En respuesta a estos planteos establecidos en la historiografía local, utilizo la categoría de “danzas argentinas” para referirme a la práctica local, o simplemente “danza escénica argentina” para acotar el objeto de estudio específico al que me dedico. Mientras que proponer una “Danza” con mayúscula resulta una estrategia homogeneizadora, totalizante y representante de intereses políticos, sociales y económicos de dominación, considero que hablar de “danzas” con minúscula y en plural puede incluir nuevas fuentes y nuevos sujetos de la historia. De todos modos, este cambio debe ser epistemológico y no meramente de enunciación. La categoría “danzas argentinas” a la vez discute con la establecida noción de “Danza en Argentina” en la que la preposición “en” implica una identidad basada en la danza concebida como una importación colonial y evita definir lo que Walter Mignolo (2010) denomina como locus de enunciación.
Por medio de esta narrativa establecida en la historiografía local se invisibilizan caminos, archivos, repertorios, patrones, historias, agentes, voces y cuerpos. Por el contrario, es mi intención en este trabajo mostrar otra periodización, otras genealogías y otros modos de entender ciertas categorías establecidas en un ejercicio de “desenganche” y “desobediencia” epistémico (Mignolo, 2010).
Algunos comentarios acerca del trabajo de investigación en danza escénica
A lo largo de la presente investigación trabajo con tres ejes de análisis, centrales a cualquier práctica artística: la producción, la obra y la recepción. El primero constituye el ámbito en el que participan los bailarines y bailarinas, los coreógrafos y coreógrafas, los directivos de las instituciones oficiales y no oficiales, y todo aquel que forma parte de la producción material de una pieza escénica –técnicos, escenógrafos, vestuaristas, productores, empresarios, etc.–, pero también aquellos que participan de la producción simbólica, por ejemplo, los intelectuales.
El segundo eje, el que corresponde a la obra en sí misma, constituye una representación, en el doble sentido que plantea Roger Chartier (1999) siguiendo a Antoine Furetière: por un lado, la representación muestra una ausencia, por medio de un signo hace ver un objeto ausente, lo sustituye, conforma un conocimiento mediato; y por el otro lado, la representación exhibe una presencia, es una representación simbólica, postulando una relación descifrable entre el signo visible y el referente, lo cual, aclara Chartier, no significa que se descifre tal como se “debería”. De este modo, la noción de representación “permite, en efecto, conectar estrechamente las posiciones y relaciones sociales con el modo en el que los individuos y los grupos se perciben y perciben a los otros” 8(Chartier, 2003: 9).
Es por ello que la obra constituye tanto un objeto de estudio en sí misma como la posibilidad, el nexo, para estudiar las “prácticas de lectura” (Chartier, 1999; Zubieta, 2004). A partir del consumo de las obras surgiría una “producción de segundo grado” que Michel de Certeau (2000) estudia como un “uso” que se efectúa sobre los bienes culturales. Este uso es el único posible por parte de las clases populares, constituye el espacio de libertad creado por las tácticas 9de microrresistencia y apropiación, es el arte de utilizar lo que les es impuesto. La apropiación puede ser definida, en términos de Carlo Ginzburg, como “hacer propio lo ajeno” (Zubieta, 2004: 45), pero siempre desde lo que se posee y a partir de lo que se sabe. 10La apropiación refiere a una historia de los usos y las interpretaciones, inscritos en las prácticas que los producen (Chartier, 1999). De este modo, los consumidores dejan de ser pasivos receptores y pueden desarrollar una producción secundaria. Tal como señala Chartier (1999), siguiendo a De Certeau, “el «consumo» cultural o intelectual sea considerado como una producción que no fabrica ningún objeto concreto pero constituye representaciones que nunca son idénticas a aquellas que el productor, el autor o el artista ha empleado en su obra” (37).
Así comprendo el desafío posible y en distintos grados de las posturas establecidas de la cultura de elite y las culturas populares. No considero que estas categorías sean estancas ni definidas ad hoc, sino que, tal como proponen De Certeau, Chartier, Ginzburg y Gramsci, existe la posibilidad de un ida y vuelta, de una retroalimentación entre la alta cultura y las culturas populares a través de las apropiaciones (Zubieta, 2004). Así, si bien existe una hegemonía cultural que en este caso va a estar representada principalmente por los ejes de la producción y la obra, también existe la posibilidad de la existencia de una contrahegemonía a partir de las prácticas de lectura, aunque también se verá en algunas obras.
Cabe aclarar que, tal como propone Gramsci, las clases subalternas no deben ser vistas como homogéneas (por ello se utiliza el plural en “culturas populares”) y pueden ser tanto progresistas como reaccionarias. No obstante, me interesa la posibilidad de resistencia dada a partir de los usos –el consumo y prácticas de lectura– que las culturas populares encuentran en los resquicios de la cultura hegemónica dominante. A diferencia de lo planteado por Pierre Bourdieu (2010), no considero que el gusto popular y sus prácticas sean pasivas ni moldeadas según las necesidades de la reproducción social (ver Zubieta, 2004), discurso que, además, ha sido habitual en las lecturas maniqueístas y patologizantes sobre el peronismo.
Por ello, elijo utilizar el concepto de “estructuras de sentimiento”. Tomo esta noción de Raymond Williams (2012) y de la utilización que hace de esta Susana Rosano. Para Williams la estructura de sentimiento “es una hipótesis cultural que permite leer estrategias simbólicas y de representación a partir de la forma en que fueron vividas, experimentadas” (Rosano, 2006: 13). Es una experiencia que todavía está en proceso, sin reducir lo social a formas fijas.
De este modo, estudio las manifestaciones artísticas en la danza escénica en sus respectivos espacios –teatros oficiales, independientes, comerciales y espacios alternativos–, revisando la concepción del arte y la cultura de los diferentes agentes tanto de la práctica de la danza como de las “formaciones intelectuales”. Es decir, los movimientos y tendencias efectivos en la vida intelectual y artística que tienen una influencia significativa, algunas veces decisiva, sobre el desarrollo activo de una cultura y que presentan una relación variable, a veces solapada, con las instituciones formales (Williams, 2000). Además, analizo la relación entre las obras y su contexto sociopolítico tal como se presenta en los documentos de la época. Por medio de este trabajo, reviso las categorías de las denominadas alta y baja cultura respecto a la danza y su relación con las políticas culturales del gobierno peronista (1946-1955) para producir un análisis teórico que permita fundar vínculos entre la historia, la política, la estética y la danza.
Asimismo, resulta importante contextualizar y ubicar este trabajo en los estudios sobre peronismo. Tal como señala Raanan Rein (2009), el peronismo interesó consistentemente, desde sus inicios, tanto a periodistas como académicos argentinos y extranjeros. Los tempranos estudios sobre el peronismo dan una imagen homogénea del movimiento y lo ven como un evento peculiar y aislado. Estos primeros estudios tienen una perspectiva patologizante, muestran al peronismo como “un virus invasor en la historia nacional, a Perón como un tirano demagógico, a las masas peronistas como una tropa bárbara y ululante” (Acha y Quiroga, 2009: 81). En las últimas décadas, ha surgido una nueva historiografía sobre la temática. Estas miradas proponen una perspectiva heterogénea y compleja, enfatizando la continuidad con el pasado del peronismo, especialmente con el proceso histórico de la década de 1930 (Rein, 2009). Estos estudios incluyen nuevas temáticas tales como la cultura y las artes, así como perspectivas interdisciplinarias que han introducido nuevos tipos de preguntas. La presente investigación puede ser incluida en esta categoría.
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