Javier Alandes - Las tres vidas del pintor de la luz

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Las tres vidas del pintor de la luz: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1879. Un joven Joaquín Sorolla trata de buscar su estilo en la Real Academia de San Carlos de Valencia.La llegada de un nuevo profesor a la escuela y la rivalidad con Marcos Galarreta, otro de los alumnos, serán la semilla del genio con el que Sorolla asombrará al mundo entero pocos años después. Año 2017. Augusto García acaba de fallecer y el bien más preciado que deja a sus herederos es un carboncillo de Sorolla adquirido cuarenta y dos años atrás. Un estudio del cuadro arroja una sorpresa inesperada para sus familiares, que se plantearán todo lo que creían saber sobre su padre y abuelo. ¿Por qué Augusto tenía una obra de Sorolla? ¿Qué relación le unía al universal pintor? ¿Cuál es la historia de ese cuadro?Javier, el nieto mayor de Augusto, iniciará una búsqueda para dar respuesta a todas esas preguntas, tratando de enlazar la vida del joven Sorolla con la de su abuelo recién fallecido. Una búsqueda que desenterrará una vieja historia de la familia y cambiará su existencia para siempre, descubriendo los secretos que ocultaba la vida de su abuelo y la del propio Joaquín Sorolla, el pintor de la luz.

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—Lo pintó para presentarlo en la Exposición Nacional de 1895 e inmediatamente lo adquirió el Estado. Alguien habría allí que intuía que iba a ser un grande de la pintura.

Mientras recorrían en silencio las galerías, Augusto sintió lo que su padre quería enseñarle allí. Que Sorolla era un gran pintor ya lo había advertido. Pero cuando contempló que sus cuadros compartían museo con Velázquez, Goya, El Greco o Juan de Juanes, Augusto se dio cuenta de que Sorolla había sido un pintor excepcional. Alguien único que marcó una época e hizo historia en el arte.

Y su padre lo conoció. Había estado con él, viéndolo trabajar. Y su abuelo fue amigo de aquel maestro, compartiendo momentos y confidencias.

En cierto modo, su familia estaba ligada a uno de los mejores pintores de todos los tiempos. No solo eso: su familia había aportado un pequeño grano de arena para que Sorolla fuese lo que era. Y su padre no le había dicho nunca ni una palabra de todo ello. Era una historia fascinante.

Comieron en una pequeña taberna de los alrededores de la plaza Mayor, y a las tres y media entraron al hall de la Facultad de Medicina. La conferencia de Salvador estaba anunciada en varios carteles, y la entrada al paraninfo era un hervidero de hombres charlando y saludándose con efusividad.

—Son médicos de toda España —dijo Francisco—. Operan en los mejores hospitales de este país y vienen a escuchar a Salvador, pero, sobre todo, a dejarse ver. A comprobar quién sigue perteneciendo a la élite médica, y a hablar de sus respectivos logros. Hoy Salvador va a enseñarles algo que les va a abrir los ojos. Y nosotros tenemos que estar ahí para venderles lo que van a querer.

Desde que Salvador había vuelto de la guerra, Francisco y él habían tenido la oportunidad de verse unas cuantas veces. Salvador había creado un protocolo sobre cómo reducir las infecciones en quirófano y, en gran medida, dependía del material e instrumental utilizado. Salvador no había inventado nada, solo había puesto en marcha, y a la vez, varias acciones destinadas a la desinfección y esterilización de quirófanos, mobiliario e instrumental. Todas esas acciones por sí mismas tenían un determinado efecto en la prevención de infecciones. Pero puestas en marcha todas al mismo tiempo, su efectividad se multiplicaba.

Le había encargado a Francisco que en su empresa fabricaran unas mesas de operación especiales. Estas eran metálicas, con la novedad de tener un desagüe a cada lado para que la sangre y los fluidos corporales cayeran a bolsas desechables. De ese modo, era más fácil tener limpia la superficie de trabajo durante las intervenciones y también el suelo donde pisaban los médicos. También le había encargado que importara una serie de productos antisépticos de un fabricante suizo y aparatos para esterilizar instrumental. Francisco, con su buen olfato, y captando perfectamente la idea de Salvador, había localizado una empresa holandesa que fabricaba lámparas de luz blanca, de elevada potencia, que podían dirigir el haz de luz al paciente sin deslumbrar al equipo médico.

Con todo ello, la empresa de Francisco estaba preparada para equipar un quirófano, ya fuera en un hospital de campaña o en un hospital convencional, para facilitar el trabajo de los cirujanos y que ofreciera unas elevadas medidas de seguridad contra infecciones y problemas posoperatorios.

—Bueno, para dos hombres de mundo como vosotros, venir a Madrid es solo un pequeño paseo —oyeron a su espalda y, al girarse, vieron que Salvador se había acercado a darles la bienvenida.

—El hombre del día —dijo Francisco—. Le presentamos nuestros respetos, don Salvador. —Y ambos se fundieron en un abrazo.

—Augusto —le ofreció la mano Salvador—, tu padre no podía estar mejor acompañado que por tu hermano y tú. Estáis aprendiendo con el mejor, y os necesita a su lado.

—Me sonrojas, Salvador —respondió Francisco—. Estamos sorprendidos con el poder de convocatoria que tiene tu conferencia.

—Bueno —dijo Salvador con modestia—, el poder de convocatoria lo tiene la Complutense. Se supone que cuando programa algo, es de suficiente interés. Y ya sabéis cuánto les gusta a algunos venir a dejarse ver por la capital. A mostrar galones. —Sonrió mientras señalaba con sus ojos hacia los lados—. Yo tengo que abrirles los ojos, pero vosotros tenéis que sorprenderles. Yo les doy la información, vosotros les dais lo que necesitan. Dentro ya está todo preparado, tus operarios han sido tan puntuales como dijiste.

—Me alegro que así haya sido —asintió Francisco—. Ayer lo dejé todo atado antes de salir de Valencia, y veo que han cumplido bien.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Augusto como si se hubiera perdido algo.

—La conferencia de Salvador estará acompañada de proyección de diapositivas de su archivo fotográfico de guerra, y va a estar apoyada con la recreación de un quirófano, montado por nosotros. Ayer cargaron en el almacén todo el material y esta mañana han llegado a Madrid para montarlo. ¿Nos lo enseñas, Salvador?

Lo que allí había era algo que jamás había sido visto. Era la recreación de un quirófano, únicamente con sus elementos principales, claro está, pero que incorporaba novedades nunca vistas en España. A la mesa de operaciones fabricada por la empresa de Francisco, lisa y brillante como un espejo, le acompañaban varios aparatos de esterilización de instrumental. Eran esterilizadores de distintos tamaños, cada uno adecuado para un determinado número de piezas de bisturíes, pinzas, clavos y herramientas quirúrgicas. Funcionaban con vapor y alcanzaban una temperatura que acababa con bacterias y microbios. El ciclo era de apenas unos minutos por lo que, además de esterilizar antes de la operación, podía hacerse también durante la misma, si era necesario. En una estantería habían colocado novedades en productos antisépticos y desinfectantes, destacando los productos de actuación rápida para paredes y suelo del quirófano.

Y, presidiendo la escena, una inmensa lámpara de pie con un brazo articulado y un cabezal móvil, revestido de aluminio plateado, para dar la mayor luminosidad a la mesa de operaciones. Augusto pensó que su padre jamás dejaba de sorprenderle y que siempre lo tenía todo pensado. Salvador iba a explicar la teoría a todos aquellos doctores. Francisco les proporcionaría todo lo que necesitaban para ponerlo en práctica.

El equipo de iluminación, con el brazo móvil, podía orientar y acercar la luz al paciente tanto como fuera necesario. En esos momentos, la luz incidía directamente sobre la mesa de metal pulido como un espejo, con lo que creaba una serie de reflejos casi cegadores. Jamás se había visto un equipamiento así y Francisco sabía que iba a atraer todas las miradas.

Augusto no acababa de acostumbrarse a determinadas imágenes. Salvador presentaba casos de heridas de guerra a las que, pese a tener posible cirugía, el paciente había sucumbido días más tarde debido a infecciones. Las heridas de bala tenían el inconveniente de que, en casi todos los casos, había que realizar la extracción no solo del proyectil, sino de pequeños fragmentos de tela que también se habían introducido. Las heridas de esquirlas y cascotes que saltaban con alguna explosión provocaban heridas poco limpias acompañadas de pérdida de masa muscular e, incluso, amputaciones traumáticas. A estas había que añadirle la dificultad de posibles infecciones en la herida ya que, cuando se atendía al paciente, podían haber pasado horas, incluso días, desde que la había sufrido.

La Guerra Mundial tocaba a su fin y parecía completamente decidida. Pero el convulso tiempo que se vivía, tanto dentro del país como en el resto de Europa, hacía que las hogueras no se apagaran del todo y que siempre quedaran rescoldos que podían hacer que las llamas prendieran de nuevo.

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