Orson Scott Card
El septimo hijo
A Emily Jan, quien sabe de magia todo lo que pueda necesitar
Debo mi gratitud a Carol Breakstone, quien me ayudó en la investigación sobre la magia tradicional de la frontera americana. El material que logró reunir ha resultado ser una rica mina de ideas arguméntales y detalles sobre la vida en los territorios del noroeste durante su período de la frontera. También hice amplio uso de la información contenida en A Field Guide to America's History (Facts of File, Inc.), de Douglass L. Brownstone, y en The Forgotten Crafts (Knopf), de John Seymour.
Scott Russell Sanders contribuyó al poner en mis manos un ejemplar de su deliciosa serie histórica Wilderness Plots: Tales About the Settlement of the American Land (Quill). Su obra me demostró cuánto podía lograrse con un tratamiento realista de la vida de la frontera y me mantuvo en la senda correcta en mi siguiente proyecto, Alvin el Hacedor.
Y, aunque haya fallecido hace largo tiempo, es considerable mi deuda con William Blake (1757–1827), por haber escrito los poemas y refranes que tan bien quedan en labios de Truecacuentos.
Pero, sobre todo, estoy en deuda con Kristine A. Card por el inapreciable valor de sus opiniones, su aliento y la edición y corrección de pruebas, y por haber hecho de nuestros hijos —sin ayuda— seres amables, sabios y de buenos modales, dispuestos a perdonar a su padre cuando no es ejemplo cabal de estas virtudes.
La pequeña Peggy era muy cuidadosa con los huevos. Enterraba la mano entre la paja hasta que sus dedos daban con algo duro y pesado. No le preocupaban las deposiciones de los pollos. Después de todo, cuando en la posada se hospedaban los viajeros con niños, Mamá nunca fruncía la nariz ante los pañales más escandalosos. Los excrementos eran húmedos, viscosos y le dejaban los dedos pegajosos, pero a la pequeña Peggy le daba igual. Apartaba la paja, envolvía el huevo con la mano y lo retiraba del cajón de la ponedora. Y todo eso subida en una tabla bamboleante, de puntillas y con el brazo extendido por encima de la cabeza. Mama dijo una vez que era muy pequeña para recoger los huevos, pero Peggy le hizo una demostración. Todos los días revolvía los cajones de paja y retiraba todos los huevos, sin dejar ni uno, vaya que sí.
Sin dejar ni uno, repetía para sus adentros, una y otra vez. No debo dejar ni uno.
Y entonces la pequeña Peggy miraba hacia el rincón más oscuro del gallinero. Y allí estaba Mary la Mala en su cajón de ponedora, la peor pesadilla del demonio, con el odio brotando de sus ojos repugnantes, como si dijera: ven aquí, niñita, que te voy a picotear. Quiero picotearte los dedos y los pulgares, y si te acercas bien e intentas llevarte mi huevo, hasta te picotearé un ojo.
La mayoría de los animales carecían de fuego interior, pero Mary la Mala era fuerte y arrojaba un humo ponzoñoso. Nadie más que la pequeña Peggy podía verlo. Mary la Mala deseaba la muerte de todos los hombres, pero en especial la de cierta niña de cinco años, y la pequeña Peggy llevaba en los dedos las marcas que lo atestiguaban. Bueno, al menos una marca, y aunque Papá dijera que no veía ninguna, la pequeña Peggy recordaba cómo se la había hecho y nadie podía culparla de nada si a veces olvidaba buscar por debajo de Mary la Mala, que se sentaba allí como un indio salvaje a la espera del primer viajero que osara acercarse.
Nadie podía enfadarse si a veces se le olvidaba buscar allí.
Me olvidé. Miré en todos los cajones, en toditos, y si me dejé alguno, pues fue porque me olvidé, me olvidé y me olvidé.
Al fin y al cabo, todos sabían que Mary la Mala era una gallina vulgar y mezquina, incapaz de poner un solo huevo que no estuviese podrido.
Me olvidé.
Entró la cesta de los huevos antes incluso de que Mamá hubiera preparado las brasas, y Mamá se alegró tanto que le permitió poner los huevos uno a uno en el agua fría. Y entonces Mamá colgó el perol del gancho y lo arrimó al fuego. Para hervir huevos no hay que esperar a que bajen las llamas. Se puede hacer con humo y todo.
—Peg —dijo Papá.
Ése era el nombre de Mamá, pero Papá no lo dijo con la voz de llamarla a ella. Lo dijo con su tono de pequeña-Peggy-te-la-has-ganado, y la pequeña Peggy supo que la habían descubierto sin remedio, conque dio media vuelta y anunció a viva voz lo que todo el tiempo había planeado decir:
—¡Me olvidé, Papá!
Mamá se volvió y miró a la pequeña con asombro. Pero Papá no pareció sorprendido en absoluto. Enarcó una ceja. Escondía una mano detrás de la espalda. La pequeña Peggy sabía que en esa mano habría un huevo. El huevo infame de Mary la Mala.
—¿De qué te olvidaste, pequeña Peggy? —preguntó Papá con su voz mas suave.
Y en ese mismo instante la pequeña Peggy supo que era la niña más idiota nacida sobre la faz de la tierra. Tenía que negarlo todo antes de que nadie la acusara de nada…
Pero no iba a rendirse. No tan fácilmente. No podía soportar que se enfadaran de ese modo con ella; lo único que quería era que la dejaran partir rumbo a Inglaterra. Compuso su rostro más inocente y dijo:
—No lo sé, Papá.
Se imaginaba que no había mejor sitio para vivir que Inglaterra, porque Inglaterra tenía un Lord Protector. A juzgar por la mirada de Papá, un Lord Protector era, casi seguro, lo que mejor le vendría a Peggy en ese momento.
—¿De qué te olvidaste? —insistió Papá.
—Dilo y acabemos de una vez, Horace —intervino Mamá—. Si ha hecho algo malo, lo ha hecho y ya está.
—Me olvidé una sola vez, Papá —dijo la pequeña Peggy—. Es una gallina vieja y mala, y me odia.
Papá respondió con voz lenta y suave.
—Una sola vez… —repitió.
Y entonces asomó la mano que tenía detrás de la espalda. Pero no llevaba un solo huevo, no. Era una cesta. Y en la cesta había un montón de paja —muy probablemente la paja del cajón de Mary la Mala—, y la paja estaba pegoteada y aplastada con huevo crudo seco y pedazos de cáscara mezclados con los restos masticados de tres o cuatro pollitos.
—¿Tenías que traer eso a casa justo antes del desayuno, Horace? —se irritó Mamá.
—No sé qué me enfurece más —dijo Horace—. Que haya hecho esta maldad o que haya preparado una mentira para salvarse.
—No he preparado nada y no he mentido —gritó la pequeña Peggy. O en todo caso quiso gritar. Lo que se escuchó se parecía lastimosamente al llanto, aun cuando la pequeña Peggy había decidido ayer, sin ir más lejos, que ya había llorado lo suficiente para el resto de su vida.
—Estarás contento —inquinó Mamá—. Has conseguido que se sienta mal…
—Se siente mal porque la he cazado —dijo Horace—. Eres demasiado blanda con ella, Peg. Es de las que mienten. No quiero que me salga una hija torcida. Preferiría verla muerta como a sus hermanitas antes que verla crecer torcida.
La pequeña Peggy vio que el fuego interior de Mamá se encendía de recuerdos, y ante sus ojos vio una hermosa pequeña yacer en un cajoncito, y luego otra, sólo que no era tan pequeña, porque era la segunda Missy, la que murió de pústulas y nadie podía tocarla salvo Mamá. Aunque Mamá estaba tan débil de las mismas pústulas que no pudo hacer demasiado. La pequeña Peggy vio la escena y supo que Papá había cometido un error al decir aquello, pues a Mamá sé le enfrió el rostro, a pesar de que su fuego interior seguía ardiendo.
—Es lo más maligno que alguien haya dicho jamás en mi presencia —dijo Mamá. Luego tomó de la mesa la cesta con la porquería y la llevó afuera.
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