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Orson Card: El septimo hijo

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Orson Card El septimo hijo
  • Название:
    El septimo hijo
  • Автор:
  • Издательство:
    Ediciones B
  • Жанр:
  • Год:
    1990
  • Город:
    Barcelona
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-406-1269-9
  • Рейтинг книги:
    4 / 5
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Inicios del siglo XIX. Un Norteamérica alternativa en la que la magia y los conjuros del folklore popular son efectivos y en la que las colonias americanas no se han independizado todavía de la corona británica gobernada todavía por el lord Protector y cuyo rey está exiliado en Carolina del Sur. Un mundo en el que los pieles rojas se encuentran con los colonos que parten hacia el oeste. En ese mundo rural, mágico y complejo, transcurren las historias de Alvin (séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón) llamado por la magia de su prodigioso nacimiento y las circunstancias que en él concurren, a poseer un don poco corriente, el de ser un Hacedor. Ello le enfrenta, incluso sin él saberlo a los poderes aniquiladores del Deshacedor. Sólo logrará sobrevivir y cumplir su misión con el uso de su excepcional don si llega a dominar su poder y evade las fuerzas ocultas que buscan su muerte antes de llegar a la edad adulta.

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No, ese granjero y sus muchachotes tendrían que quedarse otra noche. La pequeña Peggy era hija de un hostelero, ¿no? Los niños pieles rojas aprenden a cazar, los negritos aprenden a llevar la carga, los hijos de granjeros aprenden a leer el tiempo y la hija de un hostelero sabe cuándo se quedará alguien a pasar la noche, aun antes de que él mismo lo sepa.

Los caballos tascaban el freno en el establo, rebufaban y se ponían sobre aviso de la tormenta. En cada grupo de caballos, se imaginaba Peggy, debía haber uno muy sordo, de modo que los demás tenían que decirle todo lo que estaba sucediendo. Mala tormenta, comentaban. Nos empaparemos, si antes no nos cae un rayo encima. Y el sordo seguía relinchando y diciendo: ¿qué será ese ruido? ¿Qué será?

Y entonces el cielo se abrió y volcó sus aguas sobre la tierra. La lluvia cayó con tal fuerza que arrasó las hojas de los árboles. Y fue tan copiosa que durante un minuto la pequeña Peggy no pudo ver al herrero, y creyó que había ido a parar al arroyo. Abuelito le había contado que la corriente desembocaba en el río Hatrack, y que el Hatrack arrojaba sus aguas al Hio, y que el Hio atravesaba los bosques hasta llegar al Mizzipy, que daba al mar. Abuelito decía que el mar bebía tanta agua que se le indigestaba y lanzaba los regüeldos más impresionantes que uno pudiera escuchar, que subían convertidos en nubes. Eructos de mar, y ahora el herrero recorrería todo ese trayecto, sería tragado y eructado y algún día ella estaría pensando en sus propios asuntos y alguna nube se partiría y dejaría caer al herrero vivito y coleando, el viejo Pacífico Smith, todavía fastidiando con su clin, clin, clin.

Luego la lluvia amainó un instante y vio que el herrero aún seguía allí. Pero no fue eso lo único que vio. No señor. Vio chispas de fuego a lo lejos, en el bosque, aguas abajo rumbo al Hatrack, donde estaba el vado. Pero ese día no había la menor posibilidad de cruzar el vado con semejante lluvia. Chispas, montones de chispas, y supo que eran personas. No tuvo que preguntarse si quería hacerlo: solo miró esos fuegos interiores, y los miró de cerca. Tal vez fueran del pasado, o del futuro. En el fuego interior convivían todas las visiones.

Y lo que vio entonces fue lo mismo en todos los corazones. Una carreta en medio del Hatrack, el agua que subía, y todo lo que tenían en el mundo, en esa carreta.

La pequeña Peggy no era muy habladora, pero todos sabían que era una tea, conque siempre que anunciaba problemas, la escuchaban con respeto. Especialmente cuando se trataba de esa clase de problemas. Los asentamientos de la región ya tenían unos cuantos años, seguro. Más años que la misma Peggy, pero nadie había olvidado que una carreta atrapada en la crecida era una tragedia para todos.

Salió disparada por la colina tapizada de hierba, saltando madrigueras y esquivando los puntos escarpados. No habían pasado veinte segundos desde que viera esas chispas lejanas cuando ya estaba gritando delante de la tienda del herrero. Al principio el granjero de West Fork intentó detenerla hasta que dejara de contar sus historias de tormentas. Pero Pacífico conocía a la pequeña Peggy. La escuchó y ordenó a los jóvenes que ensillaran los caballos, con herraduras o sin ellas. Que había gente atrapada en el vado del Hatrack y que no había tiempo que perder con estupideces. La pequeña Peggy no tuvo ocasión de verlos partir. Pacífico la envió de inmediato a la casa grande a buscar a su padre y cuantos viajeros y peones hubiera. Hasta el último de ellos había puesto en una ocasión todo lo que tenía en este mundo sobre una carreta y la había arrastrado por caminos de montaña hasta estos espesos bosques del oeste. No había uno que no supiera lo que se siente cuando el río quiere apoderarse de una carreta y llevársela. Todos salieron como una exhalación. Así eran las cosas entonces. La gente advertía la desgracia ajena tan deprisa como si se tratara de la propia.

Capítulo 4

EL RÍO HATRACK

Vigor iba a la cabeza de los varones, tratando de empujar la carreta, mientras que Eleanor contenía los caballos. Alvin Miller llevaba a las niñas de una en una hasta la orilla opuesta, donde estuvieran seguras.

La corriente era un demonio que se ensañaba con él y le susurraba: me quedaré con tus hijas, con todas ellas, pero Alvin decía que no con cada músculo de su cuerpo. Mientras resistía el embate, rumbo a la orilla, fue diciendo que no, una y otra vez, hasta que todas sus hijas quedaron empapadas sobre tierra firme, mientras la lluvia les bañaba el rostro como si arrastrase consigo todas las lágrimas del mundo.

También habría llevado a Fe, con el niño en el vientre y todo, pero ella no pensaba ceder. Estaba sentada dentro de la carreta, aferrada a los muebles y petates mientras el carromato se mecía y bamboleaba. Los rayos crujían y las ramas caían. Una de ellas desgarró la lona y el agua empezó a entrar en la carreta, pero Fe siguió firme, con los nudillos blancos y los ojos desorbitados. Alvin leyó en sus ojos que nada podía hacer para persuadirla de que saliera.

Había una única forma de hacer que Fe y el niño por nacer estuvieran fuera de ese río, y eso significaba sacar la carreta.

—Los caballos no están siendo de ningún provecho, Papá —gritó Vigor—. Se tambalean, y en cualquier momento acabarán con una pata quebrada.

—Bueno, pero no podemos tirar de la carreta sin los caballos…

—Los caballos son importantes, Papá. Si los dejamos aquí perderemos la carreta y además nos quedaremos sin ellos.

—Tu madre no saldrá de la carreta.

Vio que Vigor empezaba a comprender. Lo que había en el vehículo no merecía que nadie se arriesgara a morir para salvarlo. Pero Mamá sí valía la pena.

—Aun así —dijo Vigor—, desde la orilla podrían tirar con más fuerza. Aquí en el agua no sirven de nada.

—Que los chicos los desenganchen. Pero primero que tiendan una cuerda hasta el árbol para que sostenga la carreta.

En dos minutos los mellizos Moderación y Previsión estaban en la orilla atando una gruesa soga a un árbol robusto. David y Mesura pasaron otra cuerda por los aparejos que sujetaban a los caballos, mientras Calma cortaba las correas que los unían a la carreta. Buenos hijos. Hacían su trabajo con prontitud, mientras Vigor les daba instrucciones a gritos y Alvin miraba impotente desde la parte trasera del carro. Miraba el rostro de su esposa, que trataba de no parir al niño, miraba el río Hatrack, que trataba de llevárselos a todos al infierno.

No era gran cosa, había dicho Vigor, pero entonces las nubes se juntaron y la lluvia cayó, y el Hatrack sí fue una gran cosa. Aun así, cuando llegaron a él parecía fácil de cruzar. Los caballos pisaban firme y Alvin dijo a Calma, quien llevaba las riendas:

—Hagámoslo sin perder un minuto.

Y entonces el río enloqueció. La corriente se aceleró y cobró fuerza en un instante, y los caballos fueron presa del pánico y perdieron la dirección, para tironear cada uno por su cuenta. Los chicos se lanzaron al agua para tratar de conducirlos hacia la orilla, pero para entonces la carreta había perdido el impulso y las ruedas ya estaban atrapadas en el barro. Casi como si el río hubiera sabido que iban hacia él y hubiera reservado su peor furia para cuando estuvieran en el centro y no pudieran regresar.

—¡Mirad, mirad allí! —grito Mesura desde la orilla.

Alvin levantó la vista hacia la corriente para ver qué plan diabólico preparaba el río, y distinguió un tronco inmenso que venía flotando sobre las aguas, de punta, como un ariete enfurecido, con la raíz dirigida al centro de la carreta, justo donde Fe estaba sentada con su hijo a punto de nacer. Alvin no supo hacer otra cosa que invocar el nombre de su esposa con todas sus fuerzas. Tal vez íntimamente pensara que podía mantenerla con vida con sólo repetir su nombre, pero no había esperanza, ninguna esperanza.

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