Con base en la información obtenida mediante el estudio antropológico, se llevó a cabo un programa de alfabetización y castellanización para abatir el retraso cultural en el que se encontraban los pueblos indígenas. Esta política educativa proponía una educación integralista que tenía por objetivo la incorporación de los indígenas a la sociedad nacional, a su ritmo, de acuerdo con sus tendencias naturales al progreso, con el fin de “hacer coherente y homogénea la raza nacional, unificando el idioma y [haciendo] convergente la cultura” (Gamio, 1916: 10).
Durante la presidencia de Álvaro Obregón se creó la Secretaría de Educación Pública, que dirigió José Vasconcelos (1920-1923). Vasconcelos aprobó e impulsó la formación de las misiones culturales, esto es, una campaña educativa con el propósito de castellanizar y proporcionar las herramientas necesarias para formar parte de la sociedad en general, entre las cuales se incluía la práctica de oficios y técnicas agrícolas. La institución encargada de tal propósito sería la Casa del Pueblo, que más tarde se llamaría Escuela Rural, donde la educación se dirigiría a toda la comunidad para promover un desarrollo integral.
En el año 1926 se fundó en la ciudad de México la Casa del Estudiante Indígena; su propósito era educar a jóvenes indígenas mediante la convivencia con los citadinos. La idea era que los jóvenes regresaran a sus comunidades y difundieran y multiplicaran los conocimientos, inquietudes y hábitos aprendidos en esta experiencia, posicionándose como intermediarios culturales entre la nación y sus lugares de origen. Pero la realidad fue otra, estos jóvenes ya no quisieron regresar a sus comunidades. Para Aguirre Beltrán (1973), si bien esta experiencia no dio los resultados esperados, sí obtuvo logros en la concepción de la capacidad intelectual de los indígenas. Según este autor, la supuesta falta de capacidad intelectual era una de las razones con las que se justificaba el fracaso de los intentos educativos anteriores; sin embargo, la experiencia de la Casa del Estudiante Indígena demostró que este argumento era infundado.
Moisés Sáenz, subsecretario de Educación durante la presidencia de Plutarco Elías Calles, quien en un principio pugnaba por la incorporación de los indígenas, después de instalar la Estación Experimental de Incorporación Indígena en Carapan, Michoacán, 4cambió sus puntos de vista respecto de la educación. Después de esta experiencia concluyó que la escuela no es el vehículo suficiente para alcanzar las metas propuestas, se trata más bien de un problema de medios de comunicación.
La incorporación del indio es un problema de ingenieros, querámoslo o no; un problema de zapapico, pala y asfalto. Otro instrumento eficaz para cambiar al indio es la modificación de su régimen de trabajo, lo cual equivale a cambiar su economía (Sáenz en Aguirre Beltrán, 1970: XXIII).
Después de esta experiencia, Sáenz elimina el término “incorporación” y lo sustituye por el de “integración”. El plan de integración no pretendía suprimir la cultura indígena, sino más bien agregarle los elementos de la cultura nacional que contribuyeran al progreso de estas poblaciones. La escuela integrante debía castellanizar desde las propias actividades, tomando en cuenta la socialización de los adultos, manteniendo un equilibrio entre el individuo, el grupo y la nación (Sáenz, 1939).
A partir de la tercera década del siglo se va desarrollando una nueva tesis indigenista que difiere de la incorporativa, en tanto que se valoran las culturas indígenas como contribuyentes positivos a programas regionales. Se comienza a crear una línea de acción en dos vías donde lo indio y lo nacional aprendieran uno de otro en programas determinados por regiones (Brice Heath, 1986: 140).
En 1940 se realiza el Primer Congreso Indigenista Interamericano, en Pátzcuaro, Michoacán, para fijar estrategias comunes de solución para “el problema indígena”. En este evento, en el que participaron 18 países y entre los asistentes se encontraban representantes indígenas, había opiniones encontradas:
…se puso de manifiesto la contradicción entre quienes defendían un respeto irrestricto a las culturas indígenas y las posturas de quienes ponían énfasis en la necesidad de subordinar la diversidad étnica a la creación de culturas nacionales modernas y homogéneas (De la Peña, 1997: 8).
Desde este congreso se planteó la necesidad de hacer partícipes del progreso occidental a los pueblos indígenas, pero ahora “respetando” la cultura e idioma vernáculos. Una de las resoluciones del congreso efectuado en Pátzcuaro fue la creación del Instituto Nacional Indigenista (INI) en 1948. A partir de entonces el Estado termina por asumir la responsabilidad del indio y define la “política indigenista”.
Alfonso Caso, a cargo del INI, al entender al indio como perteneciente a una comunidad, encaminó la política indigenista a la transformación de las comunidades. Las comunidades estaban enmarcadas en una región intercultural 5, esto es, en una región dominada por un núcleo formado por la población mestiza o ladina que controlaba los recursos estratégicos de la región intercultural. El núcleo mantenía marginada a la población indígena y la explotaba como mano de obra.
La política indigenista se proponía modificar este esquema e impulsar el desenvolvimiento justo de la interdependencia entre las partes de la región intercultural, que desembocara en un beneficio mutuo y acelerara el proceso de integración nacional. La intención era introducir elementos básicos de la cultura industrial y tecnológica que mejoraran el nivel de vida, pero al mismo tiempo pugnaba por conservar los aspectos culturales distintivos de los pueblos indígenas.
Se planeó lograr este objetivo a través de diversas líneas: educativas, políticas, agrícolas y sanitarias, para llegar a la aculturación y la igualdad ciudadana y con esto a una integración sociocultural. La principal estrategia para lograr estos propósitos fue el establecimiento de centros coordinadores, como organismos regionales que tenían por objeto a toda la comunidad, con un programa flexible de adaptación a la cultura local. Se instituye la escuela como una transición a la cultura nacional pasando por una cultura regional. Todo esto mediante promotores de cambio cultural provenientes de las comunidades, que indujeran la inevitable aculturación que conlleva la modernización (Aguirre Beltrán, 1957).
La política integracionista adquiere mayor impulso a partir de la celebración de la Sexta Asamblea de Educación, en 1963, en la que se aprobó el método bilingüe utilizado por maestros indígenas. Esto repercutió en una serie de modificaciones al sistema educativo, tales como la creación del Servicio Nacional de Promotores Bilingües (1964) y de la Dirección General de Educación Extraescolar (1971), que en 1978 pasaría a ser la Dirección General de Educación Indígena (DGEI), donde se originó el sistema de educación bilingüe-bicultural.
A partir de 1968, la acción indigenista y su énfasis en la modernización desarrollista enfrenta fuertes críticas desde diversos frentes (De la Peña, 1996). Entre los actores críticos del indigenismo se encuentran intelectuales indígenas que asumen su tarea desde la resistencia cultural. Se va conformando lo que Bertely (1998b) llama el paradigma etnicista, representado principalmente por Bonfil Batalla e institucionalizado con la creación de la DGEI.
La Dirección General de Educación Indígena (DGEI), a través del sistema de educación indígena bilingüe-bicultural, pretende lograr la integración sociocultural partiendo de la revalorización de la cultura y lengua de cada grupo étnico para adquirir el conocimiento de la “cultura nacional”. No obstante el cambio en los planteamientos educativos y la intención de valorar la “cultura local”, el aparato burocrático por el que se deslizan las políticas educativas hasta su aplicación abre un gran trecho entre la teoría y práctica. La educación escolar sigue siendo transformadora de la cultura local en función de una dominación nacional (Calvo y Donnadieu, 1992).
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