Mónica Zak - Alex Dogboy

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Alex vive en la calle con sus perros, desde que su familia lo abandonó, no tiene otra compañía. Es a ellos a quienes confía sus más íntimos pensamientos. Todos lo llaman «el niño de los perros», Dogboy. A través de los ojos de Dogboy conoceremos la realidad de los niños de la calle de Honduras, realidad que comparten los niños abandonados en otras partes del mundo, historias azarosas de sobrevivencia, plagadas tanto de miseria y abandono, como de esperanza y solidaridad. Esta novela es la primera parte de una trilogía.

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En la otra estaba rodeada de todos sus hijos. Él estaba adelante de todos. Había tenido esas fotos en la mano tantas veces que ahora estaban gastadas y un poco sucias. También encontró la foto de pasaporte de su padre. Ni siquiera lo miró. En otro cajón encontró su partida de nacimiento y sus certificados de la escuela.

La tía estaba todavía en la cocina, dándole la espalda. Se llevó una caja de cerillas y se fue al patio. En un rincón encontró unos papeles de periódico con los que hizo una bola. Arriba puso ramitas secas y pasto, tenía suficiente para hacer una fogata. Las llamas tenían mucha fuerza.

Prendió otra cerilla. Primero quemó las fotos de su madre, luego la pequeña foto de su padre, al final quemó su partida de nacimiento y sus notas de la escuela.

Lloraba.

Cuando no había nada más que un pequeño montón de cenizas se enderezó y se fue.

– Adiós, gritó, dirigiéndose a nadie en particular y empezó a correr calle abajo, alejándose de la casa verde de su tía. Mientras corría sintió una gran alegría, una alegría desenfrenada y salvaje. Se distanciaba de la casa verde. Iba a empezar una vida nueva. Cuando dio vuelta a la esquina y tomó el camino que lo llevaría al centro se dio vuelta y gritó:

– ¡Y no volveré más!

Una buena vida Ahora comienza la vida pensó Alex Su amigo el Rata que - фото 7 Una buena vida

Ahora comienza la vida, pensó Alex.

Su amigo el Rata, que vivía en la calle, se lo había sugerido. Era el primer niño de la calle con el que había hablado. Se habían encontrado en el mercado: el Rata, un muchacho delgado y lleno de cicatrices, se le acercó:

– Me pareces conocido. ¿No vives en Pedregal?

– Sí, respondió, expectante.

Tuvo miedo al principio porque había oído que los niños de la calle eran peligrosos y podían de pronto sacar un cuchillo y acuchillarlo a uno.

– Yo también vivía en Pedregal, dijo el Rata. Crecí allí, en la casa de mi abuela. Pero me fui. Me fui a vivir a la calle. Es bonito vivir en la calle. Uno no necesita trabajar, alcanza con pedir limosna. Todos dan dinero, es fácil. Pero lo mejor de todo es que nadie lo manda a uno. Nadie molesta. Nadie dice: "Ahora tienes que ir a la escuela." Nadie dice que hay que lavarse los dientes. Nadie dice ahora es hora de acostarse.

Es una buena vida, dijo el Rata antes de irse y desaparecer entre toda la multitud del mercado.

Era para allí que Alex se iba ahora. A vivir la buena vida en la calle. Estaba excitado y contento. Como no tenía dinero para el autobús fue caminando hasta el centro de la ciudad. Caminaba con pasos largos, moviendo los brazos, silbaba.

Fue una larga caminata.

Cuando por fin llegó a uno de los puentes que atraviesan el río Choluteca supo que había llegado a su destino, estaba en el centro ahora, era allí que iba a vivir su nueva vida. Pero la larga caminata lo había cansado mucho, la camisa estaba pegada en la espalda, le dolían los pies y tenía mucha sed. También tenía hambre y se arrepentía de no haber comido nada en casa de la tía antes de salir para empezar su vida de niño de la calle.

La sed era lo peor. La boca estaba tan seca que tenía dificultades para tragar. Se preguntó ¿dónde tomarían agua los niños de la calle? ¿Dónde estaba el agua? En casa de la tía bastaba con abrir un chorro. Sí, el río, por supuesto. Se detuvo en la mitad del puente, se apoyó en la baranda y miró para abajo, para el río Choluteca.

Agua marrón oscura, olor pegajoso, basura maloliente en las orillas. Su mirada se detuvo en el cadáver hinchado de un perro que iba lentamente por debajo suyo. El mal olor y el perro muerto lo hicieron irse rápidamente. Se dio cuenta de que lo mejor era no beber el agua del río, pero ¿cómo apagaría su sed? ¿Había chorros en las calles? ¿Cómo hacían los niños que vivían en la calle?

No veía ningún chorro.

Alex entró en la enorme aglomeración que constituía centro de la ciudad. Autos sonando la bocina, amontonamiento en las aceras, vendedores gritando lo que vendían; todo lo inquietaba y lo confundía. La sensación de confianza lo estaba abandonando. La angustia lo envolvió como un pulpo de brazos largos. ¿Cómo se las iba a arreglar?

Afuera de un restaurante vio a unos niños sentados con la espalda recostada a la pared; de que eran niños de la calle no cabía ninguna duda. Se veía en la ropa que les quedaba demasiado grande y en las bolsitas con pegamento que rítmicamente se llevaban a la boca y a la nariz. Cuando vio que el Rata no estaba entre ellos caminó para el otro lado de la acera. Los niños estos lo asustaban, sin embargo, sabía que tenía que tomar contacto con ellos. De alguna manera se convertiría en uno de ellos.

Una buena vida, había dicho el Rata. Es fácil pedir limosna, todos dan, le había dicho.

Pero ¿cómo se hacía para pedir?

Llegó al Parque Central y vio las altas torres de la catedral gris. En la escalera de la iglesia vio unos mendigos acurrucados, no eran niños, sino ancianos, con ropas andrajosas y sin zapatos. Los miró un rato. Ninguno de ellos decía nada, pero extendían la mano como una garra hacia todos los que subían por los escalones que llevaban a la iglesia. Alex vio que eso funcionaba, de vez en cuando a alguno de los ancianos le daban alguna moneda.

El hambre y la sed lo hicieron animarse.

Subió por los escalones y se sentó en uno de ellos, un poco alejado de los viejos mendigos, él también extendió su mano derecha hacia todos los que venían. Los ancianos lo miraban fijo, sin simpatía, pero nadie dijo nada.

Ni una sola persona de las que entraba a la iglesia le puso una moneda en su mano extendida.

De todas maneras se quedó allí sentado, extendiendo la mano.

Debajo de la escalinata en donde estaba crecían árboles gigantescos. Allí arriba, dentro de las coronas de los árboles, había pájaros, no los veía pero los sentía. Se escondían entre la tupida hojarasca, los oía trinar con tono agudo. Sonaba desagradable y amenazador y aquí en la escalinata de la catedral desapareció el último resto de la sensación de aventura. Lo que le quedaba: el hambre, la sed y una gris y pesada tristeza.

Por último Alex se dio por vencido, se levantó y con el paso cansino descendió los escalones y empezó a moverse entre la gente de la plaza. Sabía que tenía que hacer algo. A la casa de la tía no iba a volver jamás. Por eso tenía que aprender a pedir.

Tenía que empezar ahora.

Pero no se animaba aquí, entre tanta gente.

Caminar por ahí era una tortura, todo lo que se vendía en la plaza era para comer. Un vendedor de helados iba con su carrito, tocando una campanita para atraer a los compradores. Para no verlo, Alex miró para otro lado. Su mirada se detuvo en un puesto donde vendían fresas rojas. Había comido fresas sólo una vez en su vida. No iba a olvidar jamás el gusto dulce de las fresas. ¿Comería fresas de nuevo? Sin fuerza siguió caminando. Por todas partes cosas para comer. Golosinas. Papitas. Tabletas de chocolate. Refrescos fríos. Algunas mujeres vendían tortillas de trigo rellenas de frijoles, muchos habían comprado y estaban sentados en el muro, a la sombra de los árboles y comían tortillas y bebían refrescos en latas frías.

Alex apartó la mirada para no ver.

Pero lo peor era el olor. Cinco mujeres vendían cosas para el almuerzo, servían grandes porciones de arroz y carne asada en platos de cartón. La carne olía tan bien que quería llorar y trató de no acordarse de las exquisitas tortillas de su tía y de su carne asada.

No, tenía que sobreponerse.

Tenía que empezar a pedir.

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