Álvaro González de Aledo Linos - Santander-Bretaña-Santander en el Corto Maltés, un velero de 6 metros

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Santander-Bretaña-Santander en el Corto Maltés, un velero de 6 metros: краткое содержание, описание и аннотация

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En este libro el médico y navegante cántabro relata la travesía que en 2015 realizó con su pequeño velero hasta Bretaña. Al estar el barco despachado solo para la navegaración a 12 millas las travesías las realiza siempre costeando, lo que le obliga a seguir el relieve de la costa sin atajos.Pero lejos de ser un inconveniente el autor lo considera una ventaja, pues le permite conocer a fondo los sitios por los que navega, entrar en puertos desconocidos, y relacionarse más con la gente pues como él afirma"con un barco pequeño caes simpático en los puertos y te dan más facilidades que si llegas con un superyate.Y eso también cuenta". Además el pequeño calado le permite internarse en las aguas interiores, allí donde los barcos más grandes no pueden entrar.La bahía de Arcachon, el Golfo de Morbihan, o los cuatro ríos sorprendentes de la costa atlántica de Francia (el Marle, el Auray, el Vilaine y el Loire) algunos de ellos con calado inferior a un metro o que se secan en bajamar, pasaron bajo la quilla del Corto Maltés impregnán- ole de sus maravillosos paisajes y proporcionándole multitud de anécdotas que nos relata en estas páginas.El objetivo del autor es transmitir a los propietarios de veleros pequeños la convicción de que pueden realizar grandes navegaciones y descubrir sitios paradisíacos y muy cercanos, que son desconocidos precisamente por sus dificultades de acceso a los barcos mayores.

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“Advertencia: el brazo Este del dique de fuera todavía está en construcción (nota: en realidad ya se ha abandonado la idea de finalizarlo). Es preciso utilizar la entrada principal y no intentar atacar por el brazo Este”.

Sin que sirva de precedente este comentario que voy a hacer poniendo en duda a la famosa guía, en este caso es una exageración de la prudencia. Hay más de 10 metros de fondo por encima de los bloques que se vertieron y para los barcos deportivos, que es a quienes va dirigida la guía, no es muy importante por nuestro pequeño calado. Hemos visto pasar por el brazo Este incluso a barcos de tráfico portuario y a los mismos prácticos, lo que descarta su peligrosidad. La advertencia es válida para los mercantes, esos sí que no deben pasar. Hay que tener en cuenta que si hay oleaje la mitad de la altura de la ola es un valle que desciende por debajo del nivel medio del mar, y la otra mitad una cresta que asciende por encima. Eso quiere decir que si hay olas de 8 metros, cuando el barco está en el valle tiene 4 metros menos de profundidad, y por lo tanto solo 6 metros de agua sobre los bloques, lo que para un mercante puede ser suficiente para chocar con ellos.

Pasado este controvertido espigón todavía quedan 10 millas náuticas (unas dos horas y media de navegación) hasta el interior de la ría del Nervión. Queríamos llegar hasta el muelle de cortesía del Museo Marítimo Ría de Bilbao porque el día siguiente presentábamos allí el libro sobre nuestra actividad de vela solidaria con niños de oncología[2], invitados por la Asociación Itsasamezten (Asociación Vasca de Capitanes, Patrones y Navegantes) y el Museo Marítimo, y además teníamos una cita con una emisora de radio, a dos pasos del Museo, sobre el mismo tema. “Vela” y “solidaridad”, dos palabras aparentemente tan contradictorias que parece que no caben en la misma frase, y que sin embargo habíamos sido capaces de juntar en Santander. Volviendo a nuestra navegación, nunca habíamos remontado la ría de Bilbao para conocer ese atraque por el gran rodeo que hay que dar (20 millas entre entrar y salir) y porque en nuestras habituales travesías por la costa de Euskadi preferimos tirar en línea recta hasta Plenzia (43º 24,4’ N; 2º 56,7’ W) un puertecito en el interior de una ría, con muy poco calado pero suficiente para el Corto Maltés, lo que nos evita también la larga curva del golfo de Bilbao. Pero la ría de Bilbao era una asignatura pendiente porque nos habían hablado muy bien de ese sitio tan céntrico para conocer la ciudad, y nos faltaba conocer el interior de la ría con todas sus peculiaridades.

Al inicio de la ría pasamos a vela por debajo del Puente Colgante de Portugalete (43º 19,3’ N; 3º 1,0’ W). Es un puente transbordador de peaje, construido en 1893 por el arquitecto Alberto de Palacio y Elissague, que une las dos márgenes de la ría del Nervión, siendo el primero de su tipología en el mundo. Enlaza Portugalete con el barrio de Las Arenas, en Getxo, así como las dos márgenes. Se construyó para unir los balnearios existentes en ambas orillas de la ría, destinados a la burguesía industrial y a los turistas de finales del siglo XIX. En su diseño intervino el ingeniero francés Ferdinand Arnodin, autor también del puente transbordador de Rochefort que intentaríamos conocer en este mismo viaje y cuyo perfil es muy semejante. El de Portugalete tiene 160 metros de longitud y 61 de altura, por lo que no supone ningún obstáculo para los veleros. Pero tiene una barquilla colgada pocos metros por encima del agua que hace el trayecto de una orilla a otra, y que tiene absoluta preferencia sobre la navegación por el río. Hay que dejarla pasar y hace el viaje más o menos cada ocho minutos, por lo que hay que estar muy pendiente y calcular bien para no entorpecerla. El puente se destruyó en la Guerra Civil española y se reconstruyó en 1941. Realiza viajes las 24 horas del día y ahorra un trayecto por carretera de casi 20 kilómetros, por lo que es muy utilizado. Más recientemente se habilitó un paso peatonal en la viga superior que ofrece una visión espectacular de todo el abra y de la ciudad, y en 2006 fue declarado Patrimonio de la Humanidad. Aunque inicialmente se pintaba en negro, ese color absorbía más la radiación térmica y causaba dilataciones que deterioraban algunas piezas. Algo similar nos explicaron en el Canal de Midi, cuando dimos la vuelta a España, que ocurría en las esclusas, algunas de las cuales no podían abrirse en las horas de más insolación por las dilataciones del hierro, y en este mismo viaje en el Puente de Cran, en el Río Vilaine, como comentaré en otro capítulo. Por eso desde 2010 se pinta de color rojizo, que es el que tenía cuando nosotros pasamos bajo él.

Una vez pasado el puente nos adelantó el barco de los Prácticos y se acercó a nosotros dando muestras de mucha efusividad y haciéndonos fotos. Esto nos hizo suponer que son pocos los veleros que se aventuran a remontar la ría. En ese momento bajamos las velas para seguir la navegación a motor de una forma más segura. El segundo puente que atravesamos fue el de la autopista (43º 17,7’ N; 2º 58,4’ W) con una altura libre impresionante que no supone ningún problema para los veleros. Es de hormigón y sin ningún atractivo. El paisaje de la ría es industrial, con grúas, tinglados portuarios, embarcaderos y desembarcaderos de mercantes, edificios en ruinas, etcétera. Todo este trayecto lo hicimos orientados por el programa de navegación para coches Sygic en el teléfono móvil, porque no teníamos cartografía náutica de la ría y al fin y al cabo ya estábamos navegando por el interior de la ciudad y sus barrios, y la ría tiene bifurcaciones que acaban en fondos de saco portuarios y habríamos perdido mucho tiempo con las equivocaciones. Además, cada vez que nos cruzábamos con un barco le pedíamos indicaciones a voces. Como en todos los ríos, de vez en cuando bajaba algún tronco flotante que había que esquivar, además de alguna basura.

En el último recodo de la ría se hace visible el Museo Marítimo Ría de Bilbao por una grúa de color rojo impresionante que está en sus instalaciones y que se ha dejado como recuerdo de la época industrial de la ría. Se la conoce como “la grúa Carola”, una grúa cigüeña construida en los años cincuenta y que fue la más potente de España (levantaba 60 toneladas; como comparación, las del puerto de Raos, en Santander, levantan 16). Cuando se construyó era de color gris. Funcionó hasta 1984 en que cerraron los astilleros Euskalduna y la adquirió el ayuntamiento bilbaíno que la donó, junto al resto de las instalaciones, para el museo. Su cabina de mandos está a 35 metros sobre el suelo y se movía sobre vías para desplazarse por el muelle. Debe su nombre a una mujer que cruzaba la ría en un «gasolino» desde Deusto para ir a trabajar en Hacienda. Tal era el atractivo de la chica que llegaba a parar la producción del astillero cada vez que pasaba, y la grúa era un sitio privilegiado para seguirla con la vista. Se cuenta que uno de los directivos le dijo:

“Señorita, me saldría más rentable pagarle un taxi todos los días para que no cruzase la ría”.

Hoy será una venerable anciana y espero que el tiempo haya pasado tan bien por ella como por la grúa que la inmortalizó. El recodo del Museo Marítimo es el sitio más río arriba que pudimos alcanzar con el velero, pues enseguida está el puente Euskalduna, con menos de seis metros de vano, que no nos permitía pasar. En la siguiente curva está el famoso Museo Guggenheim. Este muelle de cortesía del Museo Marítimo (43º 16,0’ N; 2º 56,8’ W) es poco conocido y poco frecuentado, a pesar de la comodidad de encontrarse en pleno centro de Bilbao. Nada más llegar nos encontramos una sorpresa inesperada que con el calor que hacía agradecimos mucho: una ducha al aire libre al lado de la ría. Sin preguntar nos apresuramos a enjabonarnos y ducharnos en plena calle. Luego nos dimos cuenta de que es del Club de Piragüismo Bilbobentura, que utiliza ese mismo pantalán, y todos los chicos que volvían de la piragua hacían lo mismo. Cuando por la noche quisimos repetir la ducha había desaparecido. Resulta que es una ducha portátil propiedad del Club y solo la mantienen mientras están en sus instalaciones. Por la noche la retiran.

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