Juan Gomes Soto - Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl

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Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando el 18 de febrero de 1518 doblaban el cabo San Antonio, allá en Cuba, abandonando la seguridad de un hogar, ninguno de aquellos intrépidos aventureros sabían lo que iban a encontrar en su caminar hacia la conquista de uno de los imperios más grande de la recién descubierta América. Su valentía, su ambición y su fe les guiaban por unas tierras totalmente desconocidas y pobladas por hombres aguerridos en la defensa de su tierra.
Después, con el tiempo, alguien apagó la luz de la historia y la oscuridad ocultó la relación de esos hechos. Hoy se ha encendido y los personajes y los momentos que ocurrieron en aquella conquista deben salir para rendir homenaje al hombre que capitaneó aquel grupo de valientes que consiguieron para España la mayor gesta que se recuerda.

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En aquella ciudad, representada por la Torre del Oro, no era oro todo lo que relucía. La famosa torre la habían levantado los árabes hacia el primer tercio del siglo XIII. Fue llamada así por el resplandor de sus azulejos al reflejo del sol. Esos azulejos habían desaparecidos y solo quedaban los ladrillos de su fachada. Después fue utilizada para muchas cosas, hasta para cárcel.

La mayoría de la población no tenía mucho que llevarse a la boca y la gracia y la picaresca se desarrollaron por doquier. Allí, el que no se espabilaba se lo llevaba la corriente del río, decían. Todo el mundo soñaba con las riquezas del nuevo mundo que se había descubierto allende los mares. Pero estas no llegarían tan pronto. Habrían de transcurrir unos pocos de años para que aquel comercio con las Indias prosperase y diese a la ciudad riquezas que muchos ya habían profetizado.

«Yo disfrutaré algún día de esas fortunas», me dije, mirándome al espejo acicalándome un poco para mi cita en la catedral. Me puse mi mejor jubón, bueno, el único que tenía, claro está, después de limpiarlo lo mejor que pude y supe. En aquellos momentos en los que la torpeza me dominaba, recordaba con cariño a mi madre, la que siempre me había cuidado y protegido.

La mañana se había ido despejando y la hora a la que debía de acudir estaba próxima, no quería llegar tarde a tan especial cita. Salí a la calle con la ilusión por bandera. En esos instantes no hubiera cambiado mi existencia por la de un noble o la de un rey; yo era el rey de la nobleza.

Me puse en marcha hacia la catedral, joya, orgullo y emblema de la ciudad. Aquella iglesia era la obra de unos hombres que ofrecieron el monumento a su Dios. El arte gótico resplandecía por doquier con sus sietes naves, gran altura y ventanales. Era la catedral más grande del mundo, además de la más suntuosa de las Españas.

Entré en la catedral por la Puerta del Príncipe. Caminaba despacio admirando el resplandor de aquel arte tan grandioso. Dios había puesto en las manos de los hombres la sabiduría para poder realizar esa magna obra que se alzaba con sus agujas hasta el cielo.

Me detuve en la entrada de la capilla de la Virgen de Antigua. En el fondo había un retablo en cuyo centro había una imagen de la Virgen pintada al fresco. Después de admirar el retablo, en donde la Virgen sostenía a su hijo con la mano izquierda y con la derecha sujetaba una rosa, mientras el niño Jesús sostenía a un pájaro y dos ángeles agarraban la corona que orlaba la Virgen, paseé la mirada por el interior de la capilla.

Al mirar entre los asientos, en un extremo de uno de los bancos, una mujer joven oraba muy devotamente. La miré detenidamente y vi que su figura se asemejaba a la joven ama con la que estaba citada. Aunque al principio tuve mis dudas, pues al encontrarla con tal recogimiento distaba mucho de la mujer sensual que había conocido la noche anterior. Tenía un velo de fino encaje negro de Flandes que le cubría la cabeza. Su capa era de suave seda de un tono malva y brillaba en el fondo un vestido, también de seda, de un color carmesí. Deduje por su estampa que aquella dama debía de ser doña Ana. En sus manos portaba un fino rosario de cuentas de marfil y un libro de rezos a los que abrazaba con devoción.

Me acerqué despacio hasta el asiento contiguo. Al notar mi presencia ella giró su mirada y al verme sonrió.

—Pensaba que no vendríais, mi joven poeta —dijo en voz baja, a la vez que escondía una leve sonrisa burlona.

Yo también sonreí. Algo en mi interior hizo que la alegría desbordara mi pecho. Era ella y estaba allí junto a mí.

—Os equivocáis, señora. Nunca rechazo un lance de amor, mi valor no tiene límite.

Me sentía arrebatado de pasión al verla con aquella presencia tan hermosa. Deseé acariciar sus manos, pero el lugar era tan recatado que tuve que luchar con todas mis fuerzas para sujetar el empuje de mis instintos y calmarme dejando la ocasión para otro momento y lugar.

—Aquí no podemos hablar. Debemos respetar el culto a Nuestra Señora la Virgen —apuntó muy sensata—. Escuchad, mi marido se marcha esta misma tarde hacia Marchena, allí posee unas tierras y acude a comprobar cómo marchan sus asuntos. Estará fuera de Sevilla durante tres o cuatro días. Acudid esta noche. Pero no entréis por la puerta principal, mi marido no está, pero su señora madre sí, y tiene el sueño muy ligero. Por la parte posterior a la casa hay un gran portalón que no está cerrado, solo un gran tranco lo sujeta. Forzadlo un poco y entrad, luego dejadlo tal como estaba, pues no vaya a ser que alguien note la entrada de un forastero y dé la voz de alarma. Caminad por el patio y una vez que alcancéis las cuadras, a vuestra mano diestra, encontraréis una pared que tendrá colocada una escalera, subid por ella hasta la ventana que se os aparece, yo la dejaré abierta. Allí os estaré aguardando. Recordad, no acudáis antes de las diez de la noche.

—Bien, mi señora, allí estaré.

Nuevamente me sentí turbado por aquella mujer que me arrastraba hacia su lecho. La aventura me abría sus puertas y mi vida se lanzaba con toda su juventud en pos de ella.

Con gran recogimiento se levantó del asiento y tras persignarse ante la figura de la Virgen se marchó. Yo, atónito aún por el desenlace de la cita, me quedé sentado ante el retablo. Cómo era posible aquella devoción a la Virgen y después pecar con toda la intención. Esa sociedad era un mundo desconocido para mí, con el tiempo me acostumbraría y navegaría por él con cierta soltura. Mi juventud me delataba y no encontraba respuesta a la pregunta. Después, con el paso de los años, las encontraría. Mis piernas me flaqueaban de la emoción. No sabía si levantarme y seguirla o permanecer sentado. Tenía miedo de verla desaparecer como un alma etérea ante mis ojos.

Salí de la catedral y caminé por esas callejas hasta llegar a la plaza de San Francisco, la que siempre ofrecía un ambiente festivo. Los comerciantes se afanaban en vender sus productos y los viandantes observaban los puestos en busca de algún producto que les pudiese interesar. Yo intentaba encontrar a mis amigos para ver cómo se las ingeniaban en llevar algo a nuestros estómagos, ya que el hambre siempre estaba arañando sus paredes; era nuestra eterna compañera.

A mí, el amor siempre me producía ganas de comer. Soñaba con que llegara la noche, pero antes debía encontrar algo para solucionar aquel problema tan pueril.

Hallé a dos amigos, paisanos de mi tierra extremeña, que se habían agenciado una buena pitanza y se disponían a marchar hasta un mesón cercano donde darían cuenta de ella.

—Hernán, acudid pronto, querido amigo. Nuestras barrigas reclaman la ración de comida y vamos al mesón del Pollo. Allí hay buen vino y nuestra comida será repartida entre todos como buenos compañeros.

Estaba claro que sabían compartir la sal y la gloria del mundo, pensé. Caminamos hasta el mesón y entramos como un tropel, tal que si entrara un regimiento. El ruido y el barullo, contagió a otros paisanos que pronto se apuntaron a nuestra mesa. El vino corría y la comida desaparecía con mayor celeridad de la que deseábamos. Pero nuestra camaradería así nos lo exigía, compartir todo. Todo, excepto las mujeres. En ese punto, la rivalidad y el deseo, no estaban sujetas a las reglas del compañerismo. Todos lo sabíamos y respetábamos, y cuando alguno trasgredía las reglas, las espadas siempre estaban a punto para dilucidar aquellos lances.

Todos querían saber qué había sido de la hermosa dama que la noche pasada había conocido en la casa del comerciante que nos había invitado a su fiesta. Pues, aunque la charla había sido privada y silenciosa, todo el mundo la había estado observando, sin que yo lo notara, a la espera del lance final. Yo guardaba silencio, nunca me gustaba fanfarronear de mis conquistas amorosas. En mi interior estaba deseando contarles mi aventura con doña Ana, mi cita en la catedral y, lo más importante, mi quedada esa noche en su lecho, pero mi pudor y mi honor impidieron que mi lengua sacara a relucir ni el más mínimo de esos detalles. No era de buen caballero jactarse de conquistas y yo no estaba dispuesto a transgredir aquella frontera.

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