—Ah, muy bien, pues allí arriba estará bien guardada —dijo el hombre muy convencido de que a la planta superior solo se podía acceder por el zaguán y la sala de la planta baja en donde su madre dormía con el ojo avizor.
—¿Y cómo es de vuestra llegada? No os esperábamos hasta mañana.
—Los asuntos se resolvieron satisfactoriamente, madre, y según anunciaban mal tiempo por Marchena, decidí partir rápidamente. Sabía que la noche nos encontraría antes de llegar a Sevilla, pero decidido a realizar el camino nos adentramos en él y ya veis la hora de nuestra llegada, pero gracias a Dios hemos llegado a nuestra casa sanos y salvo, y ahora podremos descansar en ella. José, desengancha las mulas y llévalas a la cuadra para que descansen. Ponles algo de heno y agua, las pobres se han llevado también una gran paliza.
El criado, rápido y eficaz, ejecutó lo mandado por su amo y llevó las mulas hasta la cuadra. Al caminar por el patio, el ruido y la algarabía que emitieron alertó a la joven dama, que de un salto se encabritó en la ventana para observar que uno de los criados, que acompañaban a su esposo, llevaba las mulas hasta la cuadra.
—Rápido, mi esposo ha regresado antes de tiempo. Tenía que venir mañana, pero se ha presentado esta noche. Vestiros y marcharos, pero habéis de esperar a que nuestro criado se marche de la cuadra para poder bajar por la escalera.
Atónito y nervioso empecé a vestirme con gran desatino. Me coloqué las calzas y mis botas. Nunca en mi corta vida me había visto en una situación tan ridícula y comprometida. Si me pillaba el marido de doña Ana tendría funestas consecuencias. No en vano el honor de un marido era algo que la justicia amparaba.
—Esposa mía —gritó el marido al pie de la escalera que conducía al piso superior—. Vuestro marido está aquí y quiere descansar del largo viaje con vos.
—Daos prisa, por el amor de Dios, mi marido viene hacia aquí —doña Ana, con el rostro desencajado, me apremiaba a que abandonara la habitación. Su marido irrumpiría en cualquier momento.
Cogí, como pude, mis pertenencias y me acerqué a la ventana, no quería que me viese nadie bajando, pero dudaba de descender pues había visto que alguien se dirigió al establo. Podría dar la voz de alarma y estaría perdido. Pero, al mismo tiempo, sentí las pisadas del marido de doña Ana que alcanzaba la puerta de la habitación. Salté rápidamente al alfeizar y coloqué un pie en la escalera. Agarrándome con una sola mano, en la otra portaba jubón y espada, acelerado y nervioso quise bajar muy rápido, con tan mala fortuna que al posar mi pie en uno de los tramos resbalé y, sin apoyo, caí al vacío. Con gran estrépito se estrelló contra el tejado de la cuadra, el cual se desmontó debido a que estaba formado por unas vigas de madera muy viejas y paja.
Al recibir el golpe, debido al dolor, grité. Mi pierna había chocado con una viga. Al llegar al suelo las magulladuras eran muchas, pero el dolor de la pierna, mayor. Pensé que estaba perdido, era incapaz de ponerme de pie, no podría huir. La sangre me delataba por muchos puntos de mi cuerpo. Las heridas, algunas superficiales, eran muy escandalosas, pero, sin lugar a duda, el dolor de la pierna era quizás lo peor y más peligroso. La tendría rota y no podía huir de aquella situación.
—¿Qué ha sido ese ruido? —interrogó el marido mirando a su esposa. Al ver la ventana abierta se asomó por ella y contempló que el techo de la cuadra estaba destrozado.
Su mirada quedó fija. A través de la rotura del techo se divisaba la figura de un hombre que se lamentaba de sus dolores.
—¿Qué hace ese hombre ahí? ¿De dónde ha salido? ¿Acaso ha intentado huir por esta escalera y ha caído a la cuadra? ¿Venía de la habitación de mi esposa? —La cólera y la furia le fueron subiendo según hilvanaba las suposiciones—. ¡Dadme mi espada, por Dios que le atravesaré el pecho!
El marido, encolerizado por el engaño que suponía, bajó corriendo la escalera y cogiendo su espada salió al patio dirigiéndose al establo acompañado de algunos de sus criados. Al entrar contempló el cuadro. Un joven con la camisa destrozada yacía sobre el suelo con la pierna rota y el cuerpo lleno de cortes, la sangre fluía, dándole el aspecto de un crucificado que había descendido del calvario.
—Decidme, señor, decidme rápido y claro qué hacíais en la habitación de mi esposa, porque estabais allí, ¿verdad? Os habéis caído por esa escalera que esta al pie de la ventana de la habitación en la que mi esposa dormía.
El sofocado marido sacó el acero de su funda y acercándola hacia mí la colocó en mi pecho.
En aquellos instantes vi que la muerte me llegaba, me llegaba bien pronto. Era tan joven y había vivido tan poco que sentí pena por mi propia existencia. Recé en silencio una plegaria. Pedí a Dios que me perdonara mis devaneos, era joven y solo había seguido los impulsos de mi cuerpo. No pensaba que esto representara un delito tan funesto para acarrearme la muerte. Pero claro, estaba lo de la honra. Eso sí era importante y yo lo había desestimado.
—¡Deteneos, hijo! —La madre del comerciante se personó en la cuadra y con grandes aspavientos convino detener a su hijo, quien decidido iba a penetrar su acero en aquel joven conquistador que había mancillado su honor—. ¿Acaso podéis saber a ciencia cierta que este joven ha penetrado en el aposento de vuestra esposa? —Mi aire de aspecto aniñado hizo que la anciana me cogiera cariño y me salvara de una muerte segura.
—¿Pero no veis, madre, que estaba medio desnudo cuando se ha caído? —observó con el rostro desencajado y los ojos llenos de ira.
—Eso no significa que hubiese subido y entrado. A lo mejor se ha caído cuando intentaba subir y al escalar ha perdido el equilibrio y las ropas. Igual es un ladronzuelo que intentaba entrar en vuestra casa y robar algo de valor. ¡Mirad lo que hacéis! Pues si os equivocáis y os tomáis la justicia por vuestra mano, después la justicia del rey os podrá pedir cuentas y quizás perdáis vuestra hacienda por un error.
—Está bien, madre, me encendí de celos y bien puede ser que me equivoque. Le diré a los criados que se lleven de mi casa a este bribón y que lo dejen por ahí en cualquier plazuela, ya lo encontrará la ronda y le pedirán cuentas.
Dándose media vuelta, el hombre agraviado se marchó con el rostro compungido, no sabía si por el trastorno que le proporcionaba el cansancio y al ser tan tarde o acaso por la duda de si había ultrajado la honra de su mujer, dejándome allí con la pierna quebrada. No dejaba de dar las gracias a Dios, a todos los santos y a la bendita anciana que me había salvado en el último instante. Ante todo, daba gracias a Dios Nuestro Señor que me había concedido una nueva vida para seguir disfrutándola.
La anciana me miraba, primero con compasión, después con desaire. Se imaginaba lo que yo había estado rondando y sopesaba lo que había podido conseguir. Dándose media vuelta y con gran efusión de resoplidos se marchó.
La culpa la tenía su hijo. ¿Por qué se había casado con una mujer tan joven? Él ya había sobrepasado los cuarenta y aquello no le podía traer nada más que complicaciones. En fin, la vida siempre era muy complicada. Recitaba la vieja en su caminar hasta la casa.
Había pasado ya el mal trance cuando me di cuenta de que los criados del comerciante me llevaban en una parihuela camino de alguna calleja. Con gran habilidad conseguí convencerles de que me llevaran hasta mi posada, donde algún alma caritativa me recogería y me curaría, prometiéndoles unas monedas. Los dos criados se miraron y la verdad es que a ellos les daba igual dejarme en cualquier sitio, y si se ganaban algunas monedas pues harían buen negocio. Caminaron con mi cuerpo enfermo por callejas a la luz de la luna y me llevaron hasta mi alojamiento.
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