Marco Aurelio Larios López - Jalisco 1810-1910
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Este libro hace esquina en las dos áreas de experiencia cognitiva de los tiempos actuales: la imagen y la escritura, mecanismos híbridos que constituyen juntos la nueva didáctica y la nueva pedagogía de las generaciones futuras.
Jalisco 1810-1910 puede verse asimismo como una opción, entre las múltiples probables, de hacer una antología de la historia de Jalisco (si esto fuera posible por la manera en que planeamos este trabajo conjunto). Ciertamente, faltan algunos personajes, algunos acontecimientos importantes también; serán ausencias notables, no nos cabe duda. Pero prolija es la vasta historia de los hombres que concurren en nuestra geografía local y nacional. Bástenos con los lectores de este libro que cuando lo mirasen y lo leyesen, pensaren en otros que habrían cabido como noticia y anécdota en este recuento del pasado desde el presente. De algún modo, los lectores podrán imaginativamente rellenarlo a su gusto.
No se deja de lado, por otra parte, el carácter de esta edición en el contexto universitario. Se trata de un libro publicado por la red de la Universidad de Guadalajara, conformada por catorce centros universitarios (seis metropolitanos y ocho regionales), el Sistema de Educación Media Superior y la UDG Virtual.
Javier Espinoza de los Monteros Cárdenas
Director
Editorial Universitaria
Mi nombre es María Sayavedra. Soy esclava de nacimiento. Nací en un pueblo de pocos caseríos llamado Tepatitlán. Mis padres eran Antonio Martín del Campo y Fernanda Martín del Campo. Llevaban los mismos apellidos porque así lo dispuso el amo de ellos, don Ignacio Martín del Campo. De ese modo cualquiera podía identificarlos como objetos suyos. Yo también fui dada en su propiedad. Siendo niña me marcaron una M en la mejilla con un fierro ardiente y luego me llevaron con mis padres al molino de maíz, donde me puse a trabajar.
La vida entera se me fue en aquel molino, aunque a veces, junto con otras niñas de la hacienda, me daba mis escapadas y nos íbamos a jugar a los campos de frijol y sorgo. Desde ahí mirábamos asustadas las grandes extensiones de tierra colorada y los pequeños ejércitos de caballos, burros y otros animales que entraban y salían por la puerta grande. Crecí pelando mazorcas, removiendo aperos de labranza y cortando rábanos en flor de lis para los pozoles de la peonada. Una mulata nos despertaba en la madrugada y nos mandaba primero a recoger huevos de gallina. Después nos ponía a ordeñar una vaca de patas ligeras. Yo, hasta eso, me divertía con la espuma copeteada en la tinaja. Por las tardes, la misma mulata nos llevaba a la cocina con la encomienda de batir las ollas de cajeta. Llenábamos muchos frascos y los poníamos en alforjas de cuero. Cuando ya se hacía de noche, llegaba el joven Valerio montado en su mula y se llevaba las cajetas para venderlas al día siguiente en el mercado de Tepa. Él era muy bromista y no le daba vergüenza enseñarnos las dos marcas de propiedad que traía en cada brazo.
Pero lo más difícil de ser esclavo no era la pobreza, pues de algún modo teníamos comida y un rincón para dormir. Lo verdaderamente difícil era la falta de libertad y la desposesión que íbamos padeciendo al paso de los años. Todo nuestro cuerpo, nuestra persona entera estaba a disposición de los amos. Para ellos sólo teníamos valor de objetos mercantiles. Si alguno de nosotros padecía enfermedad, quedaba tuerto o renqueaba de una pierna, inmediatamente nos ponían a la par de cucharas de plata, jarrones, o en el mejor de los casos, podíamos llegar a valer lo mismo que un caballo viejo.
A mí nunca me tasaron de niña, pero muchas veces vi cómo llegaban los mercaderes de esclavos en sus carretas troncudas. Los ponían de pie con pocas ropas sobre una tarima giratoria. Ahí los escudriñaban como si fueran objetos preciosos. Les miraban las muelas y les palpaban las carnes en busca de enfermedades, cicatrices o tullimientos. Todo se iba anotando en papel. A las mujeres les preguntaban si habían tenido hijos o, según el caso, cuántos podían tener, porque en caso de ser doncella, el precio subía considerablemente. También, ya sea con hombres o mujeres, mucho les interesaba saber si habían tenido uno o varios propietarios. Algunos no podían ser vendidos porque ya les tenían prometida carta de libertad. Ése era el caso de Valerio, a quien el amo le tenía buen aprecio porque decía que ninguno como él para vender cajetas, quesos y natas en el mercado.
Así, escondida tras un malvón o un arrayán de la hacienda, yo misma vi cómo, unas veces compraban, otras veces vendían o se llevaban racimos de muchachos en calidad de préstamo. Los mandaban a la mina de Bolaños. Ahí, pronto se hacían viejos o se caían a los tiroles sin que nadie se acordara de ellos. También los llevaban a las calderas del trapiche, en la Hacienda de Jesús María. Muchos morían a los pocos meses, a causa de piquetes de alacrán o mordeduras de víboras. A veces quedaban inútiles o derrengados porque un brazo, una pierna, o de plano todo el espinazo se les echaba a perder. A cada rato se cortaban con los aparejos de las yuntas. También corrían el riesgo de caer a pozos profundos cuando se rompían los tablones. A otros con mejor suerte, se los llevaban a Guadalajara, donde los ponían a trabajar en panaderías, peleterías, herrerías, parroquias y casonas de gente rica.
El último pasaje triste de mi esclavitud ocurrió este mismo año de 1810, allá por el mes de febrero. Un buen día llegó a la hacienda una carreta con dos mercantes que hacían mucho alboroto con su perro ladrador y con sus botellas de mezcal ardiente. Yo estaba deshojando mazorcas en el molino. Desde ahí escuché sus risas y bravatas. Mi ama Luisa Martín del Campo mandó traerme con la mulata de siempre. Me llevaron al patio más grande de la hacienda. “Nos interesa esta muchacha”, dijo uno de los señores a mi ama. Y aunque ella se había encariñado conmigo, yo noté que no se hizo del rogar. “Revísenla, pues”. Entonces me subieron al tablón giratorio. Se asomaron a verme las muelas y palparon mis carnes. Sacaron un cartapacio y en un papel anotaron mis señas de identidad: doncella de color corcho, dieciocho años de edad, libre de enfermedades conocidas, sin hipoteca, sin vicios, buena para tener criaturas y sujeta a perpetua servidumbre. Cien pesos pagaron por mí. En esos momentos yo no sabía que mi comprador era un señor importante y muy respetado, el doctor don Francisco Severo Maldonado. Me despedí con mucha tristeza de mis padres, sin saber que en realidad aquella venta era el principio de mi libertad.
Me pusieron en la cajonera de atrás, junto con el perro ladrador. Había una gran tremolina de polvo colorado. Yo estaba muerta de miedo. Todo parecía incierto y confuso. Me sentía la mujer más andrajosa y miserable del mundo. Sin embargo, a medida que íbamos avanzando por el camino cubierto de nopaleras, me empecé a sentir un poco mejor. Aquellos hombres no eran tan brutos como parecían. Me ofrecieron un canasto de fiambres y quesos, nada más para mí. Tampoco el perro era bravo. Yo no me había dado cuenta, pero en realidad era una hembra con sus crías de cachorros metidos debajo de una manta. Le di de comer y me movió la cola como si ya me conociera de toda la vida. Entonces, al ver las nubes pardas, el atardecer en los montes pelados y las enormes huizacheras que se perdían a lo lejos, caí en la cuenta de que nunca antes había salido de la hacienda.
El doctor Severo Maldonado me trató con suma diligencia. Nada semejante a los gritos y regaños de doña Luisa, mi ama. Vivía en la calle Carreta, muy cerca del Palacio de Gobierno. Era una casa grande con su zaguán rematado en patio de arcadas, bodega, sala de recibimiento, cocina, cuarto de mozas, dos recámaras para visitas y una principal. En la parte de atrás había caballeriza con árboles de guamúchil y arrayán. Pero el lugar más impresionante para mí, era un cuarto grande con las paredes repletas de libros hasta el techo. Al centro había un escritorio con un enorme globo terráqueo de madera. A ese cuarto, el señor le llamaba biblioteca. Yo nunca había visto un libro ni cosa parecida. Fue ahí donde aprendí a leer y escribir.
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