Marco Aurelio Larios López - Jalisco 1810-1910

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12 autores jalisciences contemporáneos recuperan la anécdota y traen sus lectores los acontecimientos interesantes, curiosos, célebres o inusitados de Jalisco durante la centuria que va del inicio de la Independencia por el cura Miguel Hidalgo en 1810 hasta los festejos del Centenario en 1910 con Porfirio Díaz.

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Desde el primer día en casa del doctor Maldonado, me sentí mucho más a gusto que en la hacienda. Andaba de un lado para otro a mi completo parecer, pues aunque el señor era de recio carácter y bien conocido por sus ocurrencias, pasaba muchas horas fuera de casa haciendo diligencias políticas, enseñando a los bachilleres y preparando sus discursos. Un día de mucho calor, se le ocurrió ponerse en la cabeza una sandía partida. Así salió al balcón para gusto y algarabía de los niños que pasaban por ahí.

En la casa del doctor Maldonado había otras dos domésticas como yo. Una era mulata de color coyote. Se llamaba María Josefa y la otra era su hija, de nombre Damiana San Miguel. Ella era un poco más bermeja que yo. Pronto nos hicimos buenas amigas. A las seis de la mañana ya teníamos preparado el desayuno. Le servíamos chocolate acompañado de atole blanco amelcochado y bizcochos en canasta. A las diez de la mañana, después de sus primeras agencias, ya le teníamos preparado un asado de carnero o pollo con verduras frescas y un plato de frijoles fritos. Antes de irse otra vez, no dejaba pasar un jarrito de pulque bien serenado.

Nunca fue mi vida tan alegre, como en aquellos meses. Josefa, Damiana y yo salíamos al mercado municipal con nuestros canastos pajuelones. Había mucha vendimia por entonces. Comprábamos pollo destazado, carne seca, trigo, manteca, plátanos, codornices, cebollas, ajos, jitomates, limones, papas, tórtolas y a veces hasta cargábamos con un par de conejos. Por todos lados había tamaleras, vendedores de semitas y dulces de muchos colores. Una india atolera nos dejaba a buen precio el queso fresco y la leche de cabra. También comprábamos membrillos y canela para preparar codoñate. A Damiana le encantaban los probetes de jalea y fruta en almíbar. Nuestra felicidad se hizo más grande aún, cuando le pedimos permiso al señor Maldonado para asistir a los festejos, con motivo de la llegada a la ciudad, del señor Hidalgo. Además de darnos permiso nos dio monedas troqueladas para que fuéramos a comprarnos ropas nuevas. Ese beneplácito era muy raro para una esclava como yo. Ciertamente, algunos esclavos llegaban a heredar no sólo ropas, sino muebles, solares y hasta joyas de sus amos.

Llegó el día esperado. Era un 26 de noviembre. Nos levantamos muy temprano a prender los fogones para el desayuno. Yo misma preparé dos jarras de chocolate, tortillas y trozos de carnero con chile. El doctor Maldonado andaba muy carrereado y a la vez emocionado. Nos dijo que la llegada del señor Hidalgo a Guadalajara era crucial para los derroteros que habría de tomar la lucha insurgente. De las prisas, a Josefa se le cayó un perol de cobre y a mí casi se me olvidó apagar los fogones y bajar las bateas del pretil. Antes de ponernos las crinolinas, el doctor Maldonado nos apremió para que dejáramos preparado el horno con leña, los metates, las sartenes y varias botas de vino. “Hoy por la tarde vendrán a casa invitados de mucha prosapia”, nos dijo.

Nunca me imaginé que iba a vivir para presenciar una fiesta tan grande. Toda la ciudad estaba paralizada. Desde la azotea de la casa se miraba como un tapete de circulitos blancos alrededor de Catedral. Eran miles de sombreros apeñuscados. A medida que nos acercábamos, podíamos oír más clarito el griterío de la gente con sus niños en brazos. Las calles estaban adornadas con colgaduras de colores. Había trompeteros, vendedores de pulque, coheteros y muchas indias tiradas en la tierra con sus montañas de tamales y semitas dulces.

Eran como las cinco de la tarde cuando se abrieron dos enormes alas de gente para dar paso al famoso batallón de José Antonio Torres, que venía llegando desde Analco. Más atrás venía el Generalísimo montado a caballo con un estandarte que decía “Viva Ma. Sma. de Guadalupe”. A su paso, todo el mundo los aclamaba. Era cosa de ver la impresión que causaba cuando una lo miraba de cerca. Iba todo vestido de azul con sus botas de campaña, un sable cruzado en la cintura y los cabellos blancos arremolinados contra el viento. Parecía un león del desierto. Junto al general Hidalgo venían los señores Ignacio Aldama y Mariano Abasolo con sus viseras cuadradas y trajes color granate. Más atrás venía una comitiva de cien coches, más o menos, con un gran número de lanceros y guardias a caballo. Muchos de ellos andaban andrajosos y se veían de mal vivir. La gente, de todos modos, los vitoreaba y les ofrecía bastimentos para comer. Al señor Hidalgo ya lo esperaban en la puerta de la iglesia con un altar colocado a propósito. Ahí, el dean le dio agua bendita. Ya en el presbiterio se cantó el Te Deum y después salió de Catedral en procesión hasta el Palacio de Gobierno.

Esa noche no pude dormir. Presentía que algo muy importante estaba a punto de ocurrir en mi vida. Y así fue. Diez días más tarde, el doctor Severo Maldonado entró precipitadamente a la casa. Me dijo que buscara a María y a Damiana, pues tenía algo de suma importancia que decirnos. Así lo hice. Fui por ellas a la caballeriza y nos sentamos en la mesa grande del comedor. Esto nos dijo el doctor Maldonado: “María Josefa, Damiana San Miguel y María Sayavedra. Desde hoy son libres. La condición de esclavitud ha sido abolida para siempre.”

Nos quedamos mudas. Podíamos oír hasta el zumbido de las moscas verdes. En esos momentos no éramos capaces de comprender que estábamos escuchando y presenciando nuestro proceso de manumisión. “Mis palabras son del todo ciertas”, nos dijo el doctor Maldonado. “Hoy mismo, don Miguel Hidalgo y Costilla leyó un bando en Palacio, donde asienta puntualmente que todos los dueños de esclavos deberán darles libertad dentro del término de diez días so pena de muerte.” Las tres nos echamos a llorar como chiquillas. Yo tuve en mi mente a mis padres, a mis abuelos y a tanta gente que desde siglos atrás había nacido y muerto en el renacer de azotes y en la proliferación de miserias. Don Severo también estaba emocionado. Nos dijo que además de incidir en su propia casa, ese decreto era decisivo para toda la Nueva Galicia, ya que aún había muchos indios, negros y mulatos en espera de ser liberados.

Aún en posesión de sus cartas de libertad, María Josefa y su hija decidieron quedarse a seguir trabajando como domésticas en casa del doctor Maldonado. Yo esperaba hacer lo mismo, pero a la semana siguiente recibí otra sorpresa. Vino a Buscarme Valerio. Traía permiso de mis padres para desposarme. Entre los dos pusimos una pulpería junto al río San Juan de Dios. De vez en cuando alguien me pregunta por la M que aún traigo marcada en la cara. Yo nada más sonrío. “Es una letra muy vieja”, les digo, “no sé si algún día la historia me la va a borrar para siempre. No sé.”

Pedro Moreno

HÉROE DE LA INDEPENDENCIA

Nació en la hacienda de La Daga, municipalidad de Lagos, el 18 de enero de 1775. Hizo estudios en la capital de Jalisco. Cuando estalló la guerra en contra de la soberanía española, Moreno comenzó a relacionarse con los caudillos insurgentes. Mostró un alto espíritu de valentía. Con los campesinos que trabajaban sus tierras formó guerrilleros. Construyó su cuartel en el Fuerte de El Sombrero, en la sierra de Comanjá en Guanajuato. Se unió al esfuerzo de Francisco Javier Mina, quien siendo español estaba contra la forma de gobernar de los españoles. Ambos pelearon con furor contra ellos. Tuvieron victorias y derrotas. Al final, Pedro Moreno, lugarteniente de Mina, intentando que éste lograra escapar, le costó la vida un 27 de octubre de 1817. Mina fue capturado y fusilado el 11 de noviembre.

Jalisco 18101910 - изображение 8

Luis Pérez Verdía

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