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Orson Card: El septimo hijo

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Orson Card El septimo hijo
  • Название:
    El septimo hijo
  • Автор:
  • Издательство:
    Ediciones B
  • Жанр:
  • Год:
    1990
  • Город:
    Barcelona
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-406-1269-9
  • Рейтинг книги:
    4 / 5
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El septimo hijo: краткое содержание, описание и аннотация

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Inicios del siglo XIX. Un Norteamérica alternativa en la que la magia y los conjuros del folklore popular son efectivos y en la que las colonias americanas no se han independizado todavía de la corona británica gobernada todavía por el lord Protector y cuyo rey está exiliado en Carolina del Sur. Un mundo en el que los pieles rojas se encuentran con los colonos que parten hacia el oeste. En ese mundo rural, mágico y complejo, transcurren las historias de Alvin (séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón) llamado por la magia de su prodigioso nacimiento y las circunstancias que en él concurren, a poseer un don poco corriente, el de ser un Hacedor. Ello le enfrenta, incluso sin él saberlo a los poderes aniquiladores del Deshacedor. Sólo logrará sobrevivir y cumplir su misión con el uso de su excepcional don si llega a dominar su poder y evade las fuerzas ocultas que buscan su muerte antes de llegar a la edad adulta.

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Se podía saber que venían de Nueva Inglaterra en que el joven partió sin escopeta. De haber habido un piel roja, jamás habría regresado, y el hecho de que volviera con la cabellera intacta daba cuenta de que ningún indio lo había descubierto. Los franceses del norte, en Detroit, pagaban los cueros cabelludos ingleses con licor, y si un piel roja veía un hombre blanco solo en el bosque y sin arma, éste podía dar por perdida su cabellera. Alguien podría haber pensado que la suerte estaba con ellos, después de todo. Pero como estos yanquis no tenían idea de que el camino pudiera ser peligroso, Alvin Miller no pensó ni por un momento en su buena fortuna.

Vigor dijo que había una posada a unos cinco kilómetros. Era una buena nueva, salvo que entre ellos y la casa se interponía un río. Era un río escuálido, de vado poco profundo, pero Alvin Miller había aprendido a no fiarse nunca del agua. Por inofensiva que parezca, crecerá y tratará de llevarte.

Estuvo tentado de decir a Fe que pasarían la noche de este lado del río, pero la mujer lanzó un débil quejido, y entonces supo que no tenían alternativa. Fe le había dado doce hijos vivos, pero habían pasado cuatro años desde que naciera el último, y muchas mujeres tenían dificultades en dar a luz después de tanto tiempo. Muchas morían. Una buena posada significaba comadronas que podían ayudar en el alumbramiento, de modo que tendrían que cruzar las aguas.

Y además, Vigor había dicho que el río no era gran cosa.

Capítulo 3

LA CASA DEL MANANTIAL

En la casa del manantial el aire era fresco y cargado, oscuro y húmedo. A veces, cuando Peggy echaba una siesta en el lugar, despertaba boqueando, como si todo el sitio estuviese bajo las aguas. Soñaba con agua aun cuando no estuviese allí, lo cual hacía decir a algunos que la niña no era una «tea» sino una «hidromántica». Pero cuando soñaba al aire libre siempre sabía que estaba soñando. En la casa del manantial, en cambio, el agua era real.

Real, en las gotas que se condensaban como sudor sobre los jarros de leche dispuestos en la corriente. Real, en la arcilla fría y húmeda del suelo de la casa. Real, en los borbotones que parecían provenir del arroyo que atravesaba las tierras de la casa.

El agua, que la refrescaba durante todo el verano, surgía de la colina y serpenteaba hasta el lugar. Durante todo su curso corría bajo la sombra de árboles tan añosos que la misma luna se entretenía en pasar por entre sus ramas sólo para escuchar algún buen cuento de los de antes. Por eso Peggy siempre iba a la casa, aun cuando Papá no la hubiera regañado. No era por la humedad del aire. Sin eso podía arreglárselas. Era por la forma en que el fuego se alejaba de ella y ya no necesitaba ser una tea. No tenía que mirar todos los sitios oscuros en que los demás se ocultaban.

Se ocultaban de ella, como si fuera a servirles de algo. Trataban de esconder en algún rincón oscuro lo que más les disgustaba de sí mismos, pero no sabían cómo ardían esos sitios oscuros ante los ojos de la pequeña Peggy.

Era tan pequeña que todavía escupía la papilla de maíz con la esperanza de que le dieran el biberón. Y sin embargo, ya conocía todas las historias que ocultaban los que vivían a su alrededor. Veía los fragmentos de su pasado que más deseaban poder enterrar, y veía los fragmentos más temidos de sus futuros.

Y por eso le agradaba venir a la casa del manantial. Allí no tenía que ver todas esas cosas. Ni siquiera a la señora del recuerdo de Papá. Allí no había más que el aire oscuro, cargado y húmedo, que extinguía el fuego y atenuaba la luz para que ella pudiera ser —aunque sólo por unos minutos al día— una niñita de cinco años con una muñeca de trapo llamada Bugy y no tuviera que pensar en los secretos de los adultos.

No he salido torcida, se dijo. Una y otra vez, pero no dio resultado porque sabía que no era cierto. Muy bien, se dijo. Salí torcida. Pero me enderezaré. Diré la verdad, como quiere Papá, o no diré nada.

Pero aun con sólo cinco años, la pequeña Peggy sabía que si mantenía esa promesa más le valdría callar.

De modo que no dijo nada, ni siquiera para sus adentros. Se echó sobre una mesa húmeda y cubierta de verdín. Sostenía a Bugy en una mano con tal fuerza que bien podría haberla estrangulado.

Clin, clin, clin.

La pequeña Peggy despertó y se enfureció un instante.

Clin, clin, clin.

Se enfureció porque nadie le dijo: Peggy, niñita, ¿no te importaría que pidiéramos a este joven herrero que se instalara aquí verdad?

No, Papá, habría dicho si se lo hubieran preguntado. Sabía lo que significaba tener un herrero. Significaba que la aldea prosperaría y que vendrían viajeros de otros lugares, y si había viajeros habría comercio, y entonces la inmensa casona de su padre sería una hostería en el bosque, y donde hay una hostería en un bosque todos los caminos tuercen para pasar por el lugar, si no está muy lejos. La pequeña Peggy lo sabía todo, como los hijos de los granjeros conocen los ritmos de la granja. Una posada cerca de un herrero sería una casa próspera. Por ello habría dicho: claro que sí, que se quede. Dadle tierras, hacedle una chimenea de ladrillos, no le cobréis la comida, ofrecedle mi cama, aunque yo tenga que vérmelas con el primo Peter, que no deja de espiar por debajo de mi camisón. Lo soportaré todo, mientras no se quede cerca de la casa del manantial. Pues si no, cada vez que quiera estar sola con el agua, tendré que escuchar ese clang, fshh, clin todo el tiempo, y ver el fuego que se eleva hasta ennegrecer el cielo y oler el carbón ardiente. Eso bastaba para que cualquier hijo de vecino quisiera remontar el arroyo hasta las montañas con tal de conseguir un poco de paz.

Desde luego, el arroyo era un buen sitio para alojar al herrero. Menos en el agua, podía instalar su herrería donde le viniera en gana. El hierro le llegaba en los embarques que provenían de Nueva Holanda, y el carbón… bueno, había infinidad de granjeros dispuestos a trocar carbón por una buena herradura. Pero lo que el herrero necesitaba y nadie podía darle era agua, conque desde luego lo pusieron al pie de la colina de la casa del manantial, donde su clin, clin, clin la despertaba y reavivaba su fuego, en el único lugar donde antes podía contenerlo y dejar que se convirtiese casi en frías y húmedas cenizas.

Rugió el trueno.

En un segundo se encontró en la puerta. Debía ver el relámpago. Llegó a vislumbrar la última sombra de la luz, pero sabía que vendría otro. No debía de haber transcurrido mucho tiempo desde el mediodía, ¿o había dormido todo el día? Pero con esos nubarrones grises y panzudos no podía saberlo. Bien podría ser casi la hora del crepúsculo. El aire parecía estremecerse por los relámpagos contenidos, a punto de descargar. Conocía esa sensación, sabía que el rayo caería cerca.

Miró hacia el establo del herrero para ver si seguía lleno de caballos. Así era. Las herraduras no estaban terminadas, el camino se volvería fangoso y el granjero y sus dos hijos que venían de West Fork tendrían que quedarse allí. No tenían la menor posibilidad de regresar con esa tormenta. Los rayos amenazaban con incendiar el bosque o arrojarles un árbol encima, o incluso abatirse sobre ellos mismos y dejarlos muertos en círculo, como aquellos cinco cuáqueros de quienes tanto se hablaba aún, y eso que había sucedido en el noventa, cuando llegaron los primeros blancos que se afincaron en el lugar. La gente seguía hablando del Círculo de los Cinco y todo eso, y algunos se preguntaban si Dios no los habría castigado desde arriba para cerrarles la boca a esos cuáqueros como nadie más podría haber hecho, y otros se preguntaban si Dios no se los habría llevado al cielo como al primer Lord Protector Oliver Cromwell, que murió fulminado por un rayo en el noventa y siete y desapareció.

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