Para poder varar nos hizo falta conseguir unos puntales para que el barco pudiera quedar en seco en las bajamares sin desequilibrarse ni caerse de lado. El Corto Maltés es de orza abatible pero tiene en el fondo un quillote en el que se apoya. Este quillote es una seguridad pues es de hierro y si te posas en fondo irregular o que no sea de arena, aguanta mejor que si apoyas el casco de fibra de vidrio, que puede fisurarse si pilla debajo una piedra o una concha. Pero a cambio ofrece un equilibrio precario que hay que mejorar con los puntales. Conseguir los puntales fue toda una odisea, pues no encontramos ninguna empresa en España que los vendiera. Aquí no se acostumbra a varar ni siquiera los barcos de orza abatible. Los pedimos al astillero Jeanneau en Francia, el fabricante del barco, pero se les habían agotado, si bien nos pusieron en contacto con una fábrica de materiales de aluminio que fabricaba unos telescópicos y con varios modelos de anclaje para la cubierta, que sirven para varios modelos de barco modificando su longitud. Como la fábrica es francesa nos los tuvieron que mandar por mensajería.
La adaptación de estos puntales a tu barco la primera vez es lo complicado, ya que al ser telescópicos es difícil que coincidan con la altura del barco a la perfección. Si los dejas un poco más largos te arriesgas a que todo el peso del barco apoye en los puntales aunque sea unos minutos, y los anclajes de la cubierta (unos simples cáncamos sujetos a la fibra con dos tornillos pasantes) no están diseñados para eso. Y si los dejas un poco más cortos te arriesgas a que el barco se apoye en el quillote y se venza hacia uno de los lados sin quedar vertical, con el peligro de que el puntal de ese lado ceda y el barco se caiga. Entre dejarlos un poco más largos o un poco más cortos optamos por lo segundo. Como íbamos a varar en zonas de lodo y arena, no en cemento como la rampa de un puerto, supusimos que el propio peso del barco haría una pequeña cuna al quillote antes de que apoyasen los puntales, mientras bajaba la marea. Para la medida exacta esperamos a sacar el barco del agua para darle la patente antes del viaje. Bien asentado en la cuna del varadero pasamos una tabla de madera por el borde inferior del quillote y la enrasamos a la horizontal con un nivel. Luego colocamos uno de los puntales colgando en el aire (porque el barco, en la cuna, está más alto que apoyado en el suelo) y ajustamos su longitud para que la plataforma de apoyo quedase un poquito más alta que la madera. Luego pusimos el otro a la misma medida. Aparentemente era sencillo y solo quedaba probarlos antes de salir de viaje.
Para ello hicimos una prueba de varada en la playa del Puntal, caracterizada por su arena blanda y limpia y habitualmente por la ausencia de olas, pues está orientada al Suroeste, justo a sotavento del viento predominante en Santander en verano que es el Nordeste. Hay que estabilizar el barco con un ancla en la proa y otra en la popa, de manera que quede perpendicular a la dirección que traerá el agua cuando suba la marea y no le coja de lado. Avanzando de proa a la orilla tiramos un ancla por popa con unos 40 metros de cabo (primero era de 20 metros pero se quedaron cortos y tuvimos que empalmar otro cabo igual de largo) y seguimos avante con la orza subida hasta que la proa se clavó en la arena. Pero ese día se daban las peores condiciones, porque contra lo que es habitual en El Puntal, había olas y viento de lado (del Oeste) que hicieron que, justo al tocar el fondo de la orilla, el barco estuviera dando choquecitos contra el fondo durante una media hora, hasta que el agua se retiró por completo y quedó apoyado en el quillote. Entonces vino la calma total, y al ser la primera vez nos hacía raro estar en un barco que no se movía absolutamente nada. Además de repente se calmaron el viento y las olas y es cuando pudimos desembarcar en la orilla para hacer unas fotos. Más tarde, con el repunte de marea todo fue como la seda. Sin darnos cuenta de repente el barco estaba flotando. Cazamos del cabo del ancla de la popa y enseguida estábamos en aguas profundas. Tras reflotar, y como ya nos temíamos, la orza se quedó bloqueada en posición subida, seguramente por haberse metido arena a presión entre ella y el quillote. Probamos todas las técnicas que conocemos para destrabarla (la más útil suele ser coger olas de frente para provocar pantocazos, por ejemplo las que produce un barco de motor) pero ninguna sirvió y hubo que destrabarla buceando. Este bloqueo fue una decepción pues supusimos que en Francia nos pasaría lo mismo y conocíamos la suciedad del agua de los puertos, sobre todo los de varada, lo que no hacía muy agradable la idea de bucear en ellos. Por suerte durante el viaje vimos que no era lo habitual, y solamente dos veces en los dos meses y medio que duró la navegación tuvimos que bucear para destrabar la orza.
Además de adaptarlos en longitud hubo que encontrar acomodo para los puntales cuando no se usaban, lo que es difícil por su tamaño. Después de varias pruebas conseguimos situarlos en dos lugares. Mientras no se utilizasen irían colgados sobre la cabina de popa, justo en el realce del techo que corresponde por arriba a la brazola. Allí no estorban el uso de la cama de popa ni el acceso al pañol bajo la misma. Deben colocarse limpios y secos, y solo sirve para estibarlos entre las travesías o para el invernaje. Por el contrario cuando se utilizasen, que salen del agua sucios por el barro del fondo y llenos de algas y mojados, irían en la cubierta uno a cada lado de la cabina, sujetos por delante al cadenote del obenque y por detrás a uno de los candeleros. Aquí irían amarrados con el propio cabo que se usa para estabilizarlos hacia proa y popa cuando sujetan el barco. En este lugar se colocarían recién retirados, con toda su porquería, y luego se limpiarían in situ con baldes de agua o con la manguera en el pantalán. Como se situarían encima de las líneas de vida, tuvimos que revisar el recorrido de estas líneas para que el uso del puntal así estibado estorbara lo menos posible. No quisimos prescindir de ellas porque si una maniobra te obliga a usar las dos manos para la vela, solo te quedan para sujetarte al barco las pestañas.
Como también íbamos a entrar en puertos de varada con fondos de basa blanda (en la cual el barco se hunde hasta la línea de flotación, sin necesitar puntales porque en realidad queda flotando en el barro) nos preocupaba que el barro obstruyera las válvulas y las tomas de agua del fueraborda y se averiase. Probamos varios sistemas para aislar la cola del fueraborda, incluyendo bolsas o recipientes de plástico que instalábamos desde la bañera a través del pozo del fueraborda, pero ninguno nos convenció. Finalmente decidimos que cuando entrásemos a uno de estos puertos sacaríamos el fueraborda antes de bajar la marea y lo estibaríamos en la bañera, lo que nos haría un poco más incómoda la vida a bordo pero serviría para revisar la hélice y el ánodo. Finalmente es lo que hicimos durante todo el viaje y no resultó tan complicado como pensábamos, dada la ligereza del fueraborda Selva, solo 27 Kg frente a 45 Kg más o menos los de la competencia de la misma potencia, 8 CV.
En la vuelta a España llevábamos una tabla de surf para desembarcar remando, estibada en el triángulo de proa, pero la utilizamos poquísimo. Solo permitía desembarcar a uno y suponía una complicación adicional en la navegación. Había que cambiar la forma de estibarla según el rumbo: en ceñida hacía escorar y abatir al barco y la tumbábamos en cubierta, mientras que con el espí estorbaba la maniobra si iba tumbada y había que ponerla vertical contra los candeleros. Además estorbaba al fondear. Por eso para este viaje volvimos a intentar con una Zodiac. Probamos con una de las más pequeñas del mercado que nos ofrecieron prestada, pero anulaba completamente el triángulo de proa para las maniobras de fondeo o del espí, pesaba mucho para echarla al agua por encima del guardamancebos, y se tardaba un montón en desinflarla para meterla en su bolsa además de que no teníamos sitio para estibarla plegada. Por eso nos tuvimos que resignar a llevar como chinchorro un inflable de playa. Es una neumática Sevylor Karavelle KK65, de 228 cm de eslora con el fondo inflable, sin asiento y sin soporte para el fueraborda, por lo que solo se puede usar remando. Solo pesa 4,2 Kg, por su ligereza se puede secar en la botavara antes de doblarla, y se guarda en una bolsa más pequeña que una maleta de mano, lo que nos permitió estibarla en el pañol de la bañera. Aunque suficientemente segura para dos adultos (tiene hasta doble cámara y en teoría puede admitir hasta 165 Kg) no admite fueraborda y la posición para remar es incómoda, por lo que solo debe usarse en aguas muy abrigadas y para distancias cortas. Nuestra posición para remar era sentarnos enfrentados, o sea mirándonos, y remar uno hacia delante por una banda y el otro hacia atrás por la otra. Enseguida le cogimos el truco y hacíamos con facilidad las distancias desde el centro de una ría hasta la orilla, o en las islitas del golfo de Morbihan entre el barco (que siempre podíamos fondear muy cerca de la orilla) y la playa. Por supuesto no servía para desembarcar las bicis, aunque sí para transportar pequeños paquetes y la compra. Pero precisamente por su endeblez, en todos los sitios que necesitamos desembarcar las bicis y le explicamos al responsable de la marina nuestra dificultad, se apiadaba de nosotros y nos ofrecía llevárnoslas él al muelle.
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