La Niña emanaba un aroma a ciruelas en descomposición. Irma sabía que deseaba, pero no podía identificar la acción que satisfaría la sed. Se miraban a los ojos, pero ninguna estaba detrás. Se sentía contenida, a gusto con un extraño que irradiaba tranquilidad. Sintió la necesidad de revelar sus más íntimos sentimientos. A la vez, sintió que La Niña todo lo sabía, tan vieja y tan experta, recostada en su vitalidad muda. No tenía que hacer nada porque su presencia ya era imponente. Las piernas de Irma temblaban inseguras. Todo lo que creía, lo que era, puesto en duda. La impresionó el estado tan desinteresado e indolente de La Niña. Su carne, al servicio de la sanación. La entrega de esa mujer la conmovió, se parecía un poco a la suya, mas sin el gusto a resentimiento. Era hermosa en su simpleza. Lloraba distinto, como una estatua de una madre para todos. Cargaba el dolor del mundo en su cuerpo, que oscilaba entre lo mustio y luminoso.
Irma posó sus labios en la muñeca de La Niña y la besó tímidamente. Pensó en los besos que los devotos estampan en los anillos de los pontífices. El suyo era más puro, porque nada mediaba el contacto. Se incorporó de a poco. Tocó los volados de su camisón y empezó a subir. Palpó el vestido sacrificial y lo estimó antiguo. La tela cedía un poco luego de cada consultante. Las fibras resistían las explosiones de energía como podían. Refregó su cara en el camisón, buscando hacerse un lugar en ese cuerpo abierto. La sangre se deslizaba por el cuello de La Niña. Irma besó el cogote chorreado y cuando sintió la humedad, perdió el pudor. Estiró la lengua despacio, demorando el placer. El músculo hizo contacto y limpió la curvatura del cuello recogiendo el néctar. La Niña no se movía. Cambiaba cura por aflicción, permeable a procesos que la excedían. Irma saboreó la sangre y la tragó. Tenía el gusto que uno espera, pero con tonos de rabia. Con la lengua escaló sus mejillas sorbiendo lo que podía. El líquido espeso bajaba como un manjar. Una sed enfurecida se apoderó de esa madre, quien cambió de lado con desesperación. Para no derrochar, manchaba sus manos con el fluido y luego se lamía los dedos. Perseguía las gotas que se escurrían por el antebrazo. Desesperada, absorbiendo sin despilfarrar. Tenía la cara manchada en un patrón irregular. El metal impregnando todo. Chupaba el caño de un colectivo y la cadena de una hamaca. Sorbía imágenes duras.
Estaba encaramada sobre La Niña sosteniéndole la cabeza. Aspiraba sin preocuparse por la posibilidad de matarla. La Niña cerró los ojos, e Irma eligió el izquierdo para encerrarlo con sus labios. Succionó el lagrimal. Bebió hasta que la sed menguó sola. La saciedad se presentó como decoro. Un fulgor de vergüenza la hizo alejarse.
Se pasó la lengua por los dientes negros. Se relamió, tratando de decodificar los sabores del plasma. Apretó la lengua contra el paladar y refregó lo último de la sangre. Tragó. Irma se bajó de la cama y se limpió las manos y la cara con su camisa blanca. Rayas borradas y alguna gota intensa se marcaron en el lienzo claro. La Niña sacó un pañuelo que guardaba en el corpiño y repasó los surcos de su cara. Se volteó para el costado, exhausta, dando la espalda a su comensal. Irma entendió la señal; su agradecimiento fue inaudible.
Ya en el otro cuarto, juntó en su cartera todos los billetes y monedas que tenía y los apoyó al resguardo del Papa. Salió de la casa y sintió que tanto sol le lastimaba la vista. Debajo de la media sombra todavía quedaban algunos purgantes.
Fabiana tomaba un mate que le habían convidado. Irma la cargó en el auto, con vigor restablecido. Avanzaron con el sol a sus espaldas. Irma miró a su hija y notó unas gotas marrones en el canesú del vestido, justo donde tocaba el cinturón de seguridad. Le corrió el pelo de la cara con una caricia. No dijo nada; no tenía las palabras para explicar lo que había sucedido. Atesoraba la certeza de haber presenciado un milagro. Quiso saber si su hija había experimentado exactamente lo mismo. Luego, lo pensó imposible. Había asistido a una manifestación única y a medida. Se preguntó si La Niña habría nacido llorando así, y si vivía su destino como sacrificio o entrega. Cuando llegara a su casa, abriría todas las ventanas. Sintió importante mover la televisión a la sala y empezó a hacer listas en su cabeza de tareas que quería hacer. Sobó la pierna inerte de Fabiana y prendió la radio. El silencio ya no le pesaba.
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