Ha pasado a la historia por su De locis theologicis , obra en la que trabajó durante veinte años, desde su estancia en Alcalá, y que, al fin, no pudo concluir, aunque se publicó poco después de su muerte tal como la había dejado. En el De locis plantea una cuestión capital para la discusión antiluterana: la jerarquía de los lugares teológicos, es decir, la ordenación, por su importancia, de los tópicos de los que se obtienen los materiales para la argumentación teológica. No habla, pues, de las fuentes de la Revelación, que es otro tema, que se discutirá ampliamente en Trento, aunque sin solución definitiva.
Cano sistematizó diez lugares teológicos, distinguiendo: dos lugares propios fundamentales : la Sagrada Escritura y las tradiciones de los Apóstoles; cinco lugares propios declarativos : la Iglesia Católica, los concilios, la Iglesia de Roma, los Padres de la Iglesia y los teólogos escolásticos; y tres lugares auxiliares : la razón, los filósofos y juristas, y la historia con sus tradiciones humanas.
Como ya se ha dicho, esta sistematización tiene algunos precedentes metodológicos en el estudio aristotélico de los tópicos y, sobre todo en la Summa theologiæ (I, q. 1, a. 8, ad 2) de santo Tomás. Aquino, en efecto, al estudiar el carácter argumentativo de la teología, había señalado varios niveles de argumentación: por la autoridad de la Escritura, según la autoridad de los doctores de la Iglesia y conforme a la autoridad de los filósofos. Es obvio que no concede la misma importancia a una autoridad que a otra. Melchor Cano sintió la necesidad de discutir con más amplitud el tema, primero como un comentario a la Summa theologiæ (en Alcalá) y después en un voluminoso infolio, que no pudo terminar. El De locis , escrito en un latín brillante y humanista, con maciza argumentación especulativa, buena base escriturística y de tradición, y una erudición rica, tuvo tanta aceptación, que dio nombre a una disciplina del curriculum teológico: la asignatura que ahora se denomina Teología fundamental.
Para la época en que Cano redactaba el De locis , Trento (1545-47) ya había determinado la «autenticidad» de la Vulgata de san Jerónimo y había declarado errónea la doctrina luterana de la «sola Scriptura». Esto le dio alas para desarrollar el tema de la tradición apostólica y analizar detenidamente los cauces por los que se trasmite y se expone tal tradición. Cano no descuidó analizar las peculiaridades que, con el tiempo y según los diversos lugares, se han adherido a la primitiva tradición, y que expresan, en definitiva, la forma particular de recibirla y de vivirla.
Muy importante, por adelantarse a su tiempo, es el libro XI del De locis , dedicado a la «historia humana». Considera de gran utilidad el argumento histórico como fuente de erudición y de cultura, y advierte, además, que muchas discusiones teológicas han girado en torno a un hecho histórico, lo cual resalta más todavía la importancia de la formación histórica para los teólogos. La historia profana contribuye así mismo a una exégesis verdadera de las Sagradas Escrituras. Pero no sólo esto; Cano subraya la importancia de la historia para interpretar correctamente las tesis teológicas de autores pasados, inscribiéndolas adecuadamente en su contexto temporal. Desde el punto de vista apologético, la erudición histórica es también destacable, porque, si bien la historia «se ha escrito no para probar sino para narrar, no hay duda de que demuestra, casi siempre probablemente y algunas veces incluso necesariamente» 67. A pesar de su gran admiración por el argumento histórico, Cano ignora, al menos en De locis , la condición histórica de la Revelación y, por consiguiente, el protagonismo de la historia en el desarrollo y evolución de la teología. Su libro XI de De locis se inscribe principalmente en el marco de la polémica antiluterana y, por ello, se interesa más en defender a la Iglesia de los reproches históricos luteranos, que en analizar cómo los artículos de la fe se explicitan a lo largo de la historia.
Las anteriores consideraciones nos sitúan en la perspectiva controversista de Cano. Los luteranos están evidentemente en el punto de mira de su De locis . Pero su intención no es sólo controversista o apologética. Hay en la obra de Cano un notable interés por lo que ahora denominaríamos «inculturación de la fe». Esto se advierte claramente, por ejemplo, en el libro décimo, donde trata acerca de la autoridad de los filósofos. No puede menos que volver la mirada a Orígenes alejandrino, que llevó a cabo un trabajo admirable de inculturación. Con todo, el modelo de esa inculturación es el apóstol san Pablo, en su famoso discurso a los atenienses (Act. 17:28).
También le interesa, y mucho, la argumentación filosófica (como momento interior de la teología), pues conoce las polémicas de escuela, desatadas por las censuras de 1277, que tanto dificultaron el diálogo entre teólogos. Por ello se pregunta: ¿qué argumentos filosóficos tomados de la gentilidad son realmente útiles para los teólogos?
Según Cano, la primera consideración es mirar al consenso de los filósofos. La unanimidad de los sabios antiguos supone la primera condición a la que debe atender el teólogo. «Son, pues, certísimos los postulados comunes de los filósofos; y no es lícito apartarse de aquéllos, si todos consienten en ellos» 68. Finalmente, conviene reseñar que no faltan en el De locis algunas críticas a la autoridad de Aristóteles, motivadas —como se advierte por el contexto— por las desviaciones doctrinales de los averroístas italianos (aristotélicos heterodoxos), censuradas en el V Concilio Lateranense (1513). Formula esos reparos, a pesar de las diatribas de Lutero contra Aristóteles y la metafísica en general.
D) DOMINGO DE SOTO
El dominico Domingo de Soto (1494-1560) fue el teólogo más influyente de la primera generación salmantina. Además de gran jurista, fue un excelente dogmático y un buen moralista. Siguiendo la estela de su maestro Vitoria, se ocupó de muchas cuestiones prácticas, ofreciendo soluciones cristianas a problemas difíciles de la vida política y social de su época. También, y a pesar de su carácter retraído, tuvo que sostener duras polémicas, con Ambrosio Catarino (1484-1553) y con otros teólogos del momento, y fue comisionado por la Universidad de Salamanca para resolver complejas cuestiones, como comprar grano para solventar las hambrunas que periódicamente azotaban la vida universitaria, por causa de las malas cosechas.
Su sincera conversión al tomismo, probablemente de la mano de Vitoria, cuando los dos coincidieron en París, no pudo borrar por completo la huella del nominalismo alcalaíno en el que había sido educado. Esto se nota cuando trata la distinción entre el ser y la esencia, distinción que él consideró irrelevante y de menor interés. Como se sabe, la reacción contra el verbosismo (excesos de tecnicismos) y contra las «formalidades» escotistas había desembocado en un cierto escepticismo frente a las —según se creía— «excesivas» sutilezas del análisis filosófico. Temas tan importantes como la distinción entre esencia y esse , o como el principio de individuación, fueron considerados, por algunos tomistas del XVI, como cuestiones escolásticas de menor cuantía. De esta forma se deslizaron hacia un difuso eclecticismo. Esto, evidentemente, tuvo influencia en las elaboraciones teológicas, poco todavía en Soto y mucho en sus discípulos.
En el opúsculo De natura et gratia , editado durante su participación en el Concilio de Trento, sostuvo la eficacia intrínseca de la gracia, no tanto como premoción física, cuanto como predeterminación moral objetiva: «Dios no nos atrae como si fuésemos un rebaño [o sea, a la fuerza, físicamente], sino iluminando, dirigiendo, atrayendo, llamando e instigando».
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