—Mi hermano no está muerto.
—Es cierto. Lo siento, no quería…
—No te preocupes, es que estoy abrumada. Soy incapaz de pensar con claridad.
—Vale —Abby se acercó a Sara y la abrazó—. Cuenta conmigo para lo que sea.
—Gracias, puede que tenga que pedirte algún favor que otro.
—En serio —Abby la miró con recelo—. ¿De qué tipo?
—Nada que te comprometa. Eres la mejor en encontrar cualquier cosa. Tal vez necesite encontrar a alguien, o qué sé yo. Ya me entiendes.
—De acuerdo. Ya sé por dónde vas. Bueno, tengo que irme.
—Gracias por todo.
Abby salió del despacho de Sara y ésta se volvió hacia el gran ventanal. Tenía unas vistas maravillosas. Iba a echar de menos todo aquello. Se limpió la cara con las manos, cogió la caja y salió por la puerta. Cuando bajó a la calle cogió un taxi. Normalmente, volvía a casa en transporte público, pero esta vez no quería encontrase con nadie.
Sara llegó a su casa. Vivía en San José, muy cerca de donde trabajaba, en el Centro Tecnológico del Área de la Bahía de California. Era una vivienda baja, con un jardín que ocupaba todo el lateral. Entró y se descalzó; se dirigió a la cocina, al ver que no había nadie gritó:
—Ama. ¿Dónde estás?
No le contestó nadie. Abrió la puerta trasera y vio a la asistenta tendiendo las sábanas. Lupe, que así se llamaba la mujer sonrió al descubrir la presencia de Sara. Inmediatamente se extrañó, nunca llegaba a esas horas.
—¿Qué pasó, pequeña? —preguntó Lupe inquieta—. ¿Ocurre algo?
Sara miró a la mujer y las lágrimas volvieron a aparecer en sus ojos.
—¿Podemos ir dentro?
—Claro, pequeña —Lupe cogió la cesta vacía y la siguió.
Entraron y se sentaron en el salón, una junta a la otra.
—¿Qué ocurre, pequeña?
—Se trata de mi hermano —Sara escondió su cara entre sus manos—. Ha tenido un accidente y está en coma.
Sara le contó lo ocurrido. Lupe la escuchó preocupada, se levantó y fue hacía la cocina.
—Deja que te prepare una infusión.
Al rato volvió con la infusión y la sirvió en una taza. Se la entregó a Sara y volvió a sentarse a su lado.
—Tengo que pedirte algo —Sara se volvió hacía Lupe—. Sé que tienes un…, un don. Necesito que vengas conmigo a España y que uses ese don para llegar hasta mi hermano.
—Pero pequeña —Lupe la miró con cariño—, solo puedo ver a los espíritus y tu hermano está vivo. No sé si podría ayudarte.
—¿Podemos intentarlo? —suplicó Sara—. Por favor. Te necesito. ¡Ayúdame!
Lupe la abrazó con fuerza.
—Mi pequeña, claro que te ayudaré.
Lupe conocía a Sara desde que llegó a San Francisco. Siempre la había tratado muy bien. Le había hecho un contrato gracias al cual había conseguido estar legalmente en los Estados Unidos. Ahora, había llegado el momento de devolverle el favor.
—Gracias, gracias —repitió Sara—. Ve haciendo el equipaje, nos vamos en cuanto tenga el visado. Llamaré a la oficina.
Sara llamó a Emmy.
—Ahora mismo iba a llamarte yo —se oyó decir a Emmy. Necesito que me des el nombre de tu asistenta para el visado y el pasaje.
—Te lo mando todo por correo. Gracias Emmy. ¿Cuándo podré recogerlo?
—Pasa esta tarde antes de las cinco. Así cuando terminemos tomamos algo. Por despedirnos.
Sara no estaba para tomar nada, pero accedió.
A las cuatro y media fue a la oficina, recogió la documentación. Emmy le había cancelado el billete que había sacado a Sara y consiguió encontrar un vuelo directo a Madrid dos días más tarde. Le dio los dos billetes y el visado para Lupe. Después, salió con Emmy y Abby a una cafetería cercana donde quisieron animar a Sara. Pero tenía la cabeza en otra parte. Estuvieron poco más de una hora.
—Tengo que irme —Sara le levantó cogiendo su bolso—. Perdonarme, pero necesito volver a casa.
Las tres mujeres se fundieron en un abrazo interminable. Cuando se separaron las tres estaban llorando.
—¿No teníais que animarme? —las recriminó Sara bromeando.
Las tres rieron.
—Estaremos en contacto. Os informaré si hay cambios.
—Más te vale —avisó Abby—. Suerte.
—Suerte —añadió Emmy.
Sara las miró agradecida y salió del local.
Cuando llegó a casa, Lupe la esperaba con las maletas abiertas. Estaba planchado. Cuando Sara entró exhibió los billetes.
—Nos vamos pasado mañana. Tengo tu visado. ¿Estás preparada?
—Siempre lo estoy —aseguró Lupe.
—Pues entonces…, recojamos lo indispensable y tomemos ese avión.
El Encuentro
Mario no comprendía lo que le estaba ocurriendo. Después del accidente se vio a sí mismo tirado sobre el asfalto. Oía a los que estaban junto a él, atendiéndole, cómo se esforzaban por salvarle la vida. Estaba allí, de pie. Intentaba hablar y no le salían las palabras. Oyó cómo el médico hablaba por el teléfono solicitando urgente un helicóptero. Lo vio llegar y como introducían su cuerpo. Oyó al médico decirle al que se había quedado junto la ambulancia, que se verían en La Fe. Iba a subirse a la ambulancia cuando notó que alguien le cogía por el brazo. Se revolvió asustado. ¿Cómo era posible? Ante él, un extraño ser le sonreía.
—Ven conmigo.
—¿Quién eres? —dijo Mario—. Pero, si nadie me oye, cómo tú sí puedes.
Mario se fijó entonces en él. Era mucho más alto que él. Vestía una especie de funda transparente, o qué demonios era aquello; una luz brillante cubría su cuerpo, sin embargo, el traje que llevaba no dejaba ver el interior. Su pelo rubio y lacio, casi platino, le caía por debajo de los hombros. Sus ojos eran indescriptibles; se podía adivinar el iris y la pupila. La esclerótica, la parte blanca del ojo, era como fuego. Por lo demás, era bastante parecido a un ser humano.
—Puedes llamarme Haniel y soy tu acompañante.
—¿Mi acompañante? —respingó Mario—. Si eres mi acompañante…, ¿por qué no estás en ese helicóptero?
—Ese no eres tú —contestó enigmático Haniel.
—¿Qué quieres decir?
—Ese es tu cuerpo mortal. Ahora estás fuera de él, en otro plano. Sigues estando vivo, pero sin energía. Estás atrapado en una dimensión intermedia, ni muerto ni vivo. Y lo que es peor, estamos aquí porque un espíritu malvado te ha llevado a esta situación.
—Pero… ¿por qué?
—Hace tiempo invocaste a un espíritu malvado y, desde entonces, estás bajo su influencia.
—Pero… —Mario recordó la Güija—, después fuimos a la Iglesia y comulgamos.
—De verdad crees que la iglesia tiene el poder de limpiar el alma —Haniel esperaba una respuesta y al ver que no la obtenía continuó—. La iglesia es la vergüenza del universo. Un simple hombre, investido de un falso poder, es incapaz de entender los poderes del cosmos, ni de los que viven del engaño. Esto, a la iglesia, le viene muy grande.
Mario escuchaba incrédulo. No entendía nada.
—Entonces… ¿Qué hacemos?
—Ven conmigo —le cogió de la mano—. Cierra los ojos. Te dolerá menos.
Mario cerró los ojos. De pronto se precipitó. No pudo evitar abrir los ojos. Por qué había dicho que dolería menos. No dolía nada.
Mientras tanto, en el Hospital donde estaban operando a Mario, su cuerpo comenzó a tener convulsiones.
—Pero…, ¿qué está pasando? —dijo uno de los cirujanos que lo estaban interviniendo—. ¡Sujetadlo!
Tras unos segundos, las convulsiones cesaron.
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