Se estima necesario elevar a rango constitucional el derecho de todos los mexicanos a una educación pluricultural que reconozca, difunda y promueva la historia, costumbres, tradiciones y, en general, la cultura de los pueblos indígenas.
Cabe destacar que en las propuestas se hace énfasis en una educación bilingüe-intercultural, en sustitución de la educación bilingüe-bicultural. Sin embargo, no se hace explícita una definición clara en cuanto a la diferencia entre los dos términos y lo que la educación intercultural implica.
La falta de explicitación de la demanda educativa propicia cuestionamientos, como muestra Benjamín Berlanga (1995). El autor señala que las demandas educativas del EZLN son tan escuetas que no permiten diferenciarlas de las propuestas educativas del Estado. Desde una perspectiva de dominación-resistencia, Berlanga cuestiona si esta coincidencia se debe a la falta de definición de una estrategia educativa propia o a que ya se han asumido como propias las estrategias de dominación.
El reclamo educativo plasmado en Los Acuerdos de San Andrés, aunque sigue siendo poco desarrollado, al mencionar la educación intercultural dentro del marco de la autonomía y libre determinación, se la vincula con la búsqueda de un diálogo intercultural. En este sentido, los documentos muestran dos puntos principales: el derecho de la sociedad nacional de tener acceso a las voces de todos aquellos que la integran, y su derecho de descubrir campos de superposición en las culturas, que propicien un acuerdo entre culturas. Esto implicaría que, por un lado, en la educación debe existir una relación entre culturas, no sólo en las escuelas indígenas, sino en todas las escuelas del país, y por otro, el derecho de los indígenas de llevar a la acción su voz respecto de sus intereses educativos.
Sin embargo, nueve meses y medio después de firmados Los Acuerdos, el presidente Ernesto Zedillo pidió quince días para consultar con juristas y realizar comentarios a los acuerdos. Pero el resultado de esta consulta no fue sólo comentarios, sino una nueva propuesta legislativa que difiere de lo acordado en San Andrés. En ella se establece, respecto del ámbito educativo: “El Ejecutivo Federal, en consulta con las comunidades indígenas, definirá y desarrollará programas educativos de contenido regional en los que se reconocerá la herencia cultural de los pueblos indígenas”.
En este párrafo, el Ejecutivo Federal se define como el principal actor en la decisión de contenidos educativos, tomando en cuenta a los indígenas en un segundo plano: sólo les concede el derecho de ser consultados. Con esto, no sólo hace a un lado Los Acuerdos de San Andrés, sino además retrocede un paso respecto del Convenio 169 de la OIT, donde se indica que la decisión desde la planeación educativa debe ser conjunta entre el gobierno y los indígenas.
Todo lo descrito anteriormente muestra cómo no se han creado los mecanismos —al parecer ni siquiera existe una voluntad— para llevar a la práctica educativa en las comunidades indígenas lo que se plantea legalmente. La escuela se ha convertido en una necesidad para los indígenas; los reclamos sobre la aplicación del Convenio 169 de la OIT muestran la inconformidad con su operación actual y, en el fondo, la búsqueda del poder de decisión en cuanto a la educación que quieren para sus hijos.
Efectos de las políticas de educación indígena
Las políticas de educación indígena no sólo no han tenido los efectos esperados, sino que han tenido otros resultados no necesariamente planeados. Si bien parecen haber logrado la formación de sujetos que, a través de la educación formal, se convirtieran en intermediarios entre el Estado y las comunidades indígenas, las intenciones y prácticas de estos maestros no necesariamente coinciden con las del Estado, al ser sujetos con poder de decisión, con intereses colectivos y/o individuales insertos siempre en un contexto específico.
Los jóvenes escolarizados
En la política indigenista, la formación de jóvenes indígenas que operaran como maestros y promotores de aculturación era una estrategia importante para lograr el cambio cultural y “mexicanizar al indio”. Durante las décadas en que predominaba el indigenismo se creó una capa social de indígenas que se encontraban en la línea de la relación étnica: conocían, de algún modo, la “cultura nacional” y la “cultura indígena”.
Algunos de estos jóvenes, más allá de lograr las intenciones de homogeneidad nacional como pretendía el Estado, posteriormente, llegaron a cuestionar —y cuestionan todavía— la política indigenista y más aún el proyecto nacional.
María Eugenia Vargas (1994) muestra, en un estudio sobre los maestros bilingües tarascos, que estos intermediarios culturales no son agentes pasivos que sólo transmiten la ideología dominante, sino que también reaccionan a ella y tienen la posibilidad de manipular su identidad indígena.
La autora compara esta categoría social, a la que llama “élite intelectual”, con la “intelligentzia nativa”, formada por indígenas que han estudiado en diversas universidades fuera o dentro del país. Éstos últimos luchan por la dignidad y los derechos de los pueblos indígenas, mientras que los maestros bilingües se caracterizan por considerarse como agentes civilizadores que difunden la cultura mestiza.
Sin embargo, la política educativa que designó a los maestros bilingües como transmisores oficiales de la “cultura nacional” también propició mecanismos para el fortalecimiento de la cultura indígena y de la identidad étnica. El trabajar en sus comunidades y conocer sus problemas económicos, sociales y políticos, a la par del contacto que mantienen con la sociedad mayoritaria, contribuyó a que los maestros tomaran conciencia de su condición de grupo dominado y valoraran sus especificidades culturales.
La creación del sistema educativo bilingüe-bicultural constituyó para los maestros indígenas una oportunidad de acceso al poder económico y, en algunos casos, al poder político al interior de sus comunidades o en el ámbito municipal. El empleo que asegura el sistema magisterial, les otorga cierto poder económico que provoca la diversificación social en comunidades que viven principalmente de actividades agrícolas.
Los maestros indígenas contaban con conocimientos sobre el mundo indígena y el de la sociedad envolvente, esto los colocó en el foco de expectativas de la comunidad, que exigía su papel de guías e intermediarios ante las instituciones no indígenas para resolver sus problemas, otorgándoles de esta manera poder y situándolos como intermediarios políticos (Vargas, 1994; Pineda, 1993; Camus, 1997).
Sin embargo, el poder que les otorgó tanto el Estado, al delegarles la responsabilidad de integración de la nación, como las comunidades no sólo lo ejercen para el bien colectivo sino que, en ocasiones, algunos lo aprovechan para los intereses individuales y para reforzar estructuras de poder regionales. Esto es lo que plantea Luz Pineda al decir que “las escuelas donde se capacita a los promotores y maestros bilingües son verdaderos centros de reclutamiento y preparación de cuadros para el caciquismo local y regional (Pineda, 1993: 197) 9.
Al planear la estrategia del Estado de formar maestros indígenas como intermediarios que impulsaran la construcción de la nación, al utilizarlos como instrumentos, parece que se olvidó de que los maestros son personas con poder de decisión. Este poder del maestro, aunado a las ventajas de tener un sueldo fijo y de conocer dos culturas (la indígena y la nacional), hace todavía más inciertos los resultados esperados por la política indigenista. Los maestros pueden optar por utilizar este poder de diferentes maneras: pueden actuar conforme a los intereses del Estado, o a los de alguna comunidad, o a los suyos propios. De esta manera, los efectos de esta estrategia indigenista no van en línea mecánica y directa, sino que se diversifican o se revierten.
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