Rafael Jiménez Cataño - Razón y persona en la persuasión

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La demostración y el razonamiento formal pueden gozar de validez en sí mismos, sin referencia a un destinatario. En cambio, la validez de la argumentación no se puede estudiar en su integridad sin conocer al público al que se dirige, sin saber qué significa para el hablante y para el interlocutor, sin saber nada de las circunstancias en las que la argumentación tiene lugar.
La verdad es débil al menos en dos aspectos, muy evidentes: a) es posible tener la verdad sin poder hacerlo valer (¿cuántas veces hemos vivido la experiencia de tener razón y que no nos crean?); b) con la verdad se puede engañar, corromper, maleducar: la mejor desinformación suele ser la que dice sólo verdades.
Se dice que al final la verdad vence siempre. Yo estoy convencido de que es así, y Aristóteles asegura que «la verdad y la justicia son por su propia naturaleza más fuertes que sus contrarios». Sin embargo, si no queremos esperar al juicio final hay que anticiparle vigor a la verdad. Los dos aspectos de su debilidad nos conducen de la mano a la noción aristotélica de retórica, la «facultad de descubrir lo que es adecuado en cada caso para convencer», que a mí me gusta reformular como sigue: el arte de hacer que la verdad parezca verdadera. ¡No es poco arte! ¿Qué no daría un padre por la capacidad de presentar a sus hijos las cosas de tal manera que éstos las vean del modo adecuado? ¿Qué no daría un maestro? ¿Qué no daría alguien que se dispone a declarar su amor?

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En 2008 expuse estas ideas en un congreso sobre controversia y poco después leí una nota periodística que hablaba, al referirse a mi ponencia, de “el pequeño Bin Laden que todos llevamos dentro”. Hay que reconocerle eficacia expresiva al reportero (trabajar en una facultad de comunicación me ha dotado de mangas muy anchas sobre la “verdad periodística”), pero si quiero ser riguroso me parece un fracaso expositivo de mi parte, pues no todo fundamentalismo es violento. Pasar del microfundamentalismo al microterrorismo es como pensar que los hombres de dimensiones reducidas viven en países de dimensiones reducidas (inferencia que sí tiene sentido cuando se habla de ropa, aunque no sea válido para cualquier prenda).

Puede ser que haya algún mecanismo psicológico por el que sea natural que uno trate de hacer valer las propias convicciones, que sea frecuente hacerlo con firmeza y que en casos extremos se recurra a la fuerza. No es ése mi tema. El mecanismo del que hablo es sólo un modo de organizar los conocimientos y de comunicarlos, es una cuestión de economía y de claridad. Según la entidad de la materia y su relevancia, cuando el mecanismo se corrompe la convicción se puede convertir en una simple idea fija, en una manía o de plano en un declarado fundamentalismo. La simplificación tiene una finalidad práctica, que no anula la riqueza del asunto en sí mismo. Si eso se pierde de vista, se cae en una vil pobreza, cognitiva y lingüística; de lo contrario, sea bienvenido el microfundamentalismo.

* * *

Sin tocar expresamente la noción de microfundamentalismo, en este trabajo exploré el aspecto subjetivo de los criterios de valoración y su consiguiente “relativa absolutización” por motivos prácticos: “What is Persuasive in the Old and the New?”, International Journal of Cross-cultural Studies and Environmental Communication, 2014, 1(1), pp. 9-19 [en línea], disponible en , consultado el 17 de abril de 2020.

1Con la experiencia de los últimos años, yo ahora no usaría este término, ya que hay vocablos recientes que usan el prefijo “micro” de otra manera. Por ejemplo, cuando se habla de “micromachismo” se entiende que se trata de verdadero machismo. Aquí, en cambio, la tesis es que el microfundamentalismo no es fundamentalismo.

2Cfr. Juan Pablo II, Fides et ratio, núm. 51.

4. Lo personal de lo interpersonal*4

La persona es una realidad tan rica, tan misteriosa, tan profunda, que nada tiene de extraño que sus perfiles propios se nos escapen ora aquí, ora allá. Los vivimos con cierta naturalidad, al paso que los negamos con la palabra o los atribuimos a lo que no tiene carácter de persona.

En los últimos tiempos el mundo informático ha contribuido no poco a esta difuminación de lo específico de la persona. Donde hay algo que responde, y lo hace de un modo que reconocemos como inteligente, nos sentimos inclinados a pensar que es más o menos lo mismo. Digo “más o menos” porque hemos de reconocer que no es frecuente una declaración abierta de equivalencia entre una persona y un programa que responde. Aunque estos extremos se dan también, yo quisiera fijarme en el caso de quien distingue la radical distancia entre lo que es una persona y lo que no lo es, y sin embargo carece de plena conciencia de lo más característico de la persona.

4.1. Lo interpersonal en el conocimiento

El fenómeno consiste en entender lo interpersonal como interactividad, y nada más. Interactividad entre sujetos que llamamos personas, claro está, pero el hecho de ser personas es sólo un criterio de selección de los sujetos de la interactividad, sin que su índole determine en profundidad su relación. Esta reducción se da en diversos grados según las relaciones. En las afectivas, por ejemplo, el fenómeno me parece menor que en las cognoscitivas, aunque ciertamente no escasean los sustitutos cibernéticos (como fue el tamagochi, por poner un ejemplo de aspecto inocuo, hoy superado por numerosos programas que representan auténticos simuladores de la vida). Quisiera centrar la atención en las relaciones cognoscitivas, porque es en este campo donde quizá estamos más acostumbrados a funcionar así.

Cuando se habla de la riqueza del trabajo en equipo, si se tiene experiencia personal se suelen señalar las particularidades únicas de los miembros del grupo, las sorpresas que puede introducir una persona, imposibles de deducir de una metodología. Sin embargo, a la hora de formalizar la razón última por la que tal modo de trabajar es más eficaz que el del individuo aislado, es fuerte la tendencia a quedarse en un criterio cuantitativo: el de que cuatro ojos ven más que dos. No es falso, pero es pobre. No explica cómo los dos ojos que no son míos intervienen en el conocimiento mío. Puede tratarse, sí, de un llamado a que también yo vea lo que no había visto, pero obviamente no se puede hacer esto con todo. No es posible que el valor del relato de un viaje se alcance sólo cuando yo hago personalmente ese viaje. Incluso si lo hago, ¿no conserva un valor único el relato recibido? Después de todo, sigue siendo otro viaje.

Un pasaje de la encíclica Fides et ratio, muy relevante en mi opinión, desarrolla con detalle este punto. El hombre es un ser social, decir lo cual es casi lo mismo que atribuirle una índole cultural. Por su misma condición, no es nunca lo que nace, sino que ha de hacerse progresivamente, y esto no es posible en solitario: “Desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree”.1

Al hombre de la evidencia propia, el campeón del sentido crítico, del máximo rigor epistemológico, dan ganas de decirle que, después de todo, él es así por el contexto en que se formó, por factores, sí, complejos, y en los que no faltaron decisiones personales relevantes, pero que a fin de cuentas su rigor no se explica sin un contexto social.

No cabe duda de que la creencia –no saber por propia experiencia, sino por el testimonio de otro– se nos presenta como un conocimiento imperfecto. Incluso quien tiene en mucho el acto de fe valora la experiencia directa. Es una valoración que podríamos llamar evangélica, ya que el episodio de Jesús y la samaritana se concluye justamente con su formulación, en boca de los habitantes del mismo poblado de aquella mujer: “Ya no creemos por lo que tú nos has contado, pues nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es, de veras, el salvador del mundo”.2

Cuidado, sin embargo, con pensar que un esfuerzo por apreciar la creencia consiste en resaltar su valor de conocimiento –“limitado, sí, pero conocimiento al fin y al cabo”–, una especie de visión optimista: algo es algo. De ninguna manera. Se trata de descubrir un elemento positivo único del que carece el conocimiento por evidencia propia: la relación entre las personas, más allá de la comunicación de contenidos cognoscitivos.

El acto de confiar en otro posee una especificidad humana única y nos hace crecer como personas:

En efecto, la perfección del hombre no está en la mera adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste también en una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad. Al mismo tiempo, el conocimiento por creencia, que se funda sobre la confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el hombre, creyendo, confía en la verdad que el otro le manifiesta.3

4.2. Valor del testimonio

Aristóteles hace notar que para persuadir no suelen bastar los medios puramente racionales: decir proposiciones verdaderas y formular razonamientos correctos. Esto tiene que estar sostenido por las características personales de quien habla (su credibilidad) y, muchas veces, también por la sintonía anímica que quien habla consigue establecer con quien escucha.4 ¿Cuántas veces nos ha parecido poco probable un dato que, sin embargo, aceptamos plenamente porque quien nos lo comunicaba nos parecía digno de confianza? Por eso dice la encíclica que tal aceptación de una verdad

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