Los pobres están siempre de paso. A veces se sientan con nosotros en la solana, se toman un chato en el bar, si es que en el bar alguien los invita, incluso hay alguno que se pasa por la iglesia a rezar a sus muertos. Suelen venir de uno en uno. Cada pobre viene un día distinto de la semana. Son pobres conocidos, que tienen nombres sencillos, normalmente relacionados con su aspecto: el tío del saco, el cojo, el chepudo. Otras veces, no se ve, a simple vista, cuál será su nombre. Por ejemplo: doctor, ingeniero, licenciado. También hay nombres como los de las personas que no son ricas pero tampoco pobres de pedir: Pedrito el de Toro o Luisito el de Pozaldez. Conozco a todos los que pasan por mi pueblo. No sé si tienen el mismo nombre en todos los pueblos por los que pasan. Mi padre dice que algunos sí y otros no.
Lo que le ha dicho mi padre al juez de paz, lo ha convencido. Este año, cuando venga a las fiestas, Luisito el de Pozaldez ya tiene habitación para dormir. Dormirá, nada más y nada menos, que en la casa del juez de paz. A ver quién es el guapo que se mete con él.
Mi casa no es como otras casas de mi pueblo en las que todas las habitaciones están abajo. La mía es como otras casas (muy pocas) que están partidas en dos: la parte de abajo, donde está la cocina, la sala y el corral; y la parte de arriba, donde están los dormitorios y el desván. En mi casa, abajo están la cocina, el bar y la cuadra. No tenemos corral, ni gallinas, ni caballos, ni vacas, ni nada de eso. Tenemos la cuadra y allí están las cubas y garrafas con vino, las botellas con refrescos y todo lo que se necesita para el bar.
Al fondo de la cuadra está el callejón, que es como un pasillo estrecho y oscuro. En el callejón está el cubo de las aguas menores y mayores. La cuadra tiene luz, pero el callejón no. A mí no me gusta entrar en el callejón, para eso voy al corral de mi abuelo. Cuando no puedo aguantarme tengo que ir al callejón y las paso canutas. Para no tener miedo canto, grito o rezo en voz alta, por si acaso.
Por las noches no hace falta bajar al callejón, tenemos orinal debajo de la cama. Por las mañanas, mi madre tira el orinal a la calle. Bueno, no tira el orinal, tira lo que hay dentro.
Me gusta mi casa, es una pena que no tenga corral para hacer eso. Donde se hace mejor es en casa de Mari Loli. Han hecho una caseta para ello. Te sientas en una silla con agujero y lo haces. Lo que haces va a un pozo negro. Para que no huela se echa tierra encima y ya está. ¡Quién pudiese tener un pozo de esos en mi casa! Mi madre dice que no puede ser porque nuestra casa no es nuestra, es del alcalde y no nos deja cambiar nada.
A lo mejor, cuando traigan el agua al pueblo y la metan en las casas, podamos hacer una caseta que tenga lavabo, retrete y todo, igual que en la capital. Eso sí que sería estupendo. Si lo que dicen es verdad, ya falta menos.
La casa de tía Federica tiene todas las habitaciones abajo. El corral es muy grande, con huerta, gallinero, pocilga... Su casa es suya, en parte. Mi tío heredó de sus padres un trozo de la casa, los otros trozos son de sus hermanos, que les dejan vivir en la casa como si fuese toda suya. De todas formas, ellos quieren hacerse una casa para ellos solos, una casa que sea suya totalmente de verdad.
Mis padres también quieren tener una casa de piedra para nosotros. Por eso mi padre trabaja cada día un par de horas más, así va juntando piedras para la casa que un día, cuando sea posible, quiere construir.
En mi pueblo, las puertas de las casas están siempre abiertas, solo las cerramos cuando vamos a dormir. Por eso, si vamos a una casa, entramos sin llamar. Mi madre dice que antes de entrar hay que decir: ¿se puede? Y, si no contesta nadie, es mejor esperar a la puerta, o ir repitiendo la pregunta según vas entrando en la cocina o en el corral. Dice que los dormitorios son sagrados y ahí no hay que entrar, a no ser que la dueña de la casa te diga que entres.
Después de la muerte de mi primo Ángel, voy mucho a visitar a mi tía Federica. Y siempre, siempre, siempre, llevo comida. La robo de nuestro bar y de los pucheros de mi casa. Incluso del almacén-frutería de mi abuelo. La llevo y se la dejo en la despensa, sin que ella sepa quién la ha puesto allí: unos bizcochos, unas pastas, fruta, chorizo.
Siempre hago lo mismo, entro sin hacer ruido y salgo bien calladita.
Me gusta rebuscar en los cajones, siempre encuentro cosas curiosas, antiguas, divertidas. Cosas que me hacen pensar. Si me pilla mi madre me la cargo. Dice que lo revuelvo todo.
Siento curiosidad por saber lo que hay en los cajones del sagrado dormitorio de mis tíos, pero siempre está la puerta cerrada. Hoy no hay nadie y la puerta del dormitorio está abierta. Me he colado dentro sin pedir permiso, sin encomendarme a Dios ni al diablo, como dice mi madre.
Rebusco en los armarios, me gusta husmear por cajones que no he abierto nunca antes. Lo que encuentro me parece un tesoro. En las mesillas de noche hay estampitas de la Virgen y el Niño Jesús, papeles, recetas médicas, abrebotellas. Cosas diferentes a las que hay en mi casa. Bueno, en mi casa solo hay mesilla en la alcoba de mis padres, pero no en la nuestra. Mi hermana y yo dormimos en la misma cama y no tenemos mesilla. Mi hermano tiene una habitación para él solo. Pero es tan pequeña que no entraría una mesilla. La cama está pegada a una pared y en la otra queda el espacio suficiente para poder quitarse la ropa antes de irse a dormir.
Mis padres, mi hermana y yo dejamos la ropa en una silla de la sala, mi hermano la deja en una percha que cuelga de un clavo en su habitación.
En casa de mi tía Federica es diferente, tiene habitaciones grandes en las que entra una cama, dos mesillas, un armario, un aguamanil de loza con jofaina, jarra, toallas y todo lo demás. Claro que no tiene sala, como en nuestra casa.
En un cajón he encontrado un caramelo, me lo meto en la boca, lo chupo y compruebo que sabe a rayos y centellas, lo escupo, pero el sabor sigue quedándoseme en la boca. Busco algo para beber y, por suerte, encuentro una botella de gaseosa: echo un trago. ¡Oh, Dios mío! ¡No es gaseosa! Está en una botella de gaseosa pero no es gaseosa, es algo que tiene un olor y un sabor a demonios. Escupo lo que puedo, pero ya me he tragado casi todo. En ese momento entra mi tía y se echa las manos a la cabeza.
—Pero... ¿qué haces, criatura? ¿Te estás bebiendo el líquido limpia metales? ¡Dios mío! Tenemos que ir al médico.
—No al médico no, al médico no.
Mi madre es adivina. Siempre está en donde yo esté, justo en el momento oportuno. Es como si tuviese ojos en todas partes y cuando me pasa algo a mí, ella aparece por arte de birlibirloque.
—Tú no aprenderás nunca ¿verdad? Un día, tus travesuras nos van a hacer sufrir a todos, ya lo verás.
Mi madre está muy enfadada, pero me alegro de que esté aquí, cuando más la necesitamos. Ella sabrá qué hacer conmigo.
Tía Federica le dice que me he comido una bola de alcanfor y luego, creyendo que era gaseosa, he echado un trago de limpia metales. Mi madre me coge en volandas y me lleva a casa de doña Irene. Doña Irene vuelve a lavarme el estómago. Debo de tener el estómago más limpio del mundo. Lo mío no tiene arreglo, dice mi madre. Y a continuación recalca:
—Esta es una niña muy inquieta. Cualquier día se mete en un lío gordo.
Eso de meterme en líos debe venirme de mi padre. Lo digo porque mi madre siempre le está diciendo a mi padre que no se meta en líos, que ya sabe, por propia experiencia, lo que pasa cuando alguien se mete en líos. Seguro que mi padre de pequeño era como yo.
Cuando doña Irene me lavó el estómago por segunda vez, sufrí lo mismo que cuando me comí los escaramujos en la cama de mi abuela, pero agravado por un fuerte dolor de estómago. Estuve varios días en la cama, con fiebre, sin ir al colegio, tomando medicinas, incluso me pusieron inyecciones. No se las podían poner a ella, porque ya soy muy mayor y no sigo mamando.
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