Rafael Jiménez Cataño - Razón y persona en la persuasión

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La demostración y el razonamiento formal pueden gozar de validez en sí mismos, sin referencia a un destinatario. En cambio, la validez de la argumentación no se puede estudiar en su integridad sin conocer al público al que se dirige, sin saber qué significa para el hablante y para el interlocutor, sin saber nada de las circunstancias en las que la argumentación tiene lugar.
La verdad es débil al menos en dos aspectos, muy evidentes: a) es posible tener la verdad sin poder hacerlo valer (¿cuántas veces hemos vivido la experiencia de tener razón y que no nos crean?); b) con la verdad se puede engañar, corromper, maleducar: la mejor desinformación suele ser la que dice sólo verdades.
Se dice que al final la verdad vence siempre. Yo estoy convencido de que es así, y Aristóteles asegura que «la verdad y la justicia son por su propia naturaleza más fuertes que sus contrarios». Sin embargo, si no queremos esperar al juicio final hay que anticiparle vigor a la verdad. Los dos aspectos de su debilidad nos conducen de la mano a la noción aristotélica de retórica, la «facultad de descubrir lo que es adecuado en cada caso para convencer», que a mí me gusta reformular como sigue: el arte de hacer que la verdad parezca verdadera. ¡No es poco arte! ¿Qué no daría un padre por la capacidad de presentar a sus hijos las cosas de tal manera que éstos las vean del modo adecuado? ¿Qué no daría un maestro? ¿Qué no daría alguien que se dispone a declarar su amor?

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se logra no sólo por vía racional, sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma. La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos y expresivos.5

Se trata de “la verdad misma de la persona: lo que ella es y lo que manifiesta de su propio interior”.6 A esta verdad sólo se accede por el contacto auténticamente personal, que va más allá del contenido cognoscitivo que se puede trasmitir. Sin ese elemento –la verdad de la persona–, el martirio sólo podría testimoniar la capacidad humana de adhesión a una idea. Muchos lo verán así, es verdad. Algunos de ellos, porque no cuentan con los recursos necesarios para compartir el horizonte que puede iluminar la acción de quien sufrió martirio; otros, porque han decidido inhibir su capacidad de reacción al testimonio que se les ofrece. Pero cuando los recursos están allí y uno no se cierra, no puede dejar de crearse una sintonía, misteriosa y al mismo tiempo poderosa, porque el mártir “dice lo que nosotros ya sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de expresar”.7

4.3. Valor de la confianza

El sentido crítico es humanamente vital y no se debe descuidar en la educación. No pertenece a ella como un contenido –al modo de civismo o geografía– sino como parte de su esencia. Lo que es deplorable es el criticismo hipertrofiado, del que tanto adolece la mentalidad moderna. Éste limita la libertad igual que la carencia de todo sentido crítico. Quien trabaja en el campo de la educación conoce lo lamentable de ambos extremos. “¡No lo afirmes sólo porque lo dije yo!”, se le insiste al alumno excesivamente sumiso; pero no está menos falto de libertad quien requiere de la exhortación contraria: “¡No deseches el dato sólo porque lo dijo otro!”.

Hay un tema en mis cursos que puntualmente me acarrea protestas. Es una explicación de dos extremos en la concepción de la verdad, el relativismo y el fundamentalismo.8 Yo ya sé de antemano que nunca faltará alguien que me tome por relativista y tal vez arme revuelo. Hace tiempo, al final de un curso, una alumna escogió espontáneamente ese tema para comenzar su examen. Me extrañó, y me esperaba un diálogo difícil, porque por su manera de ser me la había figurado entre las personas que impugnarían mi modo de exponer la cuestión. Vaya sorpresa: su exposición fue espléndida y, por mucho que la puse a prueba –pues no daba crédito a mis oídos–, ella demostraba haber hecho propio el tema y argumentaba con medios que no había recibido a la letra en mis clases. Al terminar le pregunté: “¿Nunca pensó que yo estaba defendiendo el relativismo?, ¿que les estaba proponiendo una noción de verdad demasiado subjetiva?”. Respondió: “No, porque yo confiaba en usted”. Yo no sé cómo me había ganado su confianza, pero el resultado fue una exposición más brillante que la de otros de quienes hubiera esperado más. Y lo que expuso era conocimiento suyo, no mío.

“No se ha de olvidar que también la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un diálogo confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a veces rodea la investigación especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos antiguos, quienes consideraban la amistad como uno de los contextos más adecuados para el buen filosofar.”9

* * *

Sobre estos recursos de relación con la verdad y con las personas, véase Franca D’Agostini, “Logica, erística ed educazione alla verità”, Eris, 2017, 2(1), pp 26-42 [en línea], disponible en , consultado el 17 de abril de 2020.

1Juan Pablo II, Fides et ratio, núm. 31.

2Juan 4, 42.

3Fides et ratio, núm. 32.

4Cfr. Retórica, I, 2, 1356a.

5Fides et ratio, núm. 33.

6Ibid., núm. 32.

7Ibidem.

8Como se expuso en los capítulos anteriores.

9Ibid., núm. 33.

5. El valor crítico de la confianza*5

La encíclica Fides et ratio ofrece un abundante material de recursos dialécticos,1 con la riqueza añadida que llevan consigo nociones gnoseológicas, teológicas y antropológicas a las que el tema del documento obliga a recurrir. El acento que la Ilustración pone en el valor que tiene “pensar con la propia cabeza”2 inclina a la convicción –un lugar común bastante difundido– de que quienes en su propia vida cuentan con una revelación, y por tanto con la validez de una creencia, no aprecian el conocimiento por evidencia inmediata.

5.1. Valor de la evidencia inmediata

La realidad es otra. Basta pensar en el pasaje evangélico del encuentro de Jesús con la samaritana, mencionado en el texto anterior, donde es evidente que se considera un progreso haber pasado del conocimiento por el testimonio de aquella mujer al conocimiento por experiencia personal. Y también en el Antiguo Testamento leemos: “El incauto cree todo lo que le dicen, pero el prudente vigila sus pasos”.3 Un breve repaso de las diversas traducciones confirma la contraposición incauto/prudente en los mismos términos del pasaje evangélico, es decir, en una valoración muy positiva del sentido crítico en contraste con la credulidad, para la que los términos usados están lejos de ser benévolos. Las parejas de términos son, en efecto: incauto / prudente, simple / prudente, simple / avisado; ingenuo / prudente, ingenuo / accorto, scemo / prudente; innocens / astutus; naive / sensible, simple / prudent; Alberner / Witziger, Unerfahrener / Kluger, Unverständiger / Kluger…

Este sentido crítico, sin embargo, no es sólo pasar de la aceptación de un testimonio al conocimiento personal del hecho. Aceptar lo que otro me dice no es sólo una fase que se debe superar completamente, sino un elemento vital del conocimiento que ya es mío y del conocimiento que voy a alcanzar después. En palabras de la Fides et ratio:

La creencia con frecuencia resulta más rica desde el punto de vista humano que la simple evidencia, porque incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las posibilidades cognoscitivas, sino también la capacidad más radical de confiar en otras personas, entrando así en una relación más estable e íntima con ellas.4

5.2. Creer para comprender

En el sistema de la retórica aristotélica es aquí donde se coloca el papel del ethos como medio de persuasión. El término se traduce como carácter o credibilidad. Una exposición clara y bien argumentada puede ser simplemente ignorada si no hubo un ethos que llamara la atención del interlocutor, el cual no ha escuchado siquiera o bien ha escuchado con sospecha. Una formulación bien conseguida de la naturaleza de la buena voluntad (parte integral del ethos) la ofrece Benedicto XVI: “…esa benevolencia inicial, sin la cual no hay comprensión posible”.5

El ethos tiene una función persuasiva y en la retórica de Aristóteles pertenece al retor, no al interlocutor (para el cual desarrolla la noción de pathos). Sin embargo, Benedicto XVI se refiere a la simpatía del lector, que es la buena voluntad del interlocutor, y por tanto, aunque de parte de quien escribe hay un interés persuasivo, de parte de quien recibe se trata de una función hermenéutica: el anticipo de simpatía ayuda al lector a entender lo que lee.6

Desde un punto de vista metodológico hay diversas nociones que corresponden a este fenómeno, de las cuales tal vez la más conocida es el “principio de caridad” introducido por Wilson7 y desarrollado posteriormente por Quine y Davidson, que en sustancia consiste en el imperativo de presuponer sensatez en el interlocutor para poderlo entender, hasta el momento en que quedara claro, si ése fuera el caso, que él se equivoca o no es muy razonable.8

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