Javier Alandes - Las tres vidas del pintor de la luz

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Año 1879. Un joven Joaquín Sorolla trata de buscar su estilo en la Real Academia de San Carlos de Valencia.La llegada de un nuevo profesor a la escuela y la rivalidad con Marcos Galarreta, otro de los alumnos, serán la semilla del genio con el que Sorolla asombrará al mundo entero pocos años después. Año 2017. Augusto García acaba de fallecer y el bien más preciado que deja a sus herederos es un carboncillo de Sorolla adquirido cuarenta y dos años atrás. Un estudio del cuadro arroja una sorpresa inesperada para sus familiares, que se plantearán todo lo que creían saber sobre su padre y abuelo. ¿Por qué Augusto tenía una obra de Sorolla? ¿Qué relación le unía al universal pintor? ¿Cuál es la historia de ese cuadro?Javier, el nieto mayor de Augusto, iniciará una búsqueda para dar respuesta a todas esas preguntas, tratando de enlazar la vida del joven Sorolla con la de su abuelo recién fallecido. Una búsqueda que desenterrará una vieja historia de la familia y cambiará su existencia para siempre, descubriendo los secretos que ocultaba la vida de su abuelo y la del propio Joaquín Sorolla, el pintor de la luz.

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—Trato hecho. —Francisco se guardó los billetes en el bolsillo de su chaqueta—. Pero si veo que no puedo conseguirlo, te devolveré el dinero. No quiero deberte nada.

Mientras volvía a casa, Francisco no sacaba la mano del bolsillo por temor a perder aquellos billetes. No diría nada a sus padres, no quería que pensaran que estaba metido en algún negocio turbio. Después de todo, si no lo conseguía, le devolvería el dinero a Salvador y asunto terminado. Tampoco le diría nada a Cándida, su novia.

Al día siguiente, cuando salió del trabajo a las cinco de la tarde, se dirigió hacia la calle de la Paz. No le costó dar con un local cuyo rótulo rezaba Ibars e Hijos, Libreros. Al abrir la puerta sonaron unas campanitas, y el suelo de madera crujió bajo sus pasos. Las paredes que rodeaban la tienda estaban llenas de libros, pero estos se amontonaban también sobre mesas e, incluso, en el suelo. El aroma a papel era intenso, olor a antiguo. Mientras miraba a su alrededor, un joven atendía a dos señoras.

—Buenas tardes, ¿puedo ayudarte? —oyó Francisco a su espalda. Era un hombre mayor, de baja estatura, con un gran bigote gris.

—Sí… buenas tardes. Estoy buscando un libro de medicina.

—Pues dígame, a ver si puedo ayudarle.

—El título es… —Francisco sacó un papel del bolsillo y leyó—, Tratado de Cirugía Infantil, del doctor Pie…Piechoud.

—Vaya —dijo el hombrecillo—, una petición extraña. No pareces médico.

—Ah, no, no es para mí. Es un encargo. Vengo de parte de un estudiante de medicina —respondió tímidamente.

—Pues muchacho, buscas el Santo Grial. Solo tres ejemplares he tenido en la tienda, y estaban reservados hacía meses. Esos libros son para los catedráticos. Para los estudiantes tengo esta sección de aquí, échales un vistazo —le dijo el librero mostrándole una de las estanterías.

—Bueno, me han pedido ese en concreto, no entiendo de libros de medicina. ¿Cree usted que recibirá algún ejemplar en breve? —preguntó Francisco siguiendo las instrucciones de Salvador.

—Pues depende de la editorial… ni sé cuándo llegará ni cuántos ejemplares vendrán. Pero hay lista de espera. Así que, está difícil el tema.

—¿No habría otra manera de conseguirlo? —siguió preguntando—. Es muy importante para quien me lo ha pedido.

—Si hubiera alguna manera, ya la habría descubierto. El problema con los libros extranjeros es que hay que traducirlos. Es un lenguaje tan técnico que tienen que ser médicos quienes lo traduzcan. Y en Madrid se quedan con todos los ejemplares. Aquí apenas llegan. Si vas a Barcelona, a la editorial, quizá consiguieras alguno.

—Vaya… —Francisco mostró su decepción—. Por lo que comenta, es un asunto complicado. Me llamo Francisco, Francisco García. ¿Usted es?

—Blas Ibars, librero, hijo de librero y padre de futuro librero. Ese joven que atiende a las señoras es mi hijo, y es quien se hará cargo de este negocio cuando yo me retire. Hijo, ¿seguro que no quieres echar un vistazo a nuestra sección de medicina? —le invitó el librero—. Los estudiantes vienen y rebuscan en estas estanterías hasta encontrar algo que les agrade. Los libros de medicina son un producto escaso, y las novedades más aún.

—¿Vienen muchos estudiantes? —preguntó Francisco.

—Ya me gustaría que vinieran más. Hay pequeñas joyas en esta estantería, pero las consultas puntuales las realizan en la biblioteca de la propia Facultad. Son los médicos en ejercicio quienes vienen a por libros, pero casi todos buscan esas novedades, y esta sección apenas tiene movimiento.

Francisco salió de la librería con una inevitable sensación de fracaso. No es que no hubiera conseguido lo que Salvador le había pedido, sino que parecía una tarea imposible de conseguir. Probó en otra librería, pero el resultado fue exactamente el mismo. Así que, con las doscientas pesetas en el bolsillo, y el propósito de devolvérselas a Salvador lo antes posible, se marchó para casa.

Él no podía hacer más, pero le daba rabia no cumplir el cometido que le habían encargado. Ya no tanto por el propio Salvador, sino por él mismo. Detestaba la sensación de encontrarse en un callejón sin salida, de no tener otras opciones. Desde que era un niño, cuando era recadero en la Exposición, había aprendido a sacarse las castañas del fuego. Y si confiaban en él era porque no fallaba en los cometidos que le encargaban. Por difícil que la cosa se pusiera, tenía un sentido de la iniciativa que le hacía pensar en formas alternativas para resolver los problemas. Pero, desde luego, la solución a este no la tenía en sus manos.

Al día siguiente, sábado, se arregló para recoger a Cándida, su novia. Tocaba el timbre hasta que su madre abría, le saludaba amablemente, pero no le dejaba entrar en la casa. La madre de Cándida era portuguesa y, aunque llevaba muchos años en Valencia, su castellano aún dejaba que desear. Francisco pensó que poco iba a mejorar ya; apenas salía de casa y siempre estaba cosiendo. Mujer de costumbres antiguas, desde el primer día que Francisco cortejó a Cándida dejó claro que a su casa no entraba nadie que no fuera el marido de su hija.

Su paseo de los sábados y domingos era siempre el mismo: pasar junto a las Torres de Serranos y adentrarse en el barrio del Carmen por la calle Caballeros hasta la plaza de la Virgen donde, en algunas ocasiones, Cándida le pedía entrar a la Basílica a dedicarle una oración a la Virgen de los Desamparados. Comprar un pequeño saquito de alpiste para dar de comer a las palomas de la plaza, tomar un café en alguna de las terrazas y realizar una pequeña visita a su padre en San Carlos.

José apreciaba a Cándida no solo por ser hija de un buen amigo, sino porque era una esposa adecuada para su hijo. Veía en ella una muchacha discreta, callada, pero que quería a su hijo y hacía de este un buen hombre. Un hombre preocupado por trabajar e intentar formar una familia. Y esos valores que Cándida representaba hacían que Francisco no fuera un muchacho de vida disoluta, como tantos otros a los que el salario de la semana les duraba apenas unos días, malgastándolo en tabernas y casas de citas.

Volviendo hacia casa, Cándida recordó que le tenía que dar a Francisco unos trabajos de costura para doña Amparo, una clienta, y le pidió que le hiciera el favor de llevárselos el día siguiente a su casa.

—Los dejó pagados, solo hay que entregárselos. ¿Me harás el favor, Francisco?

—Déjalo en mis manos.

—Me da pena doña Amparo. Tan sola, dedicada toda la vida a su marido, y ahora sin saber qué hacer. Hay veces que creo que nos trae sus vestidos y faldas para hablar con alguien. Para sentarse con nosotras y contarnos anécdotas de su marido.

Doña Amparo era la viuda del doctor Esteve, aquel médico que salvó la vida del padre de Francisco. El doctor había fallecido dos años atrás, de manera repentina, y su viuda había pasado de tener una ajetreada y animada vida, con pacientes todos los días en su casa para que su marido los atendiera, a una vida de soledad en una casa que se le hacía demasiado grande y a la que ya no iba nadie. Su hija se había casado con un pequeño, pero próspero, empresario madrileño y vivía en la capital desde hacía ya unos años. Y su hijo, que se marchó de joven a estudiar ingeniería en Francia, seguía allí, ya que no le faltaba trabajo. Aunque le escribía a menudo, la última vez que había vuelto a casa fue para el funeral de su padre.

Doña Amparo abrió la puerta con una franca sonrisa. Era domingo, y recibir una visita era una novedad, aunque solo fuera para traerle sus trabajos de costura.

—Francisco, qué alegría. Hijo, cuánto tiempo hacía que no te veía. Te has convertido en todo un hombre.

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