La discusión acerca de la doble justificación y el «caso Carranza»
Como consta en las actas conciliares, la asamblea tridentina ofreció a los teólogos menores la ocasión de conocer de primera mano, es decir, en sus fuentes, la doctrina protestante. Y ocurrió entonces —como han subrayado Hubert Jedin y José Ignacio Tellechea ( vid . Bibliografía)— que la doctrina luterana sobre la doble justificación produjo en algunos una gran perplejidad. Parece que Bartolomé de Carranza (1503-1576), siendo todavía teólogo menor en Trento, fue uno de los que dudó al principio, pues la posición luterana de la doble justificación sólo parecía una radicalización de una tesis común bajomedieval. Así fue como, con ánimo de comprender la posición luterana y de acercar posiciones, algunos teólogos católicos distinguieron dos momentos en la justificación 74. Primero, la justificación o remisión objetiva de los pecados por la justicia de Cristo; y después, la positiva justificación por medio de la justicia inherente al alma. La primera sólo implicaría la preparación del alma por parte de Dios, en atención a los méritos de Cristo, con vistas a la segunda justificación; la segunda supondría la colación efectiva de la gracia santificante en el alma, por la cual somos hechos justos de verdad. Por la primera, Dios decidiría perdonarnos, a la vista de los méritos infinitos de la pasión de Cristo. Por ella, Dios nos haría capaces de ser santificados. Posteriormente vendría la efectiva realización de la santificación. Una cosa sería la remisión de los pecados y otra la santificación interna, de modo que se postulaba una situación intermedia sin pecado original, aunque sin gracia (he aquí un precedente de la noción de «naturaleza pura», sobre la que tanto se debatió años más tarde) 75.
La primera justificación, así formulada por algunos teólogos tridentinos, estaría más o menos próxima a la soteriológica del Reformador. Para Lutero, en efecto, Dios misericordioso nos justifica imputándonos los méritos de Cristo, exigiendo de nosotros sólo una respuesta confiada, es decir, la fe fiducial. Quedaría para un segundo momento, por así decir, la efectiva santificación; este segundo momento sería la real santificación, vinculada la glorificación o entrada en la bienaventuranza. La carta a los Romanos —leída unilateralmente por Lutero— parece favorecer este punto de vista, pues san Pablo insiste en que «no me avergüenzo del Evangelio […], porque en él se revela la justicia de Dios, pasando de una fe a otra fe [ex fide in fidem], según está escrito: ‘El justo vive de la fe’» (Rom. 1:16-17).
Sin embargo, y después de mucho cavilar, los teólogos tridentinos comprendieron el alcance de la cuestión discutida por Lutero, y así los padres conciliares votaron dos cánones que resultan inequívocos al respecto:
Si alguno dijere que los hombres se justifican o por la sola imputación de la justicia de Cristo o por la sola remisión de los pecados, excluida la gracia y la caridad que se difunde en sus corazones por el Espíritu Santo y les queda inherente; o también que la gracia, por la que nos justificamos, es sólo favor de Dios, sea anatema 76;
y el siguiente canon:
Si alguno dijere que la fe justificante no es otra cosa que la confianza de que la divina misericordia perdona los pecados por causa de Cristo, o que esa confianza es lo único con que nos justificamos, sea anatema 77.
No hay, pues, dos momentos en la justificación, ni en el sentido que pretendían los teólogos tridentinos al comienzo de los debates (una preparación previa para la gracia y una posterior y efectiva infusión de la gracia); ni en el sentido luterano (no imputación del pecado por la fe, sin la infusión de la gracia, y una posterior instancia, en que se nos infunde efectivamente la gracia santificante y somos hechos realmente justos intrínsecamente). El perdón y la elevación se producen en un único acto, aunque, quoad nos , se puedan distinguir como dos momentos distintos.
La Sagrada Escritura y las tradiciones no escritas
En el primer período tridentino se abordó también (en la sesión cuarta) el tema de la Sagrada Escritura y las tradiciones apostólicas. Era una cuestión capital, porque de su solución dependía todo lo demás; y era, asimismo, un problema que venía de lejos, como ha mostrado el historiador Heiko Augustinus Oberman ( vid . Bibliografía). Ya en el siglo XIV se hablaba de dos corrientes teológicas: por una parte, quienes sostenían que la revelación divina nos viene por una única fuente, o sea, la tesis de la sola Scriptura ; y quienes afirmaban dos fuentes, o sea, una tradición oral además de la escrita. Lutero se adhirió al principio sola Scriptura , tema después desarrollado con amplitud por Calvino y por otros evangélicos. Tal principio no aparece explícitamente en la Confessio augustana , aunque el párrafo último, que antecede a las firmas de los príncipes y autoridades que presentaron la Confesión al emperador Carlos V, indica que estuvo presente en el trabajo de Melanchthon y de los demás redactores:
Hemos decidido remitir por escrito estos artículos para exponer públicamente nuestra Confesión y nuestra doctrina. Si alguien la ha encontrado insuficiente, estamos dispuestos a presentarle una declaración más amplia, apoyada en pruebas tomadas de la Sagrada Escritura.
Trento quería corregir el principio sola Scriptura señalando la importancia que la tradición tiene en la Iglesia, y para ello empleó una expresión que entonces pareció suficiente, aunque habría de provocar nuevas discusiones más adelante:
Esta verdad y esta disciplina [promulgadas oralmente por Cristo, quien ordenó a los apóstoles predicarlas] han llegado hasta nosotros en los libros escritos y en las tradiciones no escritas 78.
Después de estudiar las actas de Trento, Josef Rupert Geiselmann ( vid . Bibliografía) afirmó que los padres tridentinos habían previsto inicialmente emplear la fórmula «parte en los libros escritos, parte en las tradiciones no escritas» ( partim… partim ), y que se inclinaron después por «y» ( et ): «en los libros escritos y en las tradiciones no escritas», queriendo expresar, con esta fórmula más genérica, que tanto la Sagrada Escritura como la tradición nos trasmiten la revelación divina.
En cambio, para Joseph Ratzinger ( vid . Bibliografía), los padres tridentinos se habrían limitado a sostener que revelar es una acción transeúnte, que exige un sujeto revelador, que es Dios, y un receptor de la revelación, que la puede conservar tanto por escrito como oralmente. La interpretación ofrecida por Ratzinger situaría a los teólogos tridentinos al margen de la ardua polémica sobre las fuentes de la revelación (si una o dos), que agitó la teología pretridentina y que continuó después de Trento. Ahora bien: ¿era esa realmente la pretensión de los teólogos tridentinos?
En mi opinión, la fórmula tridentina fue sólo una defensa de la teología católica ante el principio sola Scriptura , heredado del bajomedievo por los luteranos y radicalizado por éstos hasta el extremo. Frente a los reformadores, que decían sola Scriptura , los teólogos tridentinos afirmaron Scriptura et traditio , entendiendo con ello, no tanto que una u otra contienen toda la Revelación divina; sino más bien que la tradición custodia la Escritura y, a la luz de aquella, ésta se interpreta 79.
No obstante, la teología barroca postridentina leyó el decreto tridentino como si el concilio hubiese sancionado la teoría de las dos fuentes. Por eso, cuando algún uso eclesiástico no se hallaba expresamente testificado en la Escritura, podía justificarse a partir de la tradición: bastaba que algunos testimonios patrísticos o litúrgicos concordasen, para dar carta de naturaleza inspirada a esa práctica. Aunque la solución funcionaba, no era buena teología, como se advirtió siglos después.
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