A veces, cuando su padre no trabajaba, pedían prestado un bote e iban al mar a pescar. Una vez llenaron un balde con pescados en pocos minutos. Alex puso un nuevo anzuelo y tiró el hilo. Se acordaría toda la vida de este momento como el más feliz de su infancia, además de cuando su mamá regresó. Tiró el hilo y sintió el tirón enseguida. Le corría la excitación por todo el cuerpo, sentía que era un pescado grande el que había mordido el anzuelo, sintió cómo luchaba debajo de la oscura superficie, nadando para un lado y para el otro.
– Ahora puedes recoger el hilo, dijo su padre, pero con cuidado para que el pescado no se escape. El pez invisible se resistía cuando él empezó a recoger el hilo. Miró a su padre, que le sonreía para darle ánimos y le decía:
– Anda despacio, lo vas a sacar.
Recogió el hilo de a poco, le cortaba las manos, pero no dejaba de tirar. El pez luchaba como un salvaje en el agua. Todavía no lo veía pero se sentía pesado y grande. Se apoyó en los pies firmemente y con el hilo alrededor de la mano seguía recogiendo, de a poco, centímetro a centímetro, sintiendo todo el tiempo el tamaño del pez, debía de ser enorme. De pronto el agua explotó en una nube que lo salpicó todo y allí estaba un inmenso pez brillante de color plateado. Se cayó para atrás en el bote.
El gran pescado plateado cayó encima de él.
– ¡Fantástico! Es un dorado, dijo su padre. ¡Qué buen pescador que eres! Has pescado un dorado inmenso.
El pescado era tan grande que les dio de comer toda una semana. Dorado frito era lo más rico que Alex había comido.
Peleaba mucho en la escuela. A Alex le gustaba pelear. De repente un día su padre lo dejó en la casa de un tío en el norte del país. No iba a ir más a la escuela, iba a trabajar. El tío manejaba autobuses. Alex los lavaba y cargaba el equipaje y gritaba en la estación de autobuses: ¡A la frontera con Guatemala! ¡A la frontera con Guatemala!
Un día el tío se accidentó con el autobús y murió. Era triste, pero lo bueno fue que su padre vino a buscarlo y volvió a su casa. El perro Blondie estaba contento de verlo de nuevo.
– Vamos a mudarnos, dijo el papá un día cuando volvió del puerto con un racimo de bananos cargado al hombro. Nos vamos a mudar a la casa de tu tía, en Tegucigalpa.
– ¿Dónde es?
– Es la capital de Honduras, te gustará.
Blondie no los acompañó. Cuando Alex le preguntó a su padre por el perro le dijo que se lo había dado a un vecino.
Se mudaron a la casa de la tía Ana Lucía. Tenía muchos niños. Alex empezó la escuela. Cuando estaba en tercer año, se despertó un día y vio que la cama de su padre estaba vacía.
– ¿Dónde está papá?, le preguntó a la tía.
– Se ha ido.
– ¿Adónde?
– A los Estados Unidos. Va a tratar de entrar sin papeles y a encontrar un trabajo. Cuando lo consiga va a mandar dinero.
– ¿Se ha ido con mi mamá?
– No, ella tiene otro marido ahora.
Ni su madre ni su padre mandaron noticias.
Alex estaba cada vez más callado, por las noches lloraba.
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¿Ha llamado alguien? |
Un día cuando Alex estaba solo en la casa entró al cuarto de la tía, en donde ella dormía con sus hijas. No había nada adentro que él quisiera ver, pero al lado de una de las camas estaba el único espejo grande de la casa.
Se vería de cuerpo entero.
Quería ver con sus propios ojos qué era lo que estaba mal en él. Quería entender por qué tanto su padre como su madre lo habían abandonado. Por qué él no valía nada.
Estaba claro que había algo mal en él.
Su madre se había llevado a sus hermanos pero a él lo había dejado. Quería saber por qué. ¿Era porque era feo? ¿O era tonto? ¿O había hecho alguna travesura? Pero por más que pensaba no podía recordar que hubiera hecho algo malo o hubiera sido más travieso que sus hermanos.
Miró al muchacho del espejo. No veía nada extraño en él, era como un niño cualquiera. Vio el pelo negro y enredado, los ojos oscuros, la boca que se quería reír pero que ahora estaba muy seria, con las comisuras de los labios para abajo.
Tenía una vaga memoria de que sus hermanos acostumbraban llamarlo “Orejas de perro”, hace como cien años, cuando vivían al lado del mar. Se levantó el pelo y se miró las orejas. No tenía orejas de perro, quizás eran un poco salientes, pero eran normales.
Oyó que la puerta que daba a la calle se abrió y salió en silencio del dormitorio.
La vida en la casa de la tía era una constante espera.
¿Vendrían pronto? Miraba para la calle varias veces por día, esperando que su madre se bajara de un taxi y que su papá también volviera. Sabía que su madre había encontrado un marido nuevo en Los Ángeles, en ese país que se llamaba Estados Unidos. Su padre había dicho que iba a tratar de ir a otra parte de los Estados Unidos. Iba a tratar de ir a Houston, le había dicho a la tía. Pero de todas maneras, Alex pensaba que vendrían a buscarlo juntos. Tenía en la cabeza una película que pasaba varias veces cada día. Un taxi que se detiene afuera de la casa, de él se bajan su padre y su madre, contentos de verlo, lo abrazan y dicen que lo han echado de menos. Le traen regalos. Su mamá le trae ropa y su papá le trae una pelota de fútbol y zapatos para jugar al fútbol. Se lo llevan. Van al aeropuerto y se suben a un avión. Allí acostumbraba terminar la película. No se podía imaginar la vida juntos, lejos, en los Estados Unidos.
La tía lo mandaba a la escuela. Estaba en tercer año. La maestra lo quería mucho y decía que era muy inteligente. La tía no era mala, no le pegaba, pero de todas maneras él se mantenía a distancia. No se sentía a gusto en esa familia tan grande. El esposo de su tía, su tío, trabajaba en un taller y volvía todas las noches y se sentaba a comer con su mujer y todos sus hijos. Les hablaba y reían juntos. Intentaba integrar a Alex a la conversación, pero Alex casi siempre estaba callado. Se sentaba en una esquina, comía rápidamente y era el primero en levantarse de la mesa.
Porque ésta no era su familia.
Él no quería que ésta fuera su familia. Él tenía una familia propia. Era con ellos con quienes quería estar.
Cada vez que se sentaban a comer pensaba: tienen que venir a buscarme, ahora tienen que venir.
El hijo más pequeño de la tía, Martín, era un año más joven que Alex. Alex sentía un odio profundo por Martín. No quería ir con él a la escuela y trataba siempre de empujarlo o de patearle las piernas cuando jugaban al fútbol. Un día rompió el juguete más bonito de Martín, un carro de bomberos.
Cada día que Alex volvía de la escuela preguntaba esperanzado:
– ¿Ha llamado alguien?
Nunca llamaba nadie, nadie que preguntara por él.
Alex no quería estar en la casa de su tía y trataba de estar lo más posible afuera. Empezó a ir al mercado cerca de la casa, allí vendían frutas y verduras. A veces lo dejaban ayudar, llevaba basura en una carretilla pesada, pelaba cebollas, apilaba naranjas. A veces le pagaban dándole algo de comer, a veces algo de dinero. Cada vez que le daban dinero compraba golosinas o jugaba a las maquinitas. No le contaba nunca a la tía que le habían dado dinero, no pensaba compartir con ella su plata.
Pero cada vez que volvía a la casa de la tía preguntaba:
– ¿Ha llamado alguien?
Un día no aguantó esperar más. Una gran rabia había salido a la superficie, se la quería agarrar con alguien. Quería romper algo, quería ver fuego. ¿Y si le prendía fuego a la casa? Su tía estaba de espaldas a la estufa y revolvía una gran olla con frijoles. Entró al dormitorio de ella y enojado abrió un cajón en donde guardaba fotografías. Buscó allí las que quería encontrar. Eran las dos fotos de su madre. Las habían tomado cuando su madre regresó; en una foto estaba ella sola, frente a una mata de flores, de hibiscos rojos.
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