—¡Madre mía! Y... ¿cuándo se empieza a sangrar?
—Eso depende de lo desarrollada que esté la niña.
—¿Qué es eso de estar desarrollada? ¿Y yo? ¿Cómo estoy yo de desarrollada? ¿Cuándo empezaré a sangrar?
—Tú tardarás más que yo. Estás muy alta pero poco desarrollada.
También se lo he preguntado a mi madre, pero ella me ha dicho lo que me dice todo el mundo, siempre:
—No te preocupes, aún eres muy pequeña, ya habrá tiempo de preocuparse por eso cuando seas mayor.
—Pero es que yo quiero saber cómo se sabe.
—Mira, hija, si un día, al hacer pis, ves que tienes sangre en las braguitas, me lo dices. Entonces te lo cuento todo. Ahora no es el momento ni puedo entretenerme más. Estaría bueno, no tengo otra cosa que hacer que responder a tus preguntitas todo el día de Dios.
O sea, que es cierto: lo que le pasa a la hermana de Mari Loli y a mi hermana, también nos va a pasar a nosotras. ¡Madre mía! Les pasa a todas las mujeres del universo. No me parece justo. Yo quiero seguir siendo niña para siempre, no quiero ser otra cosa, ni sangrar, ni ser mayor. Los mayores son muy extraños y les pasan cosas muy extrañas. No hay quien los comprenda.
Leer es estupendo. En mi casa todo el mundo lee. Yo leo todo lo que pillo, como ya sé leer... Bueno, sé leer, pero no sé leer tan bien, tan bien, como lee mi padre, que además de leer sabe explicar todo lo que lee como si se lo supiese de memoria. A mí me gusta, sobre todo, leer cuentos, pero también leo libros. Bueno, eso ya os lo he contado ¿no?
Me gustan todos los libros. Bueno, todos, no. No me gustan los libros de guerras, peleas y cosas así. Cuando dos se pelean no gana el que tiene razón, sino el que tiene más fuerza o más armas. Entonces, ¿por qué se pelea? Bastaría contar las armas que tiene cada uno y medir la fuerza. Así, sin pelear, se sabría quién es el vencedor. Se diría: de acuerdo, para ti la perra gorda. Y se acabó.
Mi padre lee todos los días cuando vuelve del trabajo. Y eso que viene muy cansado. Tan cansado como un perro, suele decir. Que debe de ser mucho, porque el Barri (el perro de Mari Puri) está siempre tumbado.
Mi padre ha leído casi todos los libros que tiene el boticario. Y eso que el boticario tiene muchos, muchos, pero que muchos libros. Yo lo sé porque un día fui a la botica. No es que yo quisiera ir a la botica, pero mi padre me dijo que fuese a la botica y fui. No estaba nadie enfermo, no. Mi padre me mandó a la botica para llevar un libro al boticario. A mí no me gustaba ir sola a la botica. Cuando era pequeña me asustaba el boticario. Había escuchado decir al padre de Mari Puri que el boticario era un hombre peligroso. No sabía por qué decía eso el padre de Mari Puri, ni por qué mi padre es amigo del boticario, si era un hombre peligroso. Pero claro, mi padre es amigo de todo el mundo.
De todas formas, cuando mi padre me pide que vaya a hacer algún recado, yo obedezco. Porque, además, mi padre no manda las cosas a gritos, como el padre de Mari Puri. Mi padre manda las cosas preguntando.
—Pitusina ¿quieres ir a la botica a hacer un recado a tu Mapa? —Esa pregunta me la hizo mi padre hace varios años, cuando era muy pequeña.
—Sí, Mapa, iré si tú quieres.
Mi padre me dio un libro y me pidió que se lo llevase al boticario. Aunque me daba miedo, fui pitando. Entré en la botica. Sobre las estanterías había una balanza y muchos frascos de cristal, llenos de medicinas. Nada más entrar, dejé el libro en el mostrador, sin decir nada, y me quedé quieta. Al sentir el ruido, el boticario miró hacia donde yo estaba, pero solo pudo ver el libro, mi mano y un poco de pelo del flequillo. El mostrador de la botica era muy alto y yo muy bajita. Agaché la cabeza y quise marcharme, pero no pude, sentí sus ojos acercándose.
—¡Garbancitooooo!, ¿dónde estáaaasaaasss? —dijo el boticario, asomando la cabeza por el mostrador—. Hombre, ¡Alicia!, ¿tú por aquí? ¿qué quieres?
—Mi padre me ha dicho que le dé este libro.
Y sin esperar contestación me fui hasta la puerta andando para atrás.
—No tan deprisa. Tengo algo para tu padre. Ven conmigo.
Aunque estaba aterrorizada, seguí sin rechistar. Entonces vi por primera vez la biblioteca del boticario, una habitación enorme. En el centro hay una mesa grande, las paredes están llenas de libros desde el suelo hasta el techo. Miré a todas partes con la boca abierta. Nunca había visto tantos libros juntos. Ni en el armario grande de la escuela, ese en el que la maestra guarda con llave los libros de lectura. A mí siempre me había parecido que la maestra guardaba en ese armario todos los libros del mundo. Pero pensé que no, que todos los libros del mundo estaban aquí, en la biblioteca del boticario.
El boticario subió a una escalera muy alta, con ruedas, y fue de acá para allá. Yo no dejaba de mirarlo. Seleccionó dos libros.
—Los libros, Alicia, son la mejor medicina —dijo muy serio.
Yo no sabía para dónde mirar. Mirase adónde mirase, todo eran libros.
—Toma, este es para tu padre y este para ti.
—¿Para mí?
—Sí, para ti. No me lo devuelvas hasta que lo hayas leído y comprendas lo que dice.
—Gracias, señor.
Era el momento de salir corriendo. Sentí a mis espaldas cómo me miraba y sonreía. Recuerdo que en ese momento dejé de tener miedo. El boticario no me pareció un hombre peligroso.
Llevé los libros apretados contra mi pecho. No dejé de correr hasta llegar a casa. Mi padre estaba allí. Él siempre está haciendo algo: a veces lee, otras escribe o dibuja, como en ese momento.
Mi padre es cantero y dibuja lo que las piedras guardan en su interior . Cuando hace esos dibujos es porque luego, en la cantera, sus dibujos serán de piedra. Me gusta mucho verlo dibujar con el lapicero grande y aplastado que tiene siempre la punta bien afilada. No necesita sacapuntas, afila los lapiceros con navaja. Tampoco necesita cuadernos, dibuja en el papel de envolver que le dan a mi madre en la tienda. Mi padre dice que los pliegos de papel de estraza son estupendos para dibujar. A veces, el tendero le da varios pliegos enteros, sin romper, sin arrugar ni nada, y mi padre se pone muy contento. Otras veces, cuando un papel está arrugado (porque ha sido un cucurucho con lentejas), mi madre, al llegar a casa, coloca rápidamente las lentejas en un bote y plancha el papel para dejarlo como nuevo. El papel de estraza es un tesoro para mi padre.
A veces deja de dibujar y se queda quieto, muy quieto, mirando fijamente algo invisible para mí. Cuando le pregunto no me responde. Mi madre dice que lo deje en paz, que está pensando. Cuando piensa se coloca el lápiz (que no sé por qué se llama de carpintero porque mi padre es cantero y también lo usa) detrás de la oreja y mira distraído hacia ninguna parte. Entonces, de forma mecánica, saca de su bolsillo un paquete de Celtas cortos y un librillo, saca un papel y lía un cigarrillo. Bueno, dos. Mi padre hace magia con el tabaco. De cada cigarro hace dos largos y estrechos. Realiza esta ceremonia a cámara lenta, concentrándose en el placer de saborear el proceso. Después, vuelve a quitarse el lapicero de la oreja y sigue dibujando, a mano alzada, líneas perfectas y difíciles figuras geométricas, salpicadas de letras y números. Mientras, el cigarrillo se consume entre sus labios. Mi padre puede sostener entre sus labios un cigarrillo totalmente convertido en ceniza. En ocasiones, las cenizas caen sobre el papel pero él, sin inmutarse, sopla de inmediato y la ceniza desaparece esparcida por toda la mesa.
Cuando ese día llegué a casa con los dos libros, esperé detrás de la puerta, observándolo hasta que terminó de dibujar. Estaba impaciente por hablar con él, pero me gusta tanto verlo liar cigarrillos y dibujar... Entré cuando estaba guardando sus dibujos en la caja metálica, de dulce de membrillo. Una caja parecida a mi caja de los secretos.
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