La ciencia histórica, continúa Probst, ofrece dificultades particulares en este sentido. No nos hallamos desinteresados e insensibles frente a las actividades humanas que impulsan la historia. Subjetivamente otorgamos nuestra simpatía a las ideas y a los fines que consideramos más dignos de nuestro esfuerzo, damos nuestra preferencia a las tendencias y a las personas que los sostienen, a las épocas donde dominan y prosperan. “Contra este influjo de nuestra parcialidad subjetiva tenemos que ponernos constantemente en guardia, del mismo modo que el juez, por más simpatía que tenga por el acusado, no debe desechar o pasar por alto los indicios que lo condenan. Un historiador que no es capaz de superar esta unilateralidad, no merece el nombre de tal; no es un hombre de ciencia, sino un polemista”.3
Cuando formulamos juicios de valor que se basan en nuestras convicciones éticas, políticas, religiosas o sociales, y que arraigan hondamente en nuestra concepción del mundo, sostiene Probst, la objetividad es no sólo imposible, sino hasta inconveniente, pues quitaría a nuestra labor de reconstrucción del pasado la espontaneidad, el entusiasmo y la pasión que debe animar toda obra humana.
Si se formula, por ejemplo, un juicio de valor sobre una época de la historia, la divergencia de criterios es perfectamente aceptable y legítima. Un historiador puede sostener que el reinado de Carlos III fue funesto para España, porque las tendencias afrancesadas y masónicas que predominaron durante el mismo significaron una traición a la tradición hispánica. Otro, por el contrario, puede sostener que al absolutismo ilustrado de Carlos III y de sus ministros se debieron muchas iniciativas que abrieron a su postrado reino una nueva era de progreso. Ambos puntos de vista, concluye Probst, son perfectamente legítimos.
“Pero no merece el nombre de historiador quien generalizando algún dato suelto que favorece su tesis y pasando por alto, adrede, toda la documentación que la contradice, afirme ‘que durante la oscura noche de la época colonial, la instrucción estaba tan atrasada que puede decirse que era nula, que había miedo de saber, que nadie se acordaba de la escuela, que no había maestros’, y otros infundios por el estilo”.4 Esto había sido repetido por los que negaron la acción cultural de España en América. Tampoco lo merece el que sostenga que, con la expulsión de los jesuitas, “se extinguió toda luz cultural en la Colonia”. Esto lo había afirmado el padre Furlong en su conferencia. Las dos afirmaciones responden a concepciones contrarias sobre el mismo asunto, pero Probst tiene razón en restarles valor histórico, porque no son ciertas. No son solamente valoraciones.
Hay veces en que no es posible afirmar con certeza cómo aconteció un hecho histórico, pero existe la verdad del hecho mismo: que sucedió como sucedió, más allá de la posibilidad del historiador de demostrarlo. Los asesinatos en Katyn, durante la Segunda Guerra Mundial, son un buen ejemplo de esto. Allí fueron asesinados (ejecutados con un disparo en la nuca) miles de oficiales del ejército polaco, sacerdotes e intelectuales. Se presumía que el hecho había ocurrido antes de 1941, cuando la zona estaba en manos de la Unión Soviética. Cuando llegaron los alemanes al lugar, encontraron las fosas comunes con los cadáveres. Acusaron del genocidio a los soviéticos. Éstos lo negaron y dijeron que habían sido los alemanes. Concluida la Segunda Guerra Mundial los norteamericanos sostuvieron que los genocidas habían sido los soviéticos. Pocos les creyeron, ya que estaban en plena Guerra Fría con la Unión Soviética. Y no aportaron pruebas concluyentes. ¿Quiénes fueron los genocidas de Katyn? Durante décadas no se pudo saber. Pero el hecho existió y tenía la objetividad del hecho mismo: miles de oficiales e intelectuales polacos (veintidós mil) habían sido ejecutados de la misma manera, etc. Después de la caída de la Unión Soviética en 1991, Moscú abrió sus archivos y allí finalmente se encontraron las pruebas: habían sido los soviéticos, por orden de Stalin. Lo que todos los polacos sabían y callaron durante los largos años de dominio comunista finalmente pudo ser mostrado como una verdad histórica.5
La periodización de Alberini de la historia del pensamiento argentino: precisiones y matices.
Si, como es generalmente aceptado, la Historia comienza con la escritura, la historia del actual territorio de la República Argentina comienza con la llegada de los españoles, porque ninguno de los pueblos indígenas que lo habitaban antes de esta llegada tenía escritura. En ese sentido nuestra realidad es distinta a la del Perú o México.
Solís llega al Río de la Plata en 1516. Pedro de Mendoza en 1536. Ninguno de los dos fundó nada estable. En 1541 se funda Asunción y comienza, sin interrupciones, la ocupación de España de nuestro territorio. De modo que este trabajo abarca, en números redondos, desde 1550 a 1960. Un período tan extenso, para ser analizado, debe necesariamente dividirse en períodos menores. Al respecto escribió Jacques Le Goff: “Cortar el tiempo en períodos es necesario para la historia, ya sea que en un sentido general se entienda como estudio de la evolución de las sociedades o de un tipo particular de saber y enseñanza, o incluso como el simple paso del tiempo. Sin embargo, ese corte no es un simple hecho cronológico, sino que expresa también la idea de transición, de viraje e incluso de contradicción con respecto a la sociedad y a los valores del período precedente.”6 A la historia de la educación argentina, como a todo amplio período histórico, para su estudio hay que dividirla en períodos. Y como la educación y la cultura vigentes en un determinado lugar y en un determinado período dependen mayormente de las ideas predominantes en esa época, tomo como criterio de periodización la evolución de las ideas filosóficas en la Argentina.
Dos autores (entre otros) escribieron con bastante justeza sobre esta periodización: Alejandro Korn y Coriolano Alberini. Tomo la de este último porque me parece mejor. (Alberini distingue el período iluminista del romántico, distinción que en Korn no está clara). La periodización de Alberini se extiende hasta la reacción contra el positivismo, ya que el autor en 1943 sufrió un ataque cerebral que lo dejó hemipléjico a los cincuenta y siete años, de modo que su periodización no llega hasta el final de este relato. Murió en 1960. Coriolano Alberini (1886-1960) se graduó en Filosofía en la Universidad de Buenos Aires en 1911, universidad de la que llegó a ser rector. En Problemas de la historia de las ideas filosóficas en la Argentina,7 escribiendo sobre Alberdi, sostuvo que para determinar el ambiente intelectual en que se formó el pensador y escritor tucumano convenía dividir la historia del pensamiento argentino en los siguientes períodos: el primero, que denomina el de la escolástica colonial y cuya figura más interesante es para él el argentino Chorroarín; la segunda, el Aufklärung o Iluminismo, esto es, la “filosofía de las luces”, es la que preparó la Revolución Francesa y fue el pensamiento que profesaron, sin negaciones excesivas, algunos de los hombres de la emancipación nacional: Belgrano, Moreno, Rivadavia, etc. La última forma teórica del Iluminismo argentino fue la “ideología” de Fernández de Agüero, Lafinur y Alcorta. Cabría mencionar también a no pocos sacerdotes tocados por el espíritu del siglo XVIII, como Gregorio Funes. El tercer período señalado por Alberini es el Romanticismo, que comprende sobre todo a Echeverría, Alberdi, Juan María Gutiérrez, Mitre, Sarmiento, etc.; o sea, en su mayoría, hombres que preparan y realizan la organización institucional nacional. Luego, en cuarto lugar, analiza el positivismo, que surge alrededor de 1880 y, por último, la reacción contra el positivismo y la fundación de una cultura filosófica pura.
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