Marco Aurelio Larios López - Jalisco 1810-1910
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HISTORIADOR

Nació en Guadalajara el 13 de abril de 1857. Abogado por la Escuela de Jurisprudencia de Guadalajara, se especializó en la historia de México y el derecho internacional. Fue miembro de la Alianza Literaria de Jalisco, de la Academia Mexicana de Legislación y Jurisprudencia, entre muchas otras asociaciones. Además, fue rector del Liceo de Varones en Guadalajara, magistrado del Supremo Tribunal de Justicia del Estado y diputado del Congreso de la Unión. Murió el 15 de agosto de 1914 en Guatemala siendo entonces ministro plenipotenciario de México. De su obra sobresalen excelentes investigaciones como Apuntes históricos sobre la guerra de Independencia en Jalisco (1876), el Compendio de la historia de México desde los primeros tiempos hasta la caída del Segundo Imperio (1883) y la Historia particular del estado de Jalisco, desde los primeros tiempos de que hay noticia hasta nuestros días (1910-1911).
Guadalajara al momento de la Independencia
Guadalajara, capital del reino de la Nueva Galicia, en la época en que se proclamó la independencia de México, era una ciudad de 45,000 habitantes, modesta y bien hallada con el gobierno colonial porque el atraso intelectual en que se encontraba, y la falta de comunicación con poblaciones más cultas, hacían que fuese bien cortas sus aspiraciones.
Sus casas, con muy reducidas excepciones, eran todas de un solo piso, con grandes salones, numerosos patios y enormes corrales; atendiendo sus constructores a la solidez del edificio, descuidaban por completo la simetría y adorno exterior, de suerte que mientras sus paredes medían uno y dos metros de espesor, rara vez tenían dos puertas de la misma altura. Las calles anchas y bien orientadas carecían de empedrados y aun de aceras, y la irregularidad de las altas ventanas casi todas desiguales y con rejas de madera, les daban un aire triste y desagradable. La plaza rodeada de corpulentos fresnos, las numerosas plazuelas cubiertas de zacate y las calles escuetas, imprimían a la ciudad un aspecto melancólico que revelaba el poco movimiento que reinaba en ella.
En el interior de las casas, mientras abundaban las vajillas de plata y era raro el que, perteneciendo a la clase medianamente acomodada, carecía de ellas y de su tabaquera de oro, faltaban los objetos más preciosos para la comodidad y que aun siquiera se conocían. No se usaban las alfombras, viéndose apenas en los estratos de la mejor sociedad, tiras angostas de gruesas esteras que en pequeños espacios cubrían los polvorosos y cacarizos ladrillos; incómodos canapés forrados de seda de color rojo o amarillo subido, cubiertos por blanquísimos forros de lienzo de algodón, que se mudaban dos veces por semana, unas mesas rinconeras y unas sillas de bejuco con alambre amarillo incrustado, formaban el menaje de las salas, en las cuales se veían por adornos algún mal cuadro de la Virgen de Dolores o de Guadalupe, tres o cuatro estampas iluminadas de María Estuardo y algún espejo de cortas dimensiones con ancho marco de pino pintado, con columnitas delgadas con capiteles dorados. En el comedor veíanse espaciosísimas mesas de finas maderas sin pintar, a las que se sentaban por los dos lados en bancas de pino con anchos y lucientes clavos y en equipales a la cabecera, sirviéndose comidas frugales, como valiosas eran las vajillas en que se presentaban; y si se recorrían las piezas de habitación, se encontraban amuebladas por camas de madera y enormes roperos de pino pintado, con estampas en las puertas que representaban en grandes dimensiones el Ojo de la Providencia, con motes muy legibles que decían “Dios me ve”. Entraba la luz a las recámaras al través de los postigos de las puertas, cubiertos con papel de estraza, viéndose en una que otra casa, azulados cristales…
Una de las primeras noticias que se recibieron en Guadalajara del levantamiento de Dolores, fue la que comunicó el 21 de septiembre D. José Simeón de Uría que iba de diputado a las Cortes de Cádiz, por un propio enviado desde Arroyo Zarco, avisando al Ayuntamiento que D. Domingo Allende ha atacado varios pueblos, según se expresaba el brevete.
Fragmento tomado de: Velasco, Sara. Escritores jaliscienses. Tomo I (1546-1899). México, Universidad de Guadalajara, 1982, pp. 211-216.
Nuestros insurgentes ya andan rondando en el pueblo,
ya empezaron a susurrar en nuestros oídos:
Recuerden que son ustedes nuestros hijos,
griten que nuestra historia no ha terminado
Comuneros de Mezcala
-Estos indios se tienen que rendir —dijo el coronel Celestino Negrete a Fidencio, su asistente, mientras limpiaba su arma y miraba desde la embarcación la isla de Mezcala.
—Pos tá cabrón, coronel, ya van seis misiones que regresan jodidas desde que empezó este revoltijo hace un año, quién sabe cómo chingados se las gastan estos aborígenes —replicó Fidencio, quien tomó el arma limpia para enfundarla y guardó silencio ante la mirada amarga de su superior.
—Mira, Fidencio, mejor cállate el hocico. Conmigo se van a chingar, no pasa de mañana esa bola de mugrosos, van a salir de su islita pidiendo perdón y vomitando sangre —concluyó el coronel en tanto se desplomaba en la cama para dormir con la confianza a cuestas del arsenal a bordo y los más de 600 hombres a su mando.
Fidencio enmudeció. En sus adentros, el miedo y el coraje le recorrían de las vísceras a la piel. Porque, aun cuando se consideraba un soldado leal, también tenía mucho de indio; así le decían en el cuartel: “El Indio”. Las noticias de las derrotas del ejército realista ante los indígenas de Mezcala le hacían brincar más rápido el corazón. Un orgullo secreto le removía el pecho. No se sentía traidor al ejército, prueba de ello era su asignación como el hombre de confianza del coronel, pero el llamado de su raza se le arraigaba en el alma conforme se hacía viejo y se sentía más cerca de la muerte que, según él, lo esperaba siempre en la siguiente batalla.
Salió a cubierta y encendió su pipa. Observó, en la tranquilidad del lago de Chapala, el reflejo del cielo estrellado envuelto en la claridad de la luna llena. A lo lejos, la isla de Mezcala semejaba una bestia inmóvil en espera de su presa. Jaló aire, aventó el humo y miró al cielo pidiendo, una vez más, que los indios isleños libraran el ataque del día siguiente y con ello dejaran claro, de nueva cuenta, que eran dueños de su territorio.
Fidencio lo sabía tras los años de reclutamiento de muchos indígenas de la región que se agregaban al ejército para sobrevivir a los azotes españoles contra las comunidades ribereñas. Ahora, en la batalla que le aguardaba, la vida lo haría testigo de la lucha de un pueblo por su derecho legítimo.
Era la madrugada del 20 de junio de 1813. El lago del Chapala en calma y la extrema organización naval del capitán Felipe García —experto marino asignado a la misión— favorecían la estrategia militar de Celestino Negrete: atacar el noroeste de la isla por ser el lado más vulnerable. Fidencio se colocó entre ambos, al pendiente, como era su deber, de las instrucciones inmediatas de su coronel, quien mostraba un gesto de confianza por la ofensiva. El capitán García sentenció:
—Esta islita nos la llevaremos arrastrada entre las anclas de nuestros barcos —y miró a Negrete quien respondió con una sonrisa de tranquilidad.
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