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Orson Card: El septimo hijo

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Orson Card El septimo hijo
  • Название:
    El septimo hijo
  • Автор:
  • Издательство:
    Ediciones B
  • Жанр:
  • Год:
    1990
  • Город:
    Barcelona
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-406-1269-9
  • Рейтинг книги:
    4 / 5
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El septimo hijo: краткое содержание, описание и аннотация

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Inicios del siglo XIX. Un Norteamérica alternativa en la que la magia y los conjuros del folklore popular son efectivos y en la que las colonias americanas no se han independizado todavía de la corona británica gobernada todavía por el lord Protector y cuyo rey está exiliado en Carolina del Sur. Un mundo en el que los pieles rojas se encuentran con los colonos que parten hacia el oeste. En ese mundo rural, mágico y complejo, transcurren las historias de Alvin (séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón) llamado por la magia de su prodigioso nacimiento y las circunstancias que en él concurren, a poseer un don poco corriente, el de ser un Hacedor. Ello le enfrenta, incluso sin él saberlo a los poderes aniquiladores del Deshacedor. Sólo logrará sobrevivir y cumplir su misión con el uso de su excepcional don si llega a dominar su poder y evade las fuerzas ocultas que buscan su muerte antes de llegar a la edad adulta.

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—Mary la Mala me pica en las manos —dijo Peggy.

—Veremos dónde te pica —anunció Papá—. Por haberte olvidado los huevos te daré un azote, porque comprendo que esa gallina lunática pueda asustar a una niñita como tú, del tamaño de una rana. Pero por decir mentiras te daré diez azotes.

Al escuchar la noticia, Peggy lanzó un quejido de súplica. Papá era riguroso en las cuentas, pero muy especialmente cuando se trataba de contar azotes.

Tomó la varita de avellano del estante superior. La guardaba allí desde que la pequeña Peggy había arrojado la anterior al fuego hasta reducirla a cenizas.

—Preferiría oír mil verdades duras y amargas de ti, hija, que una mentira fácil e inofensiva —sentenció, y luego se inclinó y le dio con la varita en los muslos. Juic, juic, juic, fue contando todos los azotes. Le dolían hasta el alma, tanta era la ira que contenía. Y lo peor de todo era que sabía que era injusto, pues el fuego interior de su padre rugía por una causa enteramente distinta, como siempre. El odio que Papá sentía hacia la perversidad siempre provenía de sus más íntimos recuerdos. La pequeña Peggy no llegaba a comprenderlo, porque era algo confuso y retorcido, y ni Papá mismo se acordaba bien de ello. Lo único que Peggy veía siempre con claridad era una señora que no era Mamá. Papá pensaba en esa señora cada vez que algo no salía bien. Cuando la pequeña Missy murió sin ninguna razón, y luego cuando la otra niña que también se llamaba Missy falleció de pústulas, y cuando una vez se incendió el granero y murió una vaca, cada vez que algo salía mal, él pensaba en esa señora y comenzaba a decir cuánto aborrecía la perversidad, y en esas ocasiones la varita de avellano volaba que ponía la carne de gallina.

Preferiría escuchar mil verdades duras y amargas; eso es lo que decía, pero la pequeña Peggy sabía que había una verdad que nunca querría oír, de modo que no pensaba decírsela. Jamás le diría nada sobre esa verdad, aunque él le partiera la varita de avellano en las nalgas, pues cada vez que pensaba en decir algo sobre esa señora, se imaginaba a su padre muerto, y eso era algo que nunca deseaba tener que ver. Además, esa señora que rondaba su fuego interior no tenía ropas, y la pequeña Peggy sabía que se ganaría unos cuantos azotes si hablaba de gente desnuda.

De modo que aguantó los azotes y lloró hasta que sintió que se le taponaba la nariz. Papá se alejó de la habitación de inmediato, y Mamá regresó a preparar el desayuno para el herrero, las visitas y los peones, pero nadie dijo esta boca es mía, como si lo ocurrido no fuera importante. Siguió llorando y gritando un minuto más, pero no sirvió de nada. Finalmente, tomó a su Bugy de la canasta de la costura y caminó envarada hasta la choza de Abuelito. Estaba dormido, pero lo despertó.

Él la escuchó, como siempre.

—Conozco a Mary la Mala —aseguró— y le advertí a tu padre cincuenta veces, vaya si lo hice, que le retorciera el cogote a la gallina esa, y a otra cosa. Es un bicho loco. Semana por medio le da un ataque y rompe sus propios huevos, aun los que ya están listos para nacer. Mata a sus propias crías. Quien mata a sus crías está loco de remate.

—Papá quisiera matarme —aventuró la pequeña Peggy.

—Bueno, si aún puedes caminar es que no ha sido tan grave.

—No puedo caminar mucho…

—Eso. Veo que quedarás tullida de por vida —dijo Abuelito—. Pero te diré algo. Por lo que veo, tu madre y tu padre están de morros. ¿Por qué no desapareces por un par de horas?

—Ojalá pudiera convertirme en pájaro y echar a volar…

—Lo mejor es que te consigas un rincón secreto donde a nadie se le ocurra ir a buscarte. ¿Tienes algún lugar así? No, no me lo digas. Si se lo cuentas a una persona siquiera, ya lo estás estropeando. Vete un rato a ese sitio, mientras sea un lugar seguro, que no esté en los bosques de las afueras, donde un piel roja podría quedarse con tu bonito cabello, y mientras no sea un lugar alto de donde te puedas caer ni un sitio pequeño donde puedas quedar atascada.

—Es grande, bajo y no está en el bosque —indicó la pequeña Peggy.

—Pues entonces ve, Maggie.

La pequeña Peggy frunció el ceño, como hacía cada vez que Abuelito la llamaba de ese modo. Sostuvo su Bugy en alto y, con la vocecita fina y quebradiza de Bugy, dijo:

—Se llama Peggy.

—Pues ve allí, Piggy, si así te gusta más…

Peggy palmeó a Abuelito en las rodillas con su Bugy.

—Un día de estos, Bugy volverá a hacer eso, tendrá un accidente y morirá —advirtió Abuelito.

Pero Bugy siguió bailoteando en sus narices e insistiendo:

—¡No es Piggy, es Peggy!

—Está bien, Puggy, te vas a ese sitio secreto, y si alguien dice que hay que encontrar a esa niña, yo responderé: sé donde está, y volverá cuando le venga en gana.

La pequeña Peggy corrió hasta la puerta de la choza y allí se detuvo.

—Abuelito, eres la persona mayor más maravillosa del mundo.

—Tu padre tiene una opinión distinta de mí, pero eso tal vez tenga que ver con otra varita de avellano a la cual solía recurrir con demasiada frecuencia. ¡Ahora lárgate!

Antes de cerrar la puerta se volvió otra vez.

—¡Eres la única persona mayor agradable! —Lo dijo a voz en cuello, con cierta esperanza de que la escucharan dentro de la casa. Y luego se marchó, cruzó el jardín, dejó atrás los pastos del ganado, subió la colina, se internó en el bosque y avanzó por el camino hacia la casa del manantial.

Capítulo 2

LOS DE LA CARRETA

Tenían una buena carreta, vaya si no, y dos buenos caballos que tiraban de ella. Incluso podría haberse pensado que era gente próspera, siendo que tenían seis varones, desde el mayor, ya hombre, hasta los pequeños, dos mellizos que de tanto pelearse estaban más fuertes de lo que cabía esperar a sus doce años. Y además, una hija mayor y un montón de hijitas. Una familia numerosa. Acomodados, habría pensado uno, de no saber que sólo un año atrás habían sido dueños de un molino y vivían en una inmensa casa a la vera de un arroyo, al oeste de Nueva Hampshire. Habían caído en desgracia, vaya que sí, y esa carreta era todo lo que les quedaba.

Pero tenían esperanza y viajaban rumbo al oeste, por los caminos que cruzaban el Hio, en busca de tierra disponible para la apropiación. Si la de uno era una familia de espaldas fuertes y manos diestras, sería una buena tierra, mientras el buen tiempo los acompañara, los pieles rojas no los capturaran y los banqueros y abogados se quedaran en Nueva Inglaterra.

El padre era un hombre corpulento, algo entrado en carnes, lo cual no era sorprendente, ya que los molineros por lo general se mueven poco en todo el día. Pero en tierras boscosas esas redondeces no le durarían un año. De todas formas, no pensaba mucho en ello. No era hombre que temiese el trabajo duro. Lo que ese día le preocupaba era su mujer, Fe. Le había llegado la hora de dar a luz, lo sabía. No es que ella se lo hubiera dicho directamente. Las mujeres no hablan de esas cosas con los hombres. Pero veía lo gruesa que estaba y sabía cuántos meses habían transcurrido. Además, cuando se detuvieron al mediodía ella le había dicho en un susurro:

—Alvin Miller [1] Miller en inglés significa molinero. (N. de la T.) , si hay alguna posada a lo largo del camino o incluso una pequeña choza destartalada, creo que me vendría bien un poco de descanso.

Un hombre no necesitaba ser filósofo para comprender de qué se trataba. Y después de seis varones y seis hembras, tenía que ser un cabeza de alcornoque para no darse cuenta de lo que se avecinaba.

De modo que ordenó al hijo mayor, Vigor, que se adelantara y echara un vistazo al camino.

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