Mónica Zak - Alex Dogboy

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Alex vive en la calle con sus perros, desde que su familia lo abandonó, no tiene otra compañía. Es a ellos a quienes confía sus más íntimos pensamientos. Todos lo llaman «el niño de los perros», Dogboy. A través de los ojos de Dogboy conoceremos la realidad de los niños de la calle de Honduras, realidad que comparten los niños abandonados en otras partes del mundo, historias azarosas de sobrevivencia, plagadas tanto de miseria y abandono, como de esperanza y solidaridad. Esta novela es la primera parte de una trilogía.

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AHORA MISMO.

Como no soportaba los tentadores olores de la comida que se vendía en la plaza se fue de allí, a una calle con mucho movimiento de vehículos. Pero era peor. Allí estaba MacDonald’s. Afuera, en la acera, vendían helados. El olor dulce a helado de vainilla lo hizo detenerse a olerlo mejor.

El aroma que le entraba por la nariz le llenó todo el cuerpo de nostalgia. Una vez había estado allí con su tía y todos sus primos. 5 lempiras costaba un barquillo con helado de vainilla, 6 lempiras costaba un barquillo con helado de vainilla y chocolate. Se detuvo como paralizado recordando el sabor de su helado preferido, mitad de chocolate y mitad de vainilla, y recordó cómo se sentía el pasar la lengua sobre el helado frío y delicioso. La cola para comprar era larga y el olor a vainilla lo hizo quedarse. Probablemente fue el aroma de la vainilla que lo hizo valiente, porque de pronto se adelantó y se puso a la cabeza de la cola, mirando a todos los que pagaban y se iban con un helado en la mano. Los miraba a cada uno con mirada suplicante, inclinando la cabeza. Los que compraban debían darse cuenta de que allí había un niño de la calle, terriblemente hambriento, que más que nada en la vida quería un helado de vainilla y chocolate.

Uno detrás del otro pagaban, recibían su barquillo envuelto en una servilleta blanca y se iban. Nadie parecía darse cuenta del hambre que Alex tenía.

La gente no lo miraba.

Era como si fuera invisible.

El hambre lo obligó a cambiar de táctica.

Ahora iba a extender la mano justo en el momento en que un cliente recibía su helado.

Estaba claro que eso alcanzaría para hacerles ver que tenía tanta hambre y le darían el helado.

En ese momento vio a dos muchachos que con paso decidido venían hacia él. Dos chicos grandes, con las caras sucias y pantalones que se arrastraban por la tierra. Tenían suéteres grandes y rotos y bolsitas con pegamento en la mano. Fueron directamente a él.

– Vete a casa de tu madre, le gritaron con voces roncas.

Se fue corriendo.

Era fácil pedir, todos dan, había dicho el Rata. Pero ¿cómo se hacía? Quizás lo veían demasiado limpio. Se miró en el espejo de un escaparate y pensó que ahora entendía. No parecía un niño de la calle. Se había puesto sus pantalones vaqueros limpios por la mañana y una camisa azul y sus zapatos de tenis Adidas. No hacía mucho le habían cortado el pelo.

Ese era el problema.

No parecía un niño de la calle.

Dio vueltas sin meta alguna. No se acordaba ya de la gran alegría de la mañana. Lentamente se metió por una calle peatonal en donde los vendedores que vendían discos compactos trataban de ensordecerse con la música. Salsa, rock pesado y rap se mezclaban en gran algarabía. Dio vuelta y llegó a una pequeña plaza rodeada de casetas azules y verdes. Todas esas casillas eran restaurantes. Los comensales se sentaban en bancos afuera y comían. Alex vio que tres personas se levantaban y se iban, dejando tres botellas de Pepsi a medio beber en el mostrador.

Alex apresuró el paso. Se adelantó y bebió rápidamente de una botella y luego de la otra y luego la tercera.

Nadie le gritó. Nadie lo apresó. Se fue rápidamente de allí. Sintió cómo la alegría le volvía. Iba a salir adelante. Había aprendido el primer truco de supervivencia.

Por primera vez había saciado su sed en la calle.

En una esquina de la plaza estaba la viejísima iglesia de Los Dolores, con la fachada pintada de verde y blanco y pequeñas repisas en donde cientos de palomas se amontonaban. Delante de la iglesia había vendedores ofreciendo verduras. Cada uno de ellos tenía una carretilla llena de las verduras más bonitas que había visto en su vida. Brócoli. Remolachas. Atados de ajos. Tomates hinchados de sol. Zanahorias gigantescas. Berenjenas negras y brillantes. Chiles rojos, verdes y amarillos. De tanto en tanto los vendedores echaban agua encima de las verduras, para que brillaran aún más.

Alex pasó al lado de las carretillas de los verduleros. Iba muy derecho mirando para todos lados. Entonces los vio. Dos verduleros que estaban parados hablando entre ellos. Rápidamente se agachó y arrancó una zanahoria de un manojo y salió corriendo.

Corría como si lo persiguiera el diablo.

Corrió por el medio de una bandada de palomas que comían en la plaza, afuera de la iglesia; toda la bandada salió volando.

– Disculpen, no era mi intención, murmuró mientras seguía corriendo, como nunca había corrido antes. Se metió la zanahoria dentro de la camisa azul. Sólo cuando había pasado de largo la iglesia y una calle con mucho tránsito se animó a detenerse y a mirar para atrás. Ningún verdulero enojado lo perseguía y no se veía a ningún policía con el arma en la mano.

Se detuvo, respiró aliviado, se metió la zanahoria en la boca y empezó a comerla.

La cámara frigorífica La Pepsi y la zanahoria le devolvieron el buen humor - фото 8 La cámara frigorífica

La Pepsi y la zanahoria le devolvieron el buen humor. Iba a salir adelante. Todo se iba a resolver.

Pasó su primera noche en la calle en una acera, apelotonado, para evitar el frío. Dos veces lo despertaron las pesadillas. Una cuando su mamá se fue con sus cuatro hermanos. Se despertó con las palabras “Tú no puedes venir con nosotros” resonándole dentro de la cabeza. El corazón le saltaba y tenía dificultades para respirar. La otra vez se despertó oyendo a su padre decirle a su tía que se iba a ir a los Estados Unidos. “Pero el chico no puede acompañarme. No se puede entrar en los Estados Unidos con un niño tan feo.”

Se despertó temprano, congelado y hambriento. Pero de todas maneras estaba contento. Había dejado la vida triste y sin esperanzas detrás de sí, aunque lo acosara en los sueños. Se levantó y empezó a correr para calentarse. Después de un rato sus dientes dejaron de castañetear y pudo caminar con paso normal.

Hoy voy a aprender cómo conseguir comida pensó.

Cuando haya aprendido voy a buscar al Rata.

El día en que iba a aprender a conseguir comida fue largo. Caminaba sin rumbo. Horas y horas. Vio que había llegado a la parte elegante de la ciudad. Pensó que ayer había bebido tres Pepsis y comido una zanahoria. Hoy necesito más comida. Pensó en el dorado que había pescado y del que su papá y él habían comido una semana entera. Pensó en el pollo asado de la tía. Y pensó en golosinas. Pensó en pasteles. Sólo pensaba en comida. Para el que tiene hambre no existen otros pensamientos.

Pero ¿cómo iba a conseguir comer? ¿Intentaría pedir de nuevo? ¿O seguiría robando? Entonces recordó algo que su tío había dicho: “En este país hay gente tan rica que no come todo cuando van al restaurante. Van a lugares finos, piden los platos más caros, pero dejan la mitad en el plato, tan ricos son.”

Se preguntó si sería verdad.

Los pies le dolían, encerrados dentro de los Adidas, ardía de sed y trataba de no pensar en comida, pero era imposible. Se paró afuera de un restaurante y miraba con hambre para adentro, por las ventanas. Vio mesas con manteles blancos y gente bien vestida comiendo. Una pareja se levantó y empezó a ir hacia la puerta y vio que era exacto lo que su tío había dicho. En la mesa estaban todavía sus platos con comida, copas medio llenas de un líquido rojo.

Vio su oportunidad.

Cuando la pareja salió, él corrió para adentro. Se apuró a llegar hasta la mesa, se tomó lo que había en una de las copas, tenía mal gusto, probablemente era vino, algo de lo que él había oído hablar pero que no había probado nunca. Estiró la mano a uno de los platos y tomó un trozo de carne y se lo metió en la boca. Masticaba lo más rápido que podía, pero aún así pudo notar que la carne tenía muy buen sabor, se derretía en la boca. Iba en camino de tomar otro trozo cuando sintió un brazo alrededor del cuello y lo tiraron al suelo.

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