Luz Vitolo - La lógica del daño

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¿Quién no sufrió un daño alguna vez o lo causó a otro? El daño puede ser involuntario o premeditado, letal o minúsculo, pero es imposible ignorarlo.
Luz Vítolo, con mirada aguda y no exenta de crudeza, explora temas tan delicados como la sexualidad en la preadolescencia, el suicidio, la enfermedad y las secuelas de un accidente.
Estos relatos, como un golpe seco que nos corta la respiración, nos obligan a reconocernos como seres vulnerables frente al inevitable dolor de estar vivos.

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En agosto, Irma se entusiasmó con una idea que había leído en el libro de tapa lila que le había prestado una amiga. Buscó en su negocio, pero no pudo encontrar ningún cuaderno lo suficientemente lindo para la tarea. Lo terminó comprando en la regalería de Marlene. Hizo la compra bien temprano para que nadie la viera entrar en aquel negocio de tan mal gusto que había llegado a hacerle la competencia. Odió admitir que el lugar había mejorado mucho desde su apertura, y solo en la comparación pudo ver que su negocio había sido tomado por el abandono. Nada en su local, cada día más sucio, contaba la historia de sacrificio que ocurría a puertas cerradas. Contrario al plan, se tomó el tiempo para elegir un cuaderno lindo, que no diera la impresión de aniñado. El libro había sido claro en sus especificaciones. No debía parecer un diario íntimo adolescente y se debía favorecer aquellos cuadernos con hojas lisas, pues la creatividad y el desahogo necesitan libertad. Eligió uno entelado como de selva, uno en el que ella hubiera escrito si la noche no la destrozara.

Irma le presentó la idea a su hija luego de cenar juntas frente al televisor. Fabiana en su cama y ella con la bandeja sobre la falda. Los libros auguraban que luego de un período de recolección, intercalados con esporádicos episodios de furia, lentamente el afectado comenzaría a tratar de retomar su vida, y ese proceso podría verse en actos tan sencillos como animarse a comenzar la terapia física. Pero Fabiana no había atravesado ninguna de las instancias que enumeraba el libro. Habían pasado alrededor de diez meses desde que había abandonado la terapia intensiva y, desde entonces, se había sumido en una vida cada vez más silenciosa. Hablaba, pero no decía nada que no fuera meramente operativo y, cuando era posible, privilegiaba los movimientos de cabeza por sobre las palabras. Además, gritaba en lugar de quejarse. Se retorcía en la cama con tanta fuerza que a su madre le hacía acordar a los pataleos de la infancia. Con el tiempo, Irma dejó de insistir. Si no hubiera sido por el negocio, ella también hubiera callado. Nunca había sido el tipo de mujer que hablaba sola o comentaba para sí los dichos de la radio mientras baldeaba la entrada.

Consiguió que una psicóloga fuera hasta la casa para atender a Fabiana en la sala. La Licenciada Ferrero era una joven recién recibida, sin consultorio propio, que le había recomendado una clienta. Irma prefirió sorprender a su hija, para ahorrarse una escena. Fabiana reservaba sus accesos de furia para la vida privada. Durante las consultas médicas, prefería callar. La psicóloga fue tres veces y durante esas visitas cronometradas, Fabiana no dijo una palabra. La licenciada no quiso cobrarle a Irma las consultas, pero tampoco volvió.

El universo se fue contrayendo sobre las dos. Los pocos afectos no soportaron la indiferencia y abandonaron la escena despacio. Irma no guardaba resentimientos contra ellos; si estaba muy cansada se permitía pensar, justo antes de quedarse dormida, que ella hubiera hecho lo mismo, de haber podido. Hasta el padre de Fabiana dejó de mandar dinero, y las llamadas espaciadas dejaron de llegar sin mayor perjuicio. Irma instaló un contestador para que el teléfono recibiera los mensajes sin sonar. Al final de la semana, confirmaba que los únicos que habían llamado eran telemarketers. Imaginó un futuro en el que los amigos y familiares volvieran solos, y una hija alegre, en paz con su condición. Los médicos habían sido taxativos. Fabiana nunca más caminaría. Su condición no solo era inoperable, sino que era afortunada. Con esas lesiones en la espalda, era una suerte que solo tuviera paralizada la mitad inferior. Lo único que Irma podía desear era una vida independiente para su hija, feliz a pesar de su inmovilidad.

La primera vez que Irma oyó hablar de La Niña fue en abril, en un comentario casual asociado a una psoriasis capilar. Las menciones de La Niña comenzaron a hacerse más frecuentes en el barrio y, si Irma no hubiera dejado de asistir a misa los domingos, se hubiera enterado de los milagros en los escalones de la iglesia. Recién cuando su peluquera Enid le confesó que la había visitado, Irma comenzó sus averiguaciones. Enid contó que la había librado de unos dolores crónicos de cadera, que los médicos estaban ansiosos por operar. De haber tenido dinero lo hubiera hecho, pero la gracia del señor la había hecho pobre para que pudiera encontrarse con lo divino.

Irma indagó sobre el procedimiento, pero solo encontró reticencia. ¿Cómo que te curó? ¿Qué te hizo? ¿Es una curandera? ¿De las que curan culebrilla o de las que te achican los tumores? La información que recibió fue escasa. No se puede explicar; hay que vivirlo para contarlo; me cambió la vida. A pesar de que todas sus clientas tenían una bruja para diferentes tareas, lo más arriesgado que había hecho Irma en ese aspecto había sido llevar a Fabiana a un médico chino. Fabiana no se había dejado tocar y se había negado a tomar los polvos.

Cada ocho años resurgían en los diarios historias de niños sanadores de diferentes extremos del país. Los ciclos duraban dos meses y por la televisión era posible asistir al descubrimiento del niño en cuestión, el asombro y, luego, las investigaciones con la subsiguiente desacreditación. La Iglesia se mantenía al margen, pero los curas de las parroquias pedían cautela. Eran fenómenos que solo podían perpetuarse con una muerte prematura, que tomara la forma de martirio. El tiempo es el gran refutador. En los únicos en los que creía Irma, era en los curas sanadores.

En varias ocasiones había fantaseado con llevar a su hija a Rosario o a Salta, pero había desistido por parecerle, el de su hija, un caso demasiado bíblico. Y en el extraño caso en el que Fabiana aceptara encontrarse con un sacerdote para hablar, para obtener al menos un poco de sosiego, podía hacerlo a tres cuadras de su casa, o incluso pedir una cita en su domicilio.

Conseguir la entrevista con La Niña había sido una tarea difícil en la que Irma había invertido mucho tiempo. Llamó a tres números distintos antes de dar con el adecuado. Los desvíos eran parte de un protocolo armado, cuyas reglas eran difíciles de dilucidar. El cuarto número resultó ser el correcto. Irma se comunicó un jueves temprano. Había anotado en un papel todo lo que debía decir. Le habían comentado que La Niña había tenido un inconveniente con un paciente —Irma no quiso averiguar más— y desde entonces se había vuelto más difícil de alcanzar, pero aun así no esperaba que fuera tan complicado dar con ella. No la asombró que no la atendiera la misma Niña. Asumía que tenía gente que gestionaba su agenda. La imaginó impoluta y hermosa, como Fabiana de chica. El pelo un poco desaliñado y las manos un poco sucias de tocar tanta gente. Su cara, como un ángel norteño. Una voz suave y con acento. Un espíritu sabio, una ninfa de la tierra.

Intentó comentarle a la voz en el teléfono su problema, pero no quiso escucharla. La voz le dio unas indicaciones que ella anotó en los bordes de su papel y le advirtió contra su incumplimiento. Entre las premisas: ir solas, no discutir con nadie la entrevista con La Niña y vestir de manera apropiada.

Irma demoró la noticia todo lo que pudo. La cita era para el día siguiente y todavía no había podido decidir cómo le iba a decir a su hija adonde irían. Resolvió que la mejor manera era plantearlo como un favor, el último que debía hacerle Fabiana a modo de retribución. No le diría que había sacrificado su propia vida por la de alguien que se había quedado sin ganas, pero la observaría de una forma tan penetrante, apenas desgarradora, para que sintiera algo de su desolación. Y esa pena sería tan natural que Fabiana lo vería. Tal vez por intervención divina, pero lo sentiría. Un último favor y luego podía pudrirse en la cama sin ser molestada. No era que Irma confiara en las capacidades de La Niña, es que necesitaba que la esperanza se esfumara toda junta. Había hecho todo lo posible y la energía se había drenado, dejando culpa y el eco de las voces en su cabeza que le decían que había aguantado poco, que podía hacer más y que el nombre de su pecado era desidia.

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