Juan Gomes Soto - Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl

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Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando el 18 de febrero de 1518 doblaban el cabo San Antonio, allá en Cuba, abandonando la seguridad de un hogar, ninguno de aquellos intrépidos aventureros sabían lo que iban a encontrar en su caminar hacia la conquista de uno de los imperios más grande de la recién descubierta América. Su valentía, su ambición y su fe les guiaban por unas tierras totalmente desconocidas y pobladas por hombres aguerridos en la defensa de su tierra.
Después, con el tiempo, alguien apagó la luz de la historia y la oscuridad ocultó la relación de esos hechos. Hoy se ha encendido y los personajes y los momentos que ocurrieron en aquella conquista deben salir para rendir homenaje al hombre que capitaneó aquel grupo de valientes que consiguieron para España la mayor gesta que se recuerda.

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—No sé de qué me preguntáis —negué distraídamente poniendo cara de circunstancia, aunque en mi interior una sonrisa burlona adornaba esa mentira. Tenía miedo de que mi verdad se viese reflejada en mis ojos, pues aquel día brillaban con una luz muy especial, signo del deseo y del amor que salía de mi cuerpo a borbotones.

—¡Vamos, Hernán! Que todos sabemos cómo os las gastáis con las damas. Os vimos que hablabais en el patio con ella —apuntó, terminando con una gran risotada.

—En este lance os equivocáis —añadí, tratando de capear el temporal de aquellos dicharacheros, y viendo cómo se tornaba la ocasión, mucho tendría que cuidar de que no me descubrieran, pues echarían a perder mi empresa.

—Pues qué hacemos esta noche, señores. No tenemos caudales para irnos a una mancebía y el cuerpo ya nos va pidiendo un poco de jarana. —Alguien cortó la intromisión en mi empresa, y yo, dentro de mi alma, le agradecí aquel quite.

—Vayamos a los extrarradios a ver si hay suerte y encontramos a alguna que nos lo haga gratis.

Todos rieron la ocurrencia del compañero de jarana.

—Hecho. Esta noche nos reuniremos aquí y después partiremos —propuso uno de ellos.

—Lo siento, amigos, pero yo no puedo asistir a ese banquete —me disculpé serio—, tengo un compromiso muy importante y he de asistir sin falta.

—¿Con hombre o mujer? Contestad.

De nuevo un coro de carcajadas.

Por unos instantes dudé si contar la verdad debido a que todos esperaban mi respuesta con ansiedad y no sabía lo que responder.

—¡Mujer! —grité viendo la cara de expectación que todos ofrecían.

—La mujer del comerciante, ¿verdad, truhan? —Volvían a la carga en busca de una confesión que yo no estaba dispuesto a dar.

—No. No sabéis quién es. La he conocido esta mañana en la catedral. —Mi mentira a medias me podía salvar, así que continué narrándoles aquella historia sin especificar quién era la dama.

—Vaya, ¿y cómo es que vos acudíais a la catedral esta mañana? ¿Desde cuándo os habéis vuelto tan devoto? —formuló solemnemente uno de los comensales, el cual, pasado un tiempo, vislumbraba en su porvenir que algún día tomaría los hábitos de san Francisco.

—Ha sido un casual. Caminaba por la plaza de los Canónigos cuando vi a una hermosa joven que marchaba con su criada camino de la catedral. Decidí seguirla y cuando comprobé lo hermosa que era, no dudé ni un instante en abordarla. Había entrado para escuchar misa y yo, ya sabéis, no me detengo ante nada ni ante nadie cuando he de conquistar a una dama, y si es hermosa mejor. El resto, os lo podéis imaginar. Esta tarde ha quedado en salir de su casa, con su acompañante, claro está, y yo me incorporaré al paseo. Y esa es toda la historia, señores. Lo que ocurra después, solo Dios lo sabe.

La tertulia acabó y todos nos marchamos, cada cual a su cubil en busca de un descanso para atacar la noche con buen pie. En Sevilla las noches ofrecían siempre un campo hermoso para las diversiones y para las conquistas, aunque yo ya tenía una plaza por ganar, no podía causarme mayor diversión, en mi interior, el saber que mis compañeros me daban por acompañante de una joven dama desconocida, cuando en realidad yo estaría en el lecho de doña Ana.

Las campanas de la catedral sonaron, meditabundas, dando las diez de la noche. Impaciente, rondaba la casa oculto en la penumbra, miraba al cielo por si encontraba alguna señal; solo las sombras de la noche que avanzaba me acompañaban. Dudaba ante mi aventura, pero mis deseos de conquistas eran tan grandes que aún superaban a mi excitación que no me permitía distinguir a una sombra de un viandante. En todas ellas esperaba encontrar al marido de doña Ana acercarse hacia mí y, que con su espada, atravesara mi pecho. Aquel presagio pudo acabar en realidad. Todavía con ese temor, mis deseos se impusieron y ataqué de forma impetuosa la fortaleza. Nada me haría desistir en mi conquista. Mis deseos de gloria estaban en firme resolución de avanzar con fe. Era mi naturaleza la que me impulsaba, la que me llevaría por los confines del mundo en mis conquistas futuras.

El portalón apenas se resistió. Traspasé aquel vejestorio portal y volviendo a poner el tranco en su sitio avancé por el patio trasero de la casa. Tal como me había advertido doña Ana, me encontré con el cobertizo donde estaban las cuadras de los animales que, al oír los pasos de un extraño, se inquietaron y bufaron. Con todos mis sentidos en alerta avancé unos pasos y al finalizar el cobertizo giré y me topé con la escalera que me había indicado. La luna iluminaba mi camino. Miré hacia arriba y encontré la ventana que estaba medio abierta. El paisaje parecía despejado. Empecé a subir por la escalera mirando al cielo para no despertar a ningún santo que esa noche estuviese de guardia, no quería molestar a nadie, para que así nadie me molestase a mí.

Llegué a la altura de la ventana y suavemente empujé la hoja. Miré hacia el interior y la oscuridad no me permitía distinguir nada. En el interior de aquel reciento la negrura era total. Con suavidad alcé mi pierna y me apoyé en el alfeizar de la ventana, un pequeño escorzo y mi cuerpo ya estaba dentro de la habitación. Nuevamente miré y casi no distinguía muebles o persona. Solo el silencio reinaba en el ambiente. Trataba de adaptar mi vista a la oscuridad, no quería tropezar con algún mueble y despertar a la madre del amo.

En un rincón de la estancia, unos ojos brillantes delataron la presencia de aquella mujer hermosa, y segundos después, una voz muy dulce y templada, en tono muy bajo, me susurró.

—Habéis tardado mucho en conseguirlo, mi joven poeta. Guardad silencio, por Dios. Estáis haciendo mucho ruido.

Al reconocer su voz supe que estaba con seguridad en los aposentos de doña Ana, la cual me aconsejó que no hablase y que me quitase las ropas. Su voz delataba el deseo escondido en su cuerpo.

Al oír aquellos consejos no dudé ni un instante; sus deseos me contagiaron. Me desnudé cual rayo y a tientas me acerqué hasta el borde de su cama, levantando las sábanas me metí con sumo placer.

Esas sábanas olían a azahar, por unos instantes recordé el olor de mi casa en Medellín, otro mundo eran las de mi jergón en la posada, donde me alojaba, y sentí un arrebato de vergüenza. Poco después sentí el cuerpo de aquella mujer que latía con sofoco. Alargué mi mano y rocé su cuerpo que se estremeció al sentirlo. La noche presagiaba la tormenta que estaba a punto de desarrollarse en esa habitación.

—Creo que la poesía no está reñida con el baño, mi joven poeta. Oléis un poco a verdulero de la plaza de San Francisco —comentó sonriendo la señora.

—Perdonadme, señora mía, pero ni el tiempo lo aconsejaba ni el agua me esperaba.

Yo, que poco a poco ya me había perdido por el interior de las sábanas, no tenía mucho tiempo para hablar de limpieza ni otras zarandas de aquel tipo. Mi cuerpo se había puesto en tensión y acariciaba el suyo con avaricia. Quería llegar a todos los rincones de su cuerpo a la vez, acariciar sus senos, sus muslos y, además, besar sus hermosos labios. El frenesí se apoderó de mí y me vi envuelto en un torbellino de deseos que hacían que no pudiera frenar ese ímpetu. La tomé y la poseí, y ese deleite me llevó por la senda del paraíso.

Después de un breve descanso, durante el cual nos reponíamos del primer ataque, el sudor y el fulgor de la batalla la habían descompuesto, se abrazó a mi cuerpo y al sentir su roce se despertaron mis sentidos, que estaban alertas, pues bien sabía que una batalla había terminado, pero no así la guerra que continuaba.

La noche se me ofrecía interminable, pues la lucha, cuerpo a cuerpo, se me antojaba dura; doña Ana no daba tregua. Su cuerpo llevaba mucho tiempo deseando el placer del amor, pues con su esposo no lo practicaba con demasiada frecuencia, y exigía todo mi esfuerzo para su satisfacción. Pronto el cansancio aconsejó una tregua. Mi cuerpo estaba exhausto, y aunque no quería detener mis ansias de placer, pedía un descanso. Pero la noche se había marchado silenciosa y nosotros enfrascados en los lances del amor no nos habíamos dado cuenta de ello.

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