En cuanto a la desigualdad interna, Bértola llama la atención sobre la intensidad y frecuencia de las fluctuaciones y la inestabilidad, factores que dificultan discernir cuáles han sido los avances recientes en la región, cuánto de lo logrado es duradero y cuánto será efímero, como muchas otras ocasiones ha sucedido. Si bien destaca algunos cambios en particular positivos, como el progreso hacia sociedades más educadas y mejor informadas, además de los efectos de las políticas redistributivas, Bértola sugiere, coincidiendo con Ocampo y Gómez, que, durante el reciente ciclo de crecimiento y de condiciones externas en extremo positivas, la región no consiguió realizar cambios suficientemente profundos en sus estructuras productivas como para mantener el ritmo de crecimiento que permita nuevas reducciones de la desigualdad.
En el cuarto capítulo, Diego Sánchez-Ancochea pone el acento sobre el hecho de que la disminución de la desigualdad tuvo su origen en tipos específicos, tanto de crecimiento como de política social. Como Bértola, Sánchez-Ancochea se pregunta si nos encontramos ante una verdadera ruptura en las tendencias experimentadas en las últimas décadas y sobre todo si la reducción en la desigualdad es sostenible. En una línea opuesta a la que denomina la explicación dominante sobre la desigualdad en América Latina que enfatiza en su historia colonial y en la concentración de poder y privilegios por parte de las élites económicas y sociales, es decir, exclusivamente en factores internos, Sánchez-Ancochea destaca que la estructura productiva latinoamericana y su desarrollo en el contexto del comercio internacional son elementos centrales para entender las grandes diferencias de ingresos en la región más desigual del mundo. Durante el reciente periodo de disminución de la desigualdad, el crecimiento se basó en exportaciones con alto contenido de recursos naturales, o en productos generados en etapas de transformación cercanas a la extracción de dichos recursos. Las políticas sociales se caracterizaron por un alto grado de focalización y por su intención de elevar el ingreso de sectores desfavorecidos mediante transferencias pecuniarias y subsidios directos. Ambos procesos, un crecimiento orientado por una especialización productiva hacia el comercio de mercancías de menor incorporación tecnológica y una política social más dedicada al aumento de los ingresos relativos de los estratos pobres que al mejoramiento del espectro de las condiciones de vida, refuerzan la heterogeneidad estructural de las economías, promoviendo así diferenciales de productividad en su interior que son muy superiores a los de los países desarrollados. Estos diferenciales son la razón fundamental de las enormes brechas de ingresos personales.
Al vincular la histórica desigualdad de la región a la heterogeneidad estructural, Sánchez-Ancochea pone en duda, en coincidencia con Bértola, que una reducción de la desigualdad basada en un retorno a la especialización primaria y en un ciclo de precios favorable de estos productos, tenga la capacidad de ser perdurable. Este autor recalca que la mejora en la equidad de las últimas décadas se ha dado por varias razones, entre las que destacan, por el lado de la estructura económica, que la nueva orientación de las economías de la región contribuyó a reducir la demanda de mano de obra calificada y, de esa forma, ayudó a la reducción del diferencial salarial entre trabajadores cualificados y no cualificados y, por el lado de la política pública, a un aumento en el ingreso no laboral de los segmentos no calificados de las sociedades latinoamericanas por medio de los programas de transferencias condicionadas. Sin embargo, la región ha visto poco avance hacia un cambio fundamental de su estructura productiva y un débil o nulo impulso hacia un cambio estructural que promueva la productividad de los sectores atrasados y una reducción de su distancia respecto de los sectores más avanzados. Por estas razones, el pronóstico de Sánchez-Ancochea sobre la sostenibilidad de las mejoras en desigualdad logradas en décadas recientes es negativo. La única forma de garantizar estos resultados en el largo plazo es atendiendo a la heterogeneidad estructural, causa principal de la desigualdad en América Latina, por medio de soluciones de corte político para aminorarla y que, en específico, comprendan una agenda para vincular los sectores que son motores del crecimiento, incluso si son primarios, con los más atrasados. Los capítulos II, III y IV rastrean las causas de la desigualdad más allá del crecimiento y ponen en una perspectiva de largo plazo la disminución observada. Las tres contribuciones no dejan de ubicar a la desigualdad como un resultado conjunto de la evolución económica concebida como una conjunción de crecimiento económico y políticas redistributivas.
Los trabajos de Cortés, de Puyana y de Policardo, Punzo y Sánchez Carrera, correspondientes a los capítulos V, VI y VII, respectivamente, ubican otros aspectos de la desigualdad y sitúan sus orígenes en un entorno más amplio. Aunque no miran todo el subcontinente sino una casuística restringida —Puyana se concentra en Chile, Colombia, México y Perú, Cortés en México, y Policardo y coautores en trece países latinoamericanos—, todos muestran que hay otros orígenes profundos y remotos para la desigualdad.
Puyana identifica la discriminación de carácter étnico e, incluso interactuando con esta, señala a la inequidad de género, como un núcleo irreductible y persistente de las grandes diferencias en los ingresos de las personas. La discriminación étnica es multiforme e interseccional en el lenguaje de la sociología y los estudios de género y tiene en los países seleccionados, como en los demás de América Latina con población indígena y afrodescendiente, un asidero histórico, está enraizada en la conquista, profundizada en la Colonia e institucionalizada tanto en las cartas políticas que dieron origen a las repúblicas latinoamericanas como en las instituciones formales e informales que desde entonces se han conformado.
En estos países el problema de la desigualdad étnica es fundamental en el contexto de la reducción de la desigualdad general; Puyana refiere la dificultad de reducir la desigualdad individual sin previamente abatir la grupal. A mayor el tamaño de la población discriminada y las intensidad de la desigualdad, más necesario reducirla para abatir la de carácter general. En este punto diverge con lo que propone Milanovic (2016),[2] quien sostiene que disminuir la desigualdad de ingresos de por sí disminuiría la existencial y la horizontal. Sin embargo, al hablar a nivel global y no regional, Milanovic (2016) remite a la desigualdad horizontal en contextos más generales, donde no aparece de manera tan clara, como en América Latina, el peso histórico, cultural e institucional de la discriminación étnica y demás tipos de segregación social.
El tipo de sociedades y su historia de colonizadoras o colonizadas no es un dato menor al considerar la centralidad de la desigualdad horizontal. En el contexto latinoamericano, donde la variable étnica es parte de la formación histórica de las sociedades y se ha cristalizado de diversas formas en la estructura social a lo largo de siglos, lo étnico no es un rasgo secundario de la desigualdad. Por el contrario, se entrelaza con sus determinantes económicas al condicionar el acceso a recursos sociales y materiales de los individuos y posicionarlos de modo diferenciado frente al mercado. Entre los resultados que presenta Puyana destaca la detección de importantes brechas de desigualdad horizontal, tanto en términos demográficos, como en sociales y políticos.
El análisis de la brecha étnica en el caso mexicano permite a dicha autora establecer una vinculación directa y estrecha entre ser indígena, vivir en un municipio con mayor proporción de población indígena, registrar más altos niveles de pobreza y tener más agudos grados de rezago. Además ella observa una mayor centralidad de aquellas actividades menos favorecidas por la liberalización comercial en las áreas con mayor población indígena. Se trata primordialmente de pequeños productores por cuenta propia. Este último punto reviste un gran interés porque pone de relieve que la política pública no solo no ha tenido como objeto la disminución de las desigualdades sino que, en un marco más amplio, importantes desigualdades han sido reforzadas —o creadas— por sus efectos y consecuencias económico-políticas.
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