—Ya déjenlo…
Lo arrastraron hasta aproximarlo a la hoguera que se movía con desplazamientos de amibas y mariposas.
—¿Qué pasó con el pinche pollo?
—Pues hay que cocinarlo…
—¿Cómo?
—Pues así nada más…
—No, chinga a tu madre, ¿quién se va a comer eso?
—Pues a ver a qué sabe, buey.
—Bueno, pues pélenlo…
—¿Cómo lo vamos a pelar?… Primero hay que hervirlo, no sean pendejos…
—Hay que echarle agua caliente…
Lobo oía esas voces sin abrir los ojos. Por instinto, pensó, seguramente había alcanzado a recoger la cabeza. La tenía en su lugar, podía pensar, pero le dolía la espalda. Volvió a oírse el silbato del ferrocarril, pero ya muy lejos.
—¿Qué pasó? Vamos a tatemarlo…
—Espérate, buey, hay que sacarle lo de adentro…
—No, pues que sea el relleno…
—¿Y la cabeza?
—No, pues ésa sí se la quitamos ¿no?
—¿Cómo?
—Préstamelo…
—Pues órale ¿no?
—¡Dale vueltas!
—Acérquenlo a la lumbre…
¿Era su embriaguez la que creaba esa escena? No podía desaparecer ni en la noche ni en el alcohol y por eso estaba allí, abandonado como un perro, arrojado estúpidamente a un lado de la hoguera…
—Huele a quemado.
—Nomás se está quemando de un lado…
La desgracia instaura disimilitudes increíbles, pensó, y luego se habla de la igualdad en la desgracia… Una igualdad sin nada igual.
—Pues todavía está cruda la carne…
—A ver, déjame a mí, nomás lo estás chamuscando…
Se esforzaba denodadamente por intervenir y sólo emitía débiles quejidos. Para no verlos necesitaba hablar, increparlos, reír de sus afanes y sus palabras. Hablar lo desviaría también de los fantasmas que lo acechaban desde las llamas. ¿Y si cantara? Cantar liberaría sus pensamientos de esos dolores que le oprimían la espalda y los brazos…
—A ver, dale una mordida…
Era la jeta enorme de Sarro atrás del pollo casi vivo atravesado por una vara.
Lobo trató de incorporarse.
Todas las llamas parecían dirigirse hacia él…
—Digo que le des una mordida…
Le embarraron parte del pollo en la cara.
—A ver, dásela tú…— Era el Ganso que apartó al gordo Sarro mientras Lobo trataba de escupir dos o tres plumas atrapadas entre los labios sucios de sangre—. Con mi pinche padrinito no te metas…
El Ratón Vaquero gritó desgarradoramente a su espalda, apagando con su grito todos los ruidos. Lobo tosía y tosía y terminó provocándose una estrepitosa vomitona, abierto al más allá de sí mismo, entre las carcajadas de sus compinches…
Lejos de allí, en el Club France, el Grapa y yo asaltábamos a los que entraban al baño de hombres.
—Órale, compa, una pinche copa por dos varos ¿no?
Habíamos metido vasos de cartón, hielo, cocacolas y tres botellas de ron, y al cuidador lo expulsamos con buenas maneras.
—Vamos a poner un negocito aquí adentro —dijimos—, pero no hagas pedo, nos echas aguas y te damos diez varos ¿ya vas?
Una escuela celebraba el fin de cursos. Entraban los adolescentes y brindaban con nosotros, sonriendo por el bajo precio de las cubas.
—¡Salud, compadre!
El Grapa era pequeño y prieto, pero gastaba tacón cubano y siempre muy tieso y muy erguido. Les había declarado la guerra a los gatos y por las noches era común verlo rondar con un saco de ropavejero por los mercados y las vecindades.
—Bichito, bichito…— llamaba apenas descubría a uno con voz meliflua y cariñosa… Conquistaba su confianza, animaba su capacidad de gozo, le pasaba la mano por el lomo y los metía en su saco.
Nunca faltaba una señora suplicante con triple papada.
—Joven, devuélvame a mi gato…
—¿Cuál gato, señora? Cálmese, por favor… —Y se escabullía con facilidad si es que no lo bañaban con agua sucia o lo zarandeaban a escobazos.
Al final de la noche se echaba a cuestas los cinco o seis gatos secuestrados y los llevaba a la escuela de Veterinaria o de Medicina Rural. Por los perros pagaban diez pesos, pero eran más difíciles de cargar, se necesitaba un coche. Y por cada gato le daban cinco pesos y hasta alcanzaba algún consejo.
—¿Sabes por dónde hay muchos? Por Pensil…
—No te imaginas, hay toneladas, date una vuelta por allí y verás…
Junto a la caja de refrescos, a un lado de los lavabos en el baño del Club France, se agitaba el saco de ropavejero. Nuestros clientes lo descubrían ronroneando o revolviéndose como si respirara.
—Es un gato —se precipitaba el Grapa y trataba de ocultarlo.
La risa nos quitaba de encima aquel vago mareo de tabaco, alcohol y exceso de charla.
Al final de la noche, casi siempre, caíamos en una taquería que estaba por San Cosme. Se adelantaba uno de nosotros, seguro, pérfido e inexorable…
—Pásate un taquito ¿no, Caca?
—¿Traes dinero, buey?
Estaba cacarizo y alrededor de los ojos sufría un cerquillo rosado, seguramente por conjuntivitis.
—Claro, pendejo, sí te voy a pagar…
O si era Lobo, casi a gritos:
—¿Alguna vez te he dejado de pagar, cabrón?
—No, no, a ti sí te doy, carajo, cómo diablos no… —tragaba saliva y sonreía como un conejo.
—Bueno, dame catorce.
—No la friegues ¿cómo catorce?
—¿Y mis amigos qué van a comer, cabrón?
Aparecíamos entonces, bulliciosos e innumerables.
—No me vayan a joder —se retorcía—. He tenido muy mala noche, en serio, no me chinguen…
—Ya dije que nos des catorce, cabrón. ¡Yo te voy a pagar!
—Compréndeme, ñero, no es que desconfíe…
—¿Quieres mi chamarra? ¿Mi camisa? ¿Los pantalones? —con grandes aspavientos Lobo empezaba a desvestirse. Enarbolaba su chamarra y amenazaba arrojarla contra la vitrina.
—Ahí déjala —proponía el cacarizo.
—¿La estás aceptando, infeliz?
—Digo que ahí la dejes…
—¿Estás queriendo decir que desconfías de mí, desgraciado?
Cuando no era Lobo era otro. Y cuando le tocó al Grapa por primera vez, parado de puntas y arrugando la jeta cetrina, vimos al cacarizo más incrédulo que nunca.
—Si no nos das los tacos —gritó el Grapa en el colmo de su desesperación—, te echamos al gato…
Y arrojó uno sobre la carne expuesta en la vitrina: un animal bilioso y casi eléctrico que brincó entre el vapor de charola en charola, tiró platos y vasos y arañó lo que se interpuso en su histérica huida…
En El Sol Sale Para Todos, otra vez, arrojamos tres gatos adentro de un enorme barril de pulque. En las tepacherías amenazábamos con lo mismo, aunque al final siempre pagábamos. En el fondo teníamos miedo de ser lo que éramos, siempre retrocedíamos. Pero con el cacarizo teníamos confianza. Nos veía llegar y sonreía entrecerrando los ojos enrojecidos, rutilantes sus dientes de conejo.
—Ya les tengo sus tacos, muchachos…
Bromeábamos durante media hora, mientras cenábamos, pedíamos la cuenta y pagábamos reuniendo el dinero entre todos.
—Ahora —anunciaba Lobo con la bolsa del Grapa en las manos—, para que se te quite lo ojete te vamos a echar los gatos… —y sacudía la bolsa sobre el mostrador liberando feroces y sarnosos felinos.
Sarro empezaba siempre pidiendo un taco de cabeza. Lo revisaba como si se tratara de un reloj descompuesto y reclamaba violentamente:
—No, chinga a tu madre, pues échale más carne ¿no? ¿Qué pinche clase de taco es éste?
A veces cedían, pero a veces no y Sarro volvía a la carga.
—Échale más carne, cabrón. Sí te vamos a pagar.
Protestaban y les embarraba el taco en la cara. Volvían a protestar y empezaba a tirar golpes y a romper lo que podía.
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