[Gustavo Sainz - Compadre Lobo

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Compadre Lobo: краткое содержание, описание и аннотация

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Novela sobre la aventura de iniciación, del aprendizaje, festiva y dolorosa a un tiempo. El narrador participa como actor y autor al recuperar el pasado del grupo en general, y la figura de Lobo, el héroe urbano y nocturno, en particular. La noche le ofrece a Lobo la ocasión de descubrir sus neurosis y sus talentos. ¿Es el amor una batalla y los amantes frenéticos guerreros? Todavía es posible contar una historia de amor? En las noches de la ciudad de México, noches que generan sus propios peligros y sus nuevos mitos, dos hombres y una mujer se enfrentan, en una sucesión de vertiginosas escaramuzas, a todos los papeles que les ofrece una sociedad periclitada: amigos de infancia, compañeros de borracheras implacables y orgías sorprendentes, cómplices callejeros, esposos de develan su intimidad con desenvoltura poco común o picaros adúlteros, dueños de un cinismo y una ironía devastadora. A su alrededor un mundo de divertidas e inolvidables comparsas: la abuela de las doscientas enaguas, el boxeador que siempre perdía, el que bebía como campeón el librero emigrado, feroz y anticlerical, pero comprensivo y cómplice, el falsificador de arte prehispánico, el profesor de química, el pintor homosexual, el crítico de artes plásticas y las mujeres reales que se envuelven imaginarias. La narración se desenvuelven entre una épica lumpen y la frescura especulativa de un discurso dramático en un mundo que no es dramático. ¿Para que enamorarnos? ¿Es ley de vida la que nos exige estar enamorados? Esta novela propone algunas respuestas tan posibles como inimaginables.

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Siempre había niños lavando coches en esa calle, y en el Chivo Encantado bullicio de canciones y risas estridentes de docenas de choferes y amigos de los choferes que bebían cervezas. Había también una sinfonola, y cuando la abuela de las doscientas enaguas veía que alguien iba a ponerle una moneda, se acercaba retadora y autoritaria.

—A ver, ¿a cuál le vas a echar?

—Pues no sé…

—Échale al veinte, o al treinta y cuatro, y si no, pues mejor ni le eches porque te la desconecto…

Y si veía que algunos clientes empezaban a alzar la voz, iba y les recogía las cervezas.

—¡A la chingada, cabrones! Aquí no es cantina…

—No, señora, espérese, mire…

—Se me van todos inmediatamente, pero ya, no quiero hablar más.

—Pero, señora, es que…

—Yo con pinches borrachos no trato. ¡No hay más cervezas! ¿Entendido? Aquí no es cantina…

Los sacaba a empujones y malos tratos. Y si había algún taxista respondón, ya fuera por altanería o por borrachera, entonces intervenía Lobo.

—¿Qué te traes? —reclamaba ensombreciendo la voz.

—No, pues salte —retaba el tipo y desenvainaba un desarmador.

—Pues ya vas —respondía Lobo y tomaba la tranca.

A su alrededor crecía un mundo de murmullos: la calle hervía y allí estaba Lobo con una tranca de casi dos metros de largo y la expresión más feroz que podía conseguir… Titubeos, oscilaciones, incertidumbres… Los contendientes medían cada uno la fuerza del otro, acercándose y retirándose. Pero salía la abuela de las doscientas enaguas azuzándolos con una tea casi mitológica.

—A ver, pinches mugrosos, ¿cómo creen que se van a pelear con mi nieto? Ni que fuera igual a ustedes, pinches rateros…

Y dispersaba a la muchedumbre.

—¿Soy o me parezco? Qué ¿tengo monos en la cara?

Luego nos invitaba a entrar, lánguidos y despeinados.

—Órale, raza, échense unos taquitos de sopa ¿eh?

Pero nos gustaban más las mendozas. Ella misma se encargaba de ponerles carne en medio y doblarlas, condimentadas con cebolla, ajo y perejil.

—¿Le ayudamos con los doblajes? —proponía la prima del novio de mi cuñada.

Movíamos también las cajas de refrescos, separando las botellas vacías de las llenas.

—La Superior hasta arriba —dirigía la abuela de las doscientas enaguas—, y luego la Corona, sí. La Manzanita déjenla porque viene hasta pasado mañana —arrugaba la nariz, olisqueándonos, y regañaba—: Ya anduvieron con las pestilencias, desgraciados, me las van a pagar, van a acordarse de mí…

Una noche las muchachas del Java se presentaron a exigir un pago pendiente. Cruzaban una y otra vez, frente al Chivo, en busca de cualquiera de los amigos.

—Por ahí andan las pestilencias, hijos —advertía la abuela de las doscientas enaguas, un poco por avisar, un poco en son de reproche—. Miren nada más, párense un ratito allí afuera para que vean cómo dejan el jedor…

Amparo Carmen Teresa Yolanda empezaba a salir con Lobo, en parte mujer, en parte niña. Era esmirriada como un zancudo, pálida como sólo se puede ser en la adolescencia, pero de negro y entristecido mirar.

Invadía nuestros aquelarres.

—¿No han visto a Lobo?

—¿A quién?

—A Lobo.

—No, a ese buey ni lo conocemos…

—¿Se enojaron con él?

—Sí, con esos tipos no hacemos ronda…

—Con pendejos ni a bañarse —gritaba el que bebía como campeón, desde lejos.

—Pero por qué, ¿qué les hizo?

—No, no, pues para qué te vamos a decir…

—No, no podemos.

—¿Deveras se pelearon con él?

—Sí —escupía Sarro—, ese pinche ojete no vuelve a poner un pie en esta calle.

—Pero ¿por qué?

—Pues no te podemos decir porque eres nuestra amiga, luego hasta nos lo vas a agradecer…

—¿Qué fue lo que hizo?

—No, pues tú qué culpa tienes…

—Qué hizo, díganme qué hizo…

—No, pues son chingaderas ¿no? Qué ojete, digo, está bien que lo haga cuando no estás, pero nosotros somos tus amigos ¿no? ¿Por qué hace esas cosas delante de nosotros?

—¿Pues qué hizo? ¿Andaba con otra?

—No, no realmente, bueno, creo que no podemos decírtelo…

—¡Con la Bola de Humo!

—No, nada de eso…

—Sí, ella fue, por eso no me quieren decir ¿verdad? Siempre me anda viendo la cara. ¿Qué pensará que me chupo el dedo?

—Bueno, sí, pero no es como tú crees…

—Entonces ¿con quién fue?

—Bueno —terciaba el Ratón Vaquero—, la Bola de Humo realmente andaba por allí, pero eso es aparte…

—¿Cómo que es aparte?…

—Sí, es aparte. No es como tú crees…

—Pues díganme entonces, no sean desgraciados…

—Bueno —empezaba el Ganso—, mira, te vamos a contar todo, pero son chingaderas, porque Lobo es también nuestro cuate ¿verdad?, pero este, necesitamos quince pesos para ir al cine…

—Sí, se los doy, les doy lo que quieran —gemía.

—Bueno, y también necesitamos para el camión porque pensamos ir hasta el Balmori y está bien lejos. Y mira nada más cuántos somos.

—Está bien, les doy lo que quieran…

El Mapache reanimaba la hoguera casi exangüe.

A veces iba a visitar a Amparo Carmen Teresa Yolanda, aprovechando las ausencias de su madrastra. Me invitaba a cenar churros con chocolate y yo le hablaba de desnudeces voluptuosas y liberadoras fingiendo comentar el programa de televisión que divertía tanto a sus hermanas.

—¿Qué estoy pintada? —en tono de zarzuela—. Te he estado esperando toda la tarde…

Me inquietaba profundamente que ella, precisamente ella, fuera el objeto de mis deseos. Y me preguntaba si era su ser de carne y hueso lo que me atraía, o era su pésima suerte, sin padre ni madre, atrapada en una maquinaria castradora y atrozmente represiva, con hermanas hostiles y amigos ocasionales y anodinos. ¿Habría realmente algo entre ella y mi necesidad inquietante de amar y ser amado?

—¿Quieres azúcar?

Lo singular de su situación no ponía realmente su vida en peligro, sino sólo su integridad, sus posibilidades expansivas y su lujuria.

Su madrastra no la mataba cada día lentamente, pero la ensuciaba, la cargaba con miedos y ascos insuperables.

—Enderézala, que no está comiendo nada.

La más callada de sus hermanas le daba el biberón a la más pequeña, y al quitarle la mamila para reacomodarla, la hacía llorar furiosamente.

—Fíjate que Lobo me invitó a una bailada… —desatendiendo chillidos y angustias ajenas.

La niña sudaba al mamar y parecía sumergida en una intensa experiencia. Luego quedó amodorrada de satisfacción y se durmió. Parecía que soñaba en seguir comiendo: hacía movimientos de succión con la boca y toda su expresión denotaba felicidad.

—No debe tardar en venir por mí…

Nos animaba discutir las proposiciones de Lobo, caricias atrevidas o invitaciones grotescas que la abrían a juegos carnales y a un estado de ánimo más inquietante y estremecedor en el que no alcanzaba a precisar la naturaleza de sus deseos. ¿Y qué aprendería después de someterse cotidianamente a tentaciones sexuales? Buscábamos la respuesta hundiendo churros en el chocolate espesísimo: que ella sola no era nada, que el extravío sexual era una salida posible del hastío…

—Pero no la única, no me arruines —arriesgaba segura y satisfecha.

En efecto, la vida nos reservaba numerosas comunicaciones, pero nos atraían más que otras aquellas que nos ponían en juego volviéndonos penetrables el uno para el otro.

—Por ahora no me interesa más que ser una niña buena —murmuró con el timbre de feligrés apocado de su madrastra.

—La beatitud es intolerable —debí haber dicho en esa ocasión, pero no estaba habitado por otra idea que no fuera rasgar su vestido y acariciarla en la oscuridad del sótano o en la soledad de su cuarto de azotea. ¡No podía pensar!

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