos de producir, de consumir, de organizar la vida. Postulados feministas de una economía orientada al cuidado de la vida, basada en la cooperación, complementariedad, reciprocidad y solidaridad, se ponen al día. No son solo propuestas de las mujeres para las mujeres, sino de las mujeres para los países, para la humanidad.
León, 2008, 36.
La cosmovisión de los pueblos originarios, en este caso de la zona andina, converge pues con las propuestas de la economía feminista, la economía ecologista y la economía solidaria, al colocar en el centro de sus prioridades la vida, no el mercado; la solidaridad, reciprocidad, complementariedad y cooperación frente al egoísmo y la competitividad. Vemos también que para la transformación hacia el paradigma del buen vivir, las mujeres son agentes necesarios: sus vidas, experiencias, aportaciones y trabajos invisibilizados e impagados ligados al cuidado, son clave. Por eso creo que es fundamental y necesario que la educación para la ciudadanía global incorpore esta perspectiva.
En la encrucijada en la que se encuentra la constitución de la ciudadanía global, debido a las diversas formas de concebirla y de practicarla, las reflexiones planteadas en este artículo, en el que ofrezco perspectivas desde teorías y propuestas procedentes de pensadoras feministas y movimientos de mujeres, pueden contribuir a orientarla hacia la construcción de un mundo alternativo al existente. La mirada de las mujeres en asuntos internacionales que están en el centro de la ciudadanía global es muy relevante (Magallón, 2012). La conciencia ecofeminista debería incorporarse a nuevos desarrollos curriculares en las escuelas y a la formación de las personas que pertenecen a movimientos de educación no formal que se configuran desde la ciudadanía global (Magallón, 2018; Puleo, 2011, 2019; Shiva y Mies, 2006). Desde una conciencia ecofeminista, hemos de superar un tipo de humanismo que ha puesto en el centro a un ser humano reducido a varón, blanco, occidental, de clase media. Y construir un humanismo relacional que introduzca un nuevo centro: los humanos excluidos y la naturaleza.
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