Juan Gomes Soto - Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl

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Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando el 18 de febrero de 1518 doblaban el cabo San Antonio, allá en Cuba, abandonando la seguridad de un hogar, ninguno de aquellos intrépidos aventureros sabían lo que iban a encontrar en su caminar hacia la conquista de uno de los imperios más grande de la recién descubierta América. Su valentía, su ambición y su fe les guiaban por unas tierras totalmente desconocidas y pobladas por hombres aguerridos en la defensa de su tierra.
Después, con el tiempo, alguien apagó la luz de la historia y la oscuridad ocultó la relación de esos hechos. Hoy se ha encendido y los personajes y los momentos que ocurrieron en aquella conquista deben salir para rendir homenaje al hombre que capitaneó aquel grupo de valientes que consiguieron para España la mayor gesta que se recuerda.

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Solicité ayuda a algunos paisanos que allí residían, quienes, como yo, estaban a la espera del viaje de don Nicolás hacia las Indias.

—Por Dios, amigos, buscadme un sanador. He debido de partirme la pierna y no puedo ponerme en pie. Ya sé que es muy tarde y a estas horas es difícil encontrar a nadie en Sevilla, pero creo que mi pierna se pondrá muy mal si espero hasta mañana.

—¿De dónde os habéis caído? —consultó mi amigo Alonso.

—Pues de dónde va a ser, amigo mío, escalaba una pared para encontrarme con una mujer, una verdadera belleza, pero ya veis, la suerte no estaba conmigo esta noche. No esperéis que juegue con vosotros a los naipes, pues hoy perdería toda mi fortuna.

* * *

Los días transcurrieron rápidamente y el 13 de febrero de 1502 llegó. La expedición del nuevo gobernador de las Indias, don Nicolás de Ovando, se hizo a la mar. Una poderosa flota compuesta por unos treinta navíos surcaría las aguas del océano Atlántico en busca de las Indias, aquel paraíso recientemente descubierto. Todos mis sueños se habían despertado a la vez y marchaban en pos del destino. Capitanes, pilotos y navegantes se iban ávidos de oro a la conquista de esas tierras que le habrían de proporcionar las riquezas y los honores. Yo, en cambio, permanecería allí en Sevilla con mi pata quebrada y mis sueños rotos.

Los días precedentes el trajín de mercancías y pasajeros entre Sevilla y Sanlúcar de Barrameda habían sido caóticos. Todo el mundo se había apresurado a llegar hasta las costas para embarcar en la expedición que era una de las más grandes que jamás se habían fletado.

Yo, con mi pierna maltrecha, maldecía mi desgracia. No podía embarcar en esas condiciones y veía con desilusión que mis mejores amigos se alejaban de mi lado marchándose a embarcar. Toda la alegría que había sostenido el tiempo atrás por mi suerte y por mis conquistas, ahora me había abandonado por aquel revés que daba al traste con todos mis planes. Dios me castigaba por mis devaneos con las mujeres, pensaba. Claro que también consideraba que el mismo Dios me había salvado la vida sabiendo de mi aventura con esa dama.

Mas, no solo la pierna maltrecha me asedió. Nuevamente las fiebres cuartanas me asaltaron y quedé postrado en la cama de mi posada. El sudor resaltaba por mi frente y mi cuerpo; imposibilitado clamaba contra mi desgracia. Mi salud debilitada atacó también a mi moral, que quedaba muy afectada viendo cómo el tiempo pasaba a mi lado y yo me había quedado detenido en Sevilla. La mayoría de mis amigos y paisanos se habían marchado con la expedición, por lo que me había quedado huérfano de amistad y de compañeros de jarana.

Algunas veces sonreía recordando lo ridículo que me había sentido en el suelo de aquella cuadra con la pierna rota y el acero de ese buen hombre apuntando a mi pecho, siendo salvado in extremis por una anciana de buen corazón que se apiadó de mí.

Ahora también me sentía ridículo, postrado en una cama de una mala posada, sin recursos y sin posibilidad de alcanzar esa gloria por la que había llegado hasta Sevilla. La fatalidad de mi destino me había jugado una mala pasada. Tendría que dejar pasar el tiempo hasta mejorar y buscar la gloria en otros caminos.

El tiempo, que todo lo cura, sanó las fiebres y mi pierna quedó un poco maltrecha, pero pude caminar. Con gran esfuerzo recorrí las callejas y plazuelas de aquella ciudad que por unos días había perdido la efervescencia de las vísperas de la salida de la expedición a las Indias. Los comerciantes habían hecho buenos negocios avituallando a todos los barcos, necesarios para la travesía, así como pertrechos y herramientas para los campesinos que marcharon en busca de otros campos donde depositar sus semillas.

Ni siquiera intenté volver a ver a doña Ana, sabía que si me volvían a sorprender en su compañía me costaría la vida. Deseaba verla y soñaba con su figura y con sus caricias, pero sabía que esa mujer podía ser mi desdicha, por ello decidí que tenía que olvidarla. La mejor solución sería marcharme de Sevilla, pues mientras estuviese allí, tan cerca de ella, sentiría la tentación de encontrarla.

Partiría hacia Levante, allí estaba el otro foco de la gloria de aquella España que luchaba para conquistar en dos frentes, pensé.

Valencia también era una ciudad pujante. Las guerras de Italia tenían al Gran Capitán en la mente de todo joven que soñara con la gloria y los honores como soldado.

Llegué a Valencia con pie decidido a embarcarme en el primer barco que me admitiese. Lucharía en cualquier tercio en el que pudiera enrolarme. Por mi mente pasaban todos los presagios funestos que podía tener, pero sabía que en cuanto la empresa comenzara todo se diluiría. No quería fracasar en el intento de conseguir algo de provecho para mi futuro.

El tiempo pasaba y yo no encontraba la forma de embarcar para Italia. Mi pierna renqueaba aún, mi aspecto aniñado y mi cuerpo debilitado por el hambre y por las fiebres no representaban el físico de un soldado. Todos los encargados de reclutamiento me aconsejaban que me cuidara de mi salud y más adelante ya lo verían.

Los días se volvieron años y la añoranza de mis conquistas, hicieron de mí un hombre áspero y violento. En más de una y de dos trifulcas me vi envuelto por culpa de aquel genio tan vivo y la mano tan ligera para empuñar la espada.

Estaba lejos de mi hogar y de mi gente. Apenas tenía caudales para malvivir y escaso de amigos y parientes que me auxiliasen. Mi vida en el levante la fui llevando como pude, pero lo peor era mi moral que, truncada por el fallido embarque en Sanlúcar de Barrameda, no apreciaba una subida, más bien se hundía cada vez más. Mi vida caminaba hacia el desastre, se arrastraba lentamente en la desidia y el aburrimiento. Los días transcurrían dentro de una burbuja que no me deja ver qué había más allá.

Cansado de esperar mi embarque para Italia, decidí volver a mi patria chica. Mi orgullo quedaba algo maltrecho por presentarme así ante mi padre, pero la necesidad acuciaba.

Me presenté en Medellín ante el asombro de mi padre y la alegría de mi madre. No quise explicarles cuál había sido el verdadero motivo de mi abandono de la expedición de don Nicolás de Ovando, le expliqué lo de las fiebres y el resto fueron vagas respuestas.

Con el transcurrir de las jornadas, mi madre trató por todos los medios, sobre todo con buenos platos de comida, recuperar la salud de aquel hijo que presentaba un aspecto muy distinto al que siempre había soñado que tendría al conseguir la gloria en tierras lejanas.

—¿No habéis oído, madre, que allá en las Indias todos los indígenas llevan cadenas de oro y adornos en las orejas del mismo metal? Allí el oro mana de los ríos como aquí el agua nace de los manantiales.

Trataba por todos los medios de insuflar en mi madre aquellas leyendas que corrían de boca en boca para dulcificar mi futura partida, pues ella soñaba con que ya no partiría y yo, con la marcha de mi casa lo más rápidamente posible.

—No creáis tantas fábulas que cuentan, Hernán, allá será como en todos los sitios. Habrá que trabajar duro para sacar de la tierra ese oro que tantos pregonan, que más bien parece que el oro llueve del cielo y no que nace de la tierra. —La buena madre sonreía viendo el rostro de su hijo que suspiraba por aquel mundo. Una caricia en el rostro y un deseo—: Descansad, hijo mío, descansad y reponeos bien que ya veréis cómo tendrás tiempo para alcanzar la gloria y conseguir todo el oro del mundo.

—Dios os oiga, madre. —Un leve suspiro salió de mi pecho.

Volviéndome hacia la ventana miré a lo lejos el paisaje. El cielo se estaba encendiendo en un rojo brillante, preludio de la sangre que delante de mi vida vería derramar.

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