– Este es Alex, un amigo. Es nuevo.
Los otros tenían frascos de comida para bebés llenos de pegamento. Tenían los frascos dentro de los suéteres grandes o en los grandes bolsillos afuera de los pantalones. Con frecuencia los sacaban, abrían la tapa y aspiraban las emanaciones del pegamento. Todos le ofrecían a Alex los frascos, pero él decía que no, no le gustaba el olor áspero.
Intentó imitar todo lo demás que el Rata y su pandilla hacían. Se paraban de tanto en tanto y miraban a través del vidrio de la ventana de Burger King. Cuando lograban captar la mirada de alguien arrugaban la cara y trataban de parecer hambrientos y sufrientes. De vez en cuando hacían un gesto y se señalaban la boca para mostrar que querían algo para comer. Cada vez que Alex se paraba veía un póster de una Whopper gigante dentro del restaurante y pensaba que en dos días no había comido otra cosa que una zanahoria, un pedacito de carne y dos chorizos. El hambre aumentaba.
Los chicos lo entretenían contando historias de cómo gente que al salir del Burger King les había dado la mitad de una Whopper y una bolsa entera de papas fritas.
– El año pasado vino un gordito y dijo: ¿Te compro algo? ¿Qué quieres?
Alex escuchaba todo ávidamente. Qué historias fantásticas. Pronto saldría alguien y le preguntaría qué quería.
Él diría que quería una Whopper doble con queso y la porción más grande de papas fritas. Y una Pepsi grande.
Cada vez que la puerta del restaurante se abría y alguien se iba se sentía el olor a hamburguesas y papas fritas y los cinco niños miraban expectantes a todos los que salían.
Como en casi todos los restaurantes había también un guardia armado. Éste tenía una pistola y un cinturón con balas y un garrote que le colgaba del cinturón. Pero el guardia estaba por la parte de adentro y no trataba de ahuyentarlos de la puerta. Cuando vieron que desapareció por un minuto golpearon la ventana para atraer la atención de los parroquianos. Pero nadie salió y les dio algo para comer.
En la tarde no les habían dado otra cosa que una Pepsi para compartir y unas pocas monedas.
Alex pensó en las palabras del Rata sobre una buena vida; le iba a decir algo cuando un hombre se detuvo al lado. Un hombre alto, mayor, con el pelo veteado de gris. Tan pronto como abrió la boca se dieron cuenta de que el hombre era un extranjero, un gringo, hablaba castellano pero el acento era extraño.
– Pero chicos, no tienen que estar sentados aquí. ¿Les gusta la comida de Burger King?
Los cinco asintieron enérgicamente. La suerte se había dado vuelta. Este hombre iba a entrar y a comprar lo que querían. Antes de que Alex tuviera oportunidad de decir que quería una Whopper doble con papas fritas, el extranjero dijo:
– Burger King vende sólo comida chatarra. No comería jamás allí. Yo tengo una casa afuera de la ciudad y una buena cocinera. Pueden venir conmigo y los invito a comer mejor. ¿Vienen?
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Paraíso |
El hombre los llevó a su auto. El tránsito era todavía intenso cuando condujo a las afueras de la ciudad, pero la oscuridad vino rápidamente. Mientras el auto subía por los caminos serpenteantes de la montaña, afuera de Tegucigalpa, vieron encenderse las luces del centro. La ciudad brillaba y parpadeaba, era como mirar un cielo estrellado. Alex pensó que era muy bonito y le dio un codazo al Rata, diciendo:
– Muy bonito, ¿verdad?
Los cinco niños estaban callados, nunca les había pasado algo como esto. Un extranjero bueno, un gringo, que vivía en una gran casa afuera de la ciudad y que tenía una cocinera y los iba a invitar a comer. ¿Podía la vida ofrecer algo mejor o más emocionante?
La casa estaba rodeada por un muro alto, era grande y blanca y tenía un jardín tupido y verde. El hombre que dijo llamarse George tomó una cámara fotográfica de la guantera del automóvil y los fotografió uno por uno, luego abrió la pesada puerta e hizo entrar a los niños en la casa, al mismo tiempo que gritaba:
– Lupe, Lupe. Tenemos invitados. Haga algo bueno de comer porque estos chicos tienen mucha hambre.
Luego los llevó adentro de la casa, pasaron por dos cuartos grandes con sofás y sillones y por último a un corredor. Iba abriendo puerta tras puerta diciendo:
– Un cuarto para cada uno.
Alex entró en el suyo. No tenía las paredes de cemento pintadas de color celeste como en la casa de su tía, este cuarto estaba empapelado con flores y había una cama con una colcha a lunares y almohadas haciendo juego, un escritorio con una silla, una mesita redonda y un sillón. En la cama había tres animalitos de peluche.
– ¿Te gustan?, preguntó George. Son tuyos. Puedes dormir con ellos esta noche. Pero primero te vas a dar un baño.
Lo llevó a un gran cuarto de baño, Alex miraba todo con la boca abierta, mosaicos rosados, pileta brillante y, empotrada en la pared, una bañera. Era la primera vez que Alex veía una bañera. En la casa de la tía había una única ducha en el patio en donde todos se bañaban detrás de una cortina. Ahora decía el extranjero que ese cajón era una bañera y que allí se tenía que bañar. El hombre abrió los chorros y llenó la bañera de agua. De un frasco vertió unas gotas verdes que hicieron que el agua se llenase de espuma blanca. Todo el cuarto de baño olía bien.
– Sácate la ropa, dijo George. Me voy ahora. Ahí tienes tu jabón y tu champú. Y esa toalla verde es para ti.
Alex se desvistió y probó la temperatura del agua. Estaba caliente, deliciosamente caliente. Se metió en la bañera, qué sensación maravillosa, levantó el pie y vio los dedos, saliendo de la blanca espuma. Era la primera vez en su vida que se bañaba con agua caliente. No pudo evitar sonreír. Vio la sonrisa en el espejo arriba de la bañera. Alex disfrutaba. Así quería vivir siempre. Ojalá que esto no se termine nunca, pensó. Y en ese momento fue como si todo lo anterior dejase de existir, mamá que se fue con sus cuatro hermanos y lo dejó, papá que se fue a Houston sin siquiera despedirse. Ya no existían. Habían desaparecido. Ahora vivía en una gran casa con jardín, se bañaba en una bañera llena de agua caliente y se secó luego con una toalla tan suave que era como secarse con una nube.
Cuando todos los niños se habían bañado con agua caliente fueron al comedor. Allí había una mesa servida con seis platos y la cocinera, que se llamaba Lupe, entró con pollo asado, ensaladas, arroz y botellas de a litro de Coca–Cola.
Los niños se miraron entre ellos.
– El paraíso, dijo el Rata y se rió. Yo que creía que estaba en el cielo, ahora sé que estaba equivocado, está aquí en la tierra.
Les sirvieron helados de chocolate y rodajas de mango fresco de postre.
George se levantó de la mesa y dijo:
– Quédense sentados. Voy a hacer unas llamadas.
Tan pronto como George dejó el cuarto entró la cocinera Lupe. Era una mujer gorda, todo en ella era abundante y expansivo y amistoso de alguna manera. Pero el rostro estaba serio. Se inclinó y empezó a decirle algo en el oído a el Rata, pero justo en ese momento George regresó y la cocinera se enderezó y empezó a levantar la mesa.
El extraño llevó a Alex a su cuarto, abrió la cama y sacó la colcha. Le alborotó el pelo y le dio un rápido abrazo antes de irse del cuarto. Alex durmió rodeado de los animales de peluche, sonreía todavía cuando se durmió.
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Cinco niños vendidos |
Alex se despertó descansado, había dormido toda la noche de largo, sin despertarse una sola vez. En el desayuno George dijo que iban a ir al centro, de compras.
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