Uno me lleva a la imagen de las 1.136 mujeres reunidas en el Congreso de La Haya, en 1915. En medio de la I Guerra Mundial, mientras los hombres de sus países se estaban matando, ellas debatían y consensuaban las condiciones necesarias para lograr una paz permanente y las leyes internacionales que habrían de respaldarlas. Remarcaban la necesidad de un ordenamiento jurídico y un foro internacional que permitiera dirimir los conflictos sin recurrir a la guerra, proponían la libertad de comercio, la educación para la paz, mejoras significativas y positivas para toda la población, e incluían la reclamación del sufragio femenino como derecho y como parte de la democratización de las políticas internacionales. En el Congreso de La Haya se pondrían las primeras piedras del orden internacional que dio origen a la Sociedad de Naciones y, más tarde, a las Naciones Unidas. En él nacería la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad (Wilpf en sus siglas en inglés), la organización de mujeres por la paz más antigua del mundo (Magallón, 2014).
La otra imagen es más cercana en el tiempo. Es febrero de 2011 y un millón de personas llena la Piazza del Poppolo en Roma en una manifestación convocada bajo el lema: Se non ora, quando? (Si no es ahora, ¿cuándo?). Su objetivo: protestar contra los desaguisados y escándalos del todavía gobernante Berlusconi, que dimitiría en noviembre de 2011. En aquel escenario, las palabras de la filósofa Alexandra Bochetti, llamando a las mujeres a entrar en política a partir de su propia experiencia, sacuden la inercia de todos:
Cada mujer sabe de la vida más que cualquier hombre porque ha visto siempre al género humano de cerca, desde el nacimiento hasta la muerte y conoce el esplendor y la miseria de los cuerpos. El cuidado de los cuerpos ha sido a lo largo de la historia nuestra servidumbre, pero ha sido también la fuente de grandes conocimientos. Así nuestra fuerza radica en la necesidad de nacer, comer, dormir, saber llorar, reír y saber morir. Es una fuerza grandísima. Y ahora más que nunca debemos emplearla.
Bocchetti, 2011.
Alessandra Bocchetti es un magnífico referente del pensamiento que defiende la diferencia de la experiencia de las mujeres como riqueza de la humanidad. Es fundadora del Centro Cultural Virginia Woolf de Roma y en su texto Lo que quiere una mujer pueden leerse los contenidos sustantivos de su filosofía, una joya cuyas enseñanzas tenemos muy presentes. Para Bochetti, la política es amor y cuidado del bien común y arte de estar juntos, accede a ella, dice, a través del ser mujer:
El ser mujer como lo que tengo, no como carencia, no como esperanza, no como proyecto, sino como lo que ya tengo. Por consiguiente, mi actitud es qué puedo verdaderamente dar, yo mujer, y no qué lograré tomar (…). Partir de la condición de carencia no conduce verdaderamente a la política, sino a una ilusión de política que solo permite gestos limitados, como pueden ser, por ejemplo, reivindicaciones o peticiones de justicia; conduce tan solo a esperar siempre algo de los otros. No hay acceso a la política a partir de lo que carecemos, en cambio hay acceso a la política a partir de lo que tenemos.
Bochetti, 1996, 313.
Escuchando y glosando sus palabras encuentro sentido a la noción de igualdad entre hombres y mujeres, una igualdad enriquecida, una igualdad que parta de lo que poseemos, unos y otras, no desde las carencias. Esta idea de igualdad me parece una gran contribución feminista a la construcción de una ciudadanía global.
El conflicto capital-vida y la crisis de los cuidados
Para lograr el mundo que queremos, necesitamos construir una ciudadanía global que asuma una crítica a la economía existente desde sus mismas bases y que defienda las transformaciones necesarias para transitar hacia una vida que valga la pena.
El sistema económico globalizado actual no recoge las necesidades humanas, alimenta la codicia, mantiene la brecha entre una pequeñísima parte de la población poseedora de la mayoría de la riqueza y el resto, y excluye y sitúa en la indigencia y la falta de condiciones de vida dignas a millones de personas. La vida de muchos seres humanos y de la misma Tierra se está fragilizando, pues la dinámica hegemónica prioriza la acumulación de capital. Si la vida continúa es por el trabajo invisible de cuidado, el trabajo de los afectos llevado a cabo fundamentalmente por mujeres, un trabajo que no cuenta como empleo porque no es ni reconocido ni pagado y que tiene gran peso en los países objeto de políticas de desarrollo.
El grupo de mujeres de la revista En pie de paz comenzamos a hablar de la importancia del cuidado a finales de los 80 del siglo pasado. A través de la reflexión sobre nuestras vidas, detectamos su invisibilidad, los vacíos y desencuentros entre hombres y mujeres en torno a la tarea de los afectos, hablamos de la plusvalía afectiva y defendimos la riqueza de la experiencia femenina (Magallón, 1990, 10). En esos años, Elena Grau escribía:
Aspiramos a mantener la diferencia sexual que nos permite preservarnos con respecto a los modelos de vida y de trabajo dominantes y a transformar las relaciones de poder que se han construido sobre esta diferencia considerada como inferioridad… Esta voluntad de existencia social libre de las mujeres no se contradice, sino, al contrario, va pareja a las aspiraciones de emancipación y de preservación de la vida en el planeta. Por ello, nos sentimos sujetas activas y protagonistas, junto con otros y otras, de un proyecto polícromo en favor de la supervivencia y la liberación.
Grau, 1990, 3.
Desde esta perspectiva, considero muy relevante para la constitución de una ciudadanía global incorporar las aportaciones de economistas feministas que se vienen ocupando del análisis del uso del tiempo y del trabajo de cuidado, a menudo nombradas como tareas de sostenimiento de la vida. Desde las vidas de las mujeres es patente que las teorías económicas hegemónicas dejan fuera gran parte de la actividad humana, pues se limitan a recoger las actividades de mercado. En su reduccionismo, la ciencia económica al uso toma como base para sus elaboraciones teóricas un ser humano: el homo economicus, caracterizado como un átomo: independiente, individualista y cuya finalidad es producir (Tello, 2015). De manera bien diferente, la economía feminista parte de lo que podríamos llamar la humanización del ser humano, redundancia necesaria por haber sido negada, y que consiste en tomar como referencia un ser dotado de las características realmente humanas, con su vulnerabilidad radical, su interdependencia y su dependencia de la naturaleza o ecodependencia (Riechmann, 2012); un ser que nace, crece, enferma, necesita cuidados y afectos, un ser social que se construye en la relación.
La economista feminista Amaia Pérez Orozco critica los dos paradigmas dominantes en el sistema económico, que designa como la teocracia mercantil y el estrabismo productivista. Nos hace caer en la cuenta de que “el núcleo duro del problema es la existencia de un conflicto irresoluble entre la acumulación de capital y la sostenibilidad de la vida”. Y es que “bajo la preeminencia de la acumulación de capital, la vida está siempre bajo amenaza, porque no es más que un medio para el fin del beneficio. Siempre hay dimensiones de la vida y vidas enteras sobrantes, que no son rentabilizables; o que son más rentables destruidas que sostenidas. Es un sistema que jerarquiza las vidas particulares, que ataca la vida en su sentido holístico —vida humana y vida no humana — y colectivo —todas las vidas—, poniéndolas al servicio de unas pocas vidas individualizadas que se convierten en las dignas de ser lloradas y rescatadas. Sin embargo, la vida ha de resolverse y se resuelve delegando esta responsabilidad en las esferas socioeconómicas privatizadas, feminizadas e invisibilizadas” (Pérez Orozco, 2014, 52-53).
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