Álvaro González de Aledo Linos - Santander-Bretaña-Santander en el Corto Maltés, un velero de 6 metros

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Santander-Bretaña-Santander en el Corto Maltés, un velero de 6 metros: краткое содержание, описание и аннотация

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En este libro el médico y navegante cántabro relata la travesía que en 2015 realizó con su pequeño velero hasta Bretaña. Al estar el barco despachado solo para la navegaración a 12 millas las travesías las realiza siempre costeando, lo que le obliga a seguir el relieve de la costa sin atajos.Pero lejos de ser un inconveniente el autor lo considera una ventaja, pues le permite conocer a fondo los sitios por los que navega, entrar en puertos desconocidos, y relacionarse más con la gente pues como él afirma"con un barco pequeño caes simpático en los puertos y te dan más facilidades que si llegas con un superyate.Y eso también cuenta". Además el pequeño calado le permite internarse en las aguas interiores, allí donde los barcos más grandes no pueden entrar.La bahía de Arcachon, el Golfo de Morbihan, o los cuatro ríos sorprendentes de la costa atlántica de Francia (el Marle, el Auray, el Vilaine y el Loire) algunos de ellos con calado inferior a un metro o que se secan en bajamar, pasaron bajo la quilla del Corto Maltés impregnán- ole de sus maravillosos paisajes y proporcionándole multitud de anécdotas que nos relata en estas páginas.El objetivo del autor es transmitir a los propietarios de veleros pequeños la convicción de que pueden realizar grandes navegaciones y descubrir sitios paradisíacos y muy cercanos, que son desconocidos precisamente por sus dificultades de acceso a los barcos mayores.

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Cuando pudimos entrar nos dirigimos a la gasolinera, entrando a babor después de un largo y estrecho pasillo de entrada. El puerto estaba abarrotado, y como tiene poquísimo margen para hacer las maniobras y muy escaso calado, allí dentro todo era complicado. El empleado que atendía la gasolinera, aun siendo de Arcachon, vivía curiosamente en Barcelona, donde tenía a su mujer y sus hijos y donde pasaba los fines de semana y las vacaciones. Entre semana iba a La Vigne a trabajar. Dominaba un poco el español y enseguida nos enrollamos. Nos contó que ese puerto se construyó en 1966 aprovechando una laguna, no conectada con el mar, que existía allí de forma natural desde tiempo inmemorial. Era de agua dulce, y al unirla al mar para hacer el puerto el agua salada desplazó de su hábitat a las ranas, que se habían instalado por los alrededores. Esa era la razón del incesante croar que más adelante nos amenizaría las noches, algo completamente sorprendente en un puerto de mar. Todo el subsuelo de Arcachon está lleno de bolsas de agua dulce, y de hecho en el Parc Mauresque, en el corazón de la ciudad, las fuentes para beber no son con agua a presión sino que tienes que hacerla subir del subsuelo con una manivela, como en las películas del Oeste. Además, el empleado nos congeló los frigolines varias veces a lo largo del día en la nevera de la gasolinera. Luego hablamos con el responsable de la capitanía que nos facilitó la plaza de amarre comprometida, por la que además finalmente no nos cobraron, todo un detalle con nosotros. Y no solo no nos cobraron sino que no nos pidieron ni los papeles del barco o del seguro, algo inaudito en las marinas. Realmente aquí se esfuerzan por que estemos cómodos los visitantes, señal de que reciben pocos.

El puerto es tan pequeño que la forma de amarrar los barcos es completamente atípica. Se les solidariza al pantalán por la popa, pues para ganar espacio no tiene fingers, ni tampoco amarras de proa por el extremo opuesto al pantalán, que entorpecería la circulación por los pasillos entre los pantalanes. Los barcos amarran con el máximo de tensión la popa al pantalán, intercalando materiales blandos para que no se rocen, y la proa queda libre. En las maniobras el espacio es tan reducido que protegen los fuerabordas contra los golpes con grandes colchonetas o “galletas” de las de dormir en la montaña. Además nos llamó la atención la enorme potencia de los motores que utilizan (eran habituales los de 250 o 300 CV) para poder hacer frente a las potentes corrientes de marea de las bocas de Arcachon. El premio a la desproporción se lo dimos a una motora cuyo fueraborda ocupaba la tercera parte de la eslora.

Desde La Vigne hicimos una excursión en bici al Faro de Cap Ferret (44º 38,7‘ N; 1º 14,9’ W). Es el que marca la entrada a las bocas de Arcachon, y uno de los pocos del mundo cuya luz es roja, suponemos que para marcar aún más la peligrosidad del lugar. También es el lugar de trabajo de los prácticos que contestan tus peticiones de consejo por la radio cuando entras o sales de Arcachon. Se llega a él por una pista ciclable entre pinares, toda en sombra, lo que se agradece mucho, aunque luego el edificio del faro está situado en pleno núcleo urbano y con gran número de turistas, tiendas de souvenirs, etc. El faro tiene una imagen característica, con la torre blanca y el tope de color rojo, como su luz. En su base se ha conservado, a modo de museo, uno de los búnkers de la Segunda Guerra Mundial que puede visitarse. Vimos las estancias de los soldados, el comedor, el dormitorio, las gruesas puertas y sus goznes de hierro, y hasta las estufas de leña con un mecanismo sencillo pero ingenioso para que si el enemigo metía una granada por su chimenea saliera al exterior. A la vuelta nos asomamos a través de las dunas a las playas del Oeste de la península de Cap Ferret, y al ver el mar desde allí comprendimos por qué los de la bahía llaman “el Océano” a lo que hay fuera. Vimos desde allí la extensión enorme del mar sin tierra alguna hacia el horizonte del Oeste, y las olas viniendo a romper contra la playa. Suponemos que algo muy de asustar para quien no ha navegado nunca fuera de las aguas protegidas de la bahía. Volvimos a La Vigne donde pasamos una noche tranquilísima y dormimos 10 horas seguidas, descansando de la noche loca de la Isla de los Pájaros y de la excursión en bici de la tarde. Este puerto está a sotavento de la península de Cap Ferret y disfruta de un microclima distinto al del resto de la bahía, siempre con ausencia de viento y varios grados más de temperatura.

Con la intención de conocer la punta del Cap Ferret (la excursión anterior había sido solo hasta el faro) la semana siguiente entramos otro día en el puerto de La Vigne a por gasolina y tuvimos la suerte de que nos volvieron a dejar ocupar una plaza vacía, también sin cobrarnos. Desde allí fuimos a conocer la península en las bicis. Fue providencial, pues en los otros sitios que habíamos pensado utilizar para desembarcarlas nos hubiera resultado imposible. Nuestra primera opción había sido la Jetée de Belisaire (44º 39,3’ N; 1º 14,2’ W) un pantalán de hormigón donde amarran los pequeños transbordadores que unen las dos orillas de la bahía, como en Santander las Pedreñeras.

Pensábamos que para unas horas podríamos amarrarnos allí, pero estaba prohibido. El plan B era haber varado en Mimbeau (44º 38,6’ N; 1º 14,6’ W) una playa que se seca en bajamar detrás de una península de arena y dunas, como El Puntal de Santander, justo a sotavento del Cap Ferret. El sitio es precioso, completamente protegido, pero el fondo es de basa y habría sido difícil, tirando a dificilísimo, bajar las bicis y además tendríamos que haber esperado casi 12 horas para volver a salir de allí navegando. Por otra parte una excavadora estaba trabajando y pasaba en bajamar entre los barcos con sus enormes ruedas, removiendo alguno de los fondeos. Por lo tanto la excursión la empezamos otra vez en La Vigne. El paisaje de la península de Cap Ferret es espectacular, siempre presidido por el famoso e inconfundible faro blanco y rojo. Llegamos hasta la mismísima punta del Cap Ferret, una playa salvaje donde aún permanecen búnkers de la Segunda Guerra Mundial, expuesta a los vientos y las olas del Océano, y que últimamente están protegiendo con muros de contención y estacas de madera para que no se deteriore porque las corrientes están mermando la playa. Hacía tanto viento allí que la cámara de fotos, al apoyarla en un tronco con el autodisparador, se cayó a la arena y tardamos varios días en extraer hasta el último grano, que impedía que se cerrase el objetivo. Después de comer volvimos a La Vigne a toda prisa para poder salir con la marea y tomar una boya en el exterior para echar la siesta, porque dentro era imposible aguantar por el calor.

Al acabar el día volvimos a Arcachon, donde inicialmente nos dieron un atraque muy cerca de las obras de dragado que estaban realizando en el puerto y pedimos que nos cambiasen. No pusieron inconvenientes y quiero llamar la atención sobre el extraordinario servicio de esta marina. Su personal es de lo más amable que he conocido en mis años de navegante. Te atienden enseguida y se desviven por facilitarte la estancia (también es verdad que era temporada baja, el mes de junio, y la marina no estaba saturada). Las instalaciones son ejemplares, en limpieza y orden, y solo echamos en falta que no tuvieran wifi, problema que se había solucionado cuando volvimos en 2015. En nuestra primera visita teníamos que ir obligatoriamente a una cafetería, dentro del puerto, que sí tenía. Hoy en día el wifi en las marinas es un servicio casi más importante y demandado que la duchas (para consultar la meteorología, hablar con la familia, etc.) y era sorprendente que no lo tuvieran. En sus instalaciones hay varias bombas para vaciar las aguas negras, las sentinas, e incluso una especie de fregaderos para vaciar y limpiar los retretes químicos. Esto último no lo había visto previamente en España y por el contrario sí, posteriormente, en varios puertos franceses. La evolución es lógica pues cada vez más barcos se están pasando a los WC químicos por la nueva normativa que obliga a llevar un depósito de aguas negras, que en los barcos pequeños no hay donde situarlo.

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