Lleno de pánico miró un rostro con un bigote negro y de expresión enojada. Vio que el hombre de bigote negro que se inclinaba sobre él estaba vestido con uniforme y que de su cinturón colgaban una pistola y un garrote.
El hombre lo miró fijamente un instante, antes de patearlo. Alex gritó y trató de escaparse, pero el hombre del uniforme fue más rápido, lo tomó por los pies y lo arrastró por todo el restaurante. Alex vio que los demás clientes lo miraban, pero nadie dijo nada. También se dio cuenta de que el guardia abría una puerta de una patada y cuando estaban adentro el guardia lo puso de pie.
Alex vio que estaban en la cocina del restaurante. El personal vestido de blanco estaba inmóvil, mirándolo fijamente.
– Trató de comer de un plato que había quedado en una mesa, dijo el hombre con uniforme. ¿Le doy una paliza?
La pregunta parecía dirigida a un hombre que no estaba vestido con ropas blancas sino con un traje y corbata y zapatos brillantes.
– No, dijo el hombre, no alcanza con eso. Enciérralo en la cámara frigorífica.
¿Cámara frigorífica? ¿Qué era eso? Refrigerador sabía lo que era, su tía tenía uno y un vecino tenía un pequeño congelador, pero de una cámara frigorífica no había oído hablar nunca. ¿Y cómo podía ser peor que una paliza?
El hombre uniformado abrió una puerta de acero. El frío lo asaltó, pudo ver cajones con pollos congelados y de ganchos en el techo colgaban jamones, pedazos de carne y chorizos.
– Veinte grados bajo cero, que te aproveche, dijo el guardia riendo. Fue lo último que Alex oyó antes de que lo echaran adentro de la cámara frigorífica. Se cayó de rodillas y se apoyó en las manos, mientras la puerta se cerraba con un ruido sordo. Todo quedó oscuro porque allí adentro no había luz alguna.
Las manos se le pegaron al piso congelado y las tuvo que arrancar de allí. El frío lo paralizaba. Alex que había vivido toda la vida en un país tropical no sabía que existía un frío de ese tipo.
El pánico lo hizo levantarse, sus gritos angustiados rebotaban en el oscuro y frío cuarto.
Golpeó la puerta de acero.
Le dio patadas.
Gritó más alto.
El frío terrible le mordía las mejillas y las manos. Tenía tanto frío que temblaba. Aún en medio del pánico, todavía tenía hambre y tanteó en la oscuridad y sintió que tocaba algo. Eran chorizos congelados. Sacó uno de ellos del gancho y se lo metió en la boca. Pero estaba muy duro y tan frío que se quemó la lengua, se lo sacó de la boca y se lo metió en el bolsillo. Tomó otro y se lo puso en el otro bolsillo.
Meterse un chorizo congelado en el bolsillo era un acto optimista, un acto de mirada al futuro.
¿Pero hay algún futuro para alguien encerrado en un frigorífico? Recordó una expresión que había oído una vez, la sala de espera de la muerte. Esto debía de ser la sala de espera de la muerte.
Temblaba de frío. Golpeó de nuevo la puerta. Tenía tanto miedo que ya no gritaba.
Golpeaba y golpeaba.
Pero nadie abrió.
Alex se desmoronó sobre el piso congelado. Trató de gritar pero ya no tenía fuerzas. Una niebla oscura se lo llevaba para atrás, para abajo, lejos, ya no se resistía. Antes de perder el conocimiento se preguntó si su tía sabría que se había muerto en una cámara frigorífica. Y si se moría aquí, ¿quién se haría cargo del entierro? ¿Lo enterrarían? Y su madre y su padre, ¿se enterarían de cómo había muerto su hijo menor?
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Burger King Blues |
La puerta de acero se abrió y el guardia uniformado que había encerrado al niño en la cámara frigorífica vio que estaba tirado en el piso, hecho un nudo, cerca de la puerta. Tenía los ojos cerrados y el rostro pálido como el de un muerto. No sirvió de nada que le gritara: ¡DESAPARECE AHORA! y le dio una patada liviana en el estómago; el muchacho estaba inmóvil en el piso de cemento. Por un instante el guardia tuvo miedo de lo que había hecho. Entonces vio que el cuerpo del muchacho temblaba de frío y se tranquilizó, el chiquillo vivía. Lo levantó en los brazos y lo llevó a través de la cocina. Uno de los cocineros abrió la puerta y el guardia lo dejó en un patio trasero, con la espalda contra una lata de basura.
Alex oyó cómo la puerta se cerraba detrás suyo.
Abrió los ojos y no supo donde estaba, pero ya no estaba en la cámara frigorífica. Que estaba en el exterior era claro. ¿Estaba muerto? No, en el cielo no estaba, porque cuando miró alrededor se dio cuenta de que estaba sentado apoyado en una lata de basura maloliente. En el cielo no había latas de basura. No, él había sobrevivido y estaba en algún patio trasero. Encima de él vio el cielo azul. ¿Habría cielo en el cielo? No lo había pensado antes. Pero estaba convencido de que estaba todavía en la tierra y había sobrevivido a la cámara frigorífica.
Debería de estar enormemente alegre, pero no sentía nada. Los dientes le castañeteaban y las manos se sentían como pedazos de carne congelada, no las podía mover. Pero la luz del sol le caía sobre el cuerpo y de pronto le empezaron a doler las manos y los pies y no pudo evitar llorar de dolor y por todo lo que le había pasado. Entonces recordó los chorizos. Se metió una mano dolorida en el bolsillo, pero los chorizos estaban todavía duros y congelados.
Cuando por último se pudo enderezar y levantarse, empezó a caminar en dirección al centro pobre y gastado de la ciudad, allí era su casa. Pensaba en una sola cosa: chorizo. Cuando los chorizos se descongelen me los comeré.
Se sentó en un banco verde en el pequeño parque de La Merced. La barriga le dolía por el hambre, pero los chorizos seguían helados. Los puso al lado de él, en el banco, al sol. Después de una larga y hambrienta espera los chorizos se habían calentado lo suficiente como para que pudiera comer el primer bocado.
Se rió. Mmm. Nunca había comido algo tan rico. Trató de masticar lentamente para hacer durar los dos chorizos lo más posible. Justo cuando se metía el último trozo de chorizo en la boca oyó una voz que decía:
– ¿Qué estás comiendo?
Era el Rata. El muchacho que le había dado la idea de irse a vivir a la calle. Allí estaba, frente a él, flaco y desnutrido, con la cara llena de cicatrices y unas botas que le quedaban grandes.
– Chorizo, dijo Alex con cierto orgullo. Los robé de una cámara frigorífica. Me encerraron ahí, pero yo me llevé unos chorizos cuando me soltaron.
– ¿Te metiste en un restaurante?
– Sí, en algún lugar en la parte fina de la ciudad, no sé cómo se llama pero había bancos allí.
– Tú estás loco. ¿No sabes que todos los restaurantes tienen guardias armados? Si uno pasa al lado de ellos y pide dentro de los restaurantes o come comida de los platos, te va mal. Te pueden pegar o matarte. Entiende, eso no se hace. Ningún niño de la calle se atreve a hacer eso más. ¿Te vas a tu casa a Pedregal ahora?
Alex sacudió enérgicamente la cabeza.
– No, no, no, vivo en la calle ahora.
Ese día Alex recibió su primera lección en el arte de sobrevivir en la calle. Primero, hay que parecer un niño de la calle, dijo el Rata. Alex estaba todavía bien vestido, pero los pantalones se habían engrasado con los chorizos y después de su primera noche en la calle empezaba a tener la cara sucia.
– Pero de eso no tienes que preocuparte, dijo el Rata. Se va a resolver. En tres días vas a parecer uno de nosotros.
Y otra cosa, no entres nunca a un restaurante.
Afuera de Burger King había ya tres muchachos. Estaban sentados con la espalda recostada a la pared y las miradas dirigidas hacia la puerta. Todos parecían un poco mayores que Alex. Nadie dijo su nombre, lo miraban con desconfianza, pero el Rata dijo:
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