LAS TRES
ESTACIONES
NARRATIVA
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© 2018 Eric Nepomuceno
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Edición digital: 2021
ISBN: 978-607-8764-13-6
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ERIC NEPOMUCENO LAS TRES ESTACIONES
Almadía
Este libro es para Eduardo Galeano, en lo mejor de mi memoria, siempre
Y nos inventábamos como quien proyecta catedrales.
DE UNA CANCIÓN DE RENATO TEIXEIRA
I DICEN QUE ELLA EXISTE
Por el agujero redondo cubierto de tela amarillita, justo al centro de la caja de madera con el nombre Telefunken escrito en letritas blancas, sale la voz de una mujer enojada. Seguro que está enojada, porque su voz es finita. Mamá tiene la voz finita y se la pasa enojada.
Esta gente que canta en la radio nunca cambia de tema. Dale y duro con el amor: que si el amor esto, que si el amor lo otro, no hablan de otra cosa. Y hablan cantando, claro, porque son cantantes y todo eso, y hay un montón de personas diferentes. Es fácil notarlo, porque sus voces son diferentes y porque hablan un montón de lenguas.
Justo el otro día había un hombre gordo cantando en alemán. Sé que era alemán porque mamá me lo dijo, y sé que era un hombre gordo porque tenía un vozarrón igualito al de Miguel Italiano, que es gordo. Aunque yo creo que Miguel Italiano nunca va a cantar en la radio, porque nunca lo he visto cantando. No le ha de gustar cantar.
Cuando yo era chico creía que adentro del radio había hombres y mujeres muy chiquititos, y que nosotros hacíamos que su voz saliera de allí dándole unas vueltas al botón del radio.
Cuando somos chicos pensamos un montón de tonterías. Ahora que crecí un poco, o sea, ahora que estoy mucho más grande que cuando era chico, ya sé cómo funciona esto del radio. Esos hombres y mujeres están en otra casa, lejos de aquí, y su voz viene por el enchufe. Uno mete el cable del radio al enchufe y entonces salen las voces. Por eso hay tantos cables en la calle: la luz y el radio vienen por los cables que están colgados en los postes.
Tenemos un radio padre aquí en la casa; mamá a veces le pone encima una carpetita y un florerito con una flor, y luego lo sacude para quitarle el polvo; cuando yo crezca y tenga una casa y una esposa, lo primero que le voy a pedir es que cuide bien el radio, igual que mi mamá.
Voy a querer tener un radio parecido al nuestro. Nomás que no sea de madera oscura: voy a querer un radio blanco. No sé si eso sea bueno: seguro que los radios blancos son como los pantalones blancos: se ensucian mucho. Por eso será mejor que nadie se le acerque.
Me va a gustar tanto mi radio que, si mi esposa tiene un hijo como mi mamá me tuvo a mí, le voy a decir que no lo deje tocar el radio.
Cuando uno se casa siempre le salen hijos. Bueno, más o menos: la vecina Eulalia se casó hace mucho tiempo; el otro día mi mamá le dijo a no sé quién que Eulalia lleva más de diez años casada, y yo todavía no tengo ni diez años, por eso no sé cuándo se casó, pero diez años es mucho.
Nuestra vecina Eulalia no es mamá de nadie. Tal vez, si yo me caso, mi esposa tampoco se va a volver mamá de nadie. Porque yo sé que, si mi esposa se hace mamá, me voy a morir a los dos meses.
Eso pasó aquí en la casa: nací y, dos meses después, se murió mi papá. Mi mamá se la vive diciéndole a todo el mundo que, en cuanto nací, mi papá se murió. Y también dice, cuando se enoja, que soy un endemoniado, y yo no creo que eso sea algo bueno, porque también me dice “maldito”. Mi mamá se la pasa enojada.
Yo creo que va a ser mejor que yo no tenga hijos, si no me voy a morir a los dos meses y mi mujer le va a decir “maldito” al niño, y él se va a poner triste y ya no va a querer oír ni la radio ni nada, porque a mí me gusta oír la radio, pero de repente sale una mujer con la vocecita finita y me acuerdo de mi mamá. Y me pongo a pensar que hay un montón de gente con esa vocecita en el mundo, y que toda esa gente ha de estar enojada.
Iván no tiene radio, pero tiene un papá. Me dijo que su papá tiene la voz ronca y conversa con él, pero no es gordo.
Yo creo que preferiría tener un papá a escuchar la radio. Pero no sé muy bien, porque me gusta mucho escuchar la radio, y podría tocarme un papá enojón, así que no sé.
Cuando Iván viene a la casa se pone a escuchar la radio conmigo y sabe leer más rápido, y dice Telefunken más rápido que yo.
Cuando me case me voy a comprar un radio blanco y me voy a poner a escuchar las historias que cuentan en la noche. Y entonces, si a mi esposa le sale un hijo y empiezo a pensar que sólo me quedan dos meses de vida, voy a agarrar el radio y lo voy a vender para no dejárselo a mi hijo.
Si a mi mujer le sale un hijo y empiezo a pensar que sólo me quedan dos meses de vida, me voy a llevar el radio conmigo.
Era viernes y los cuatro estaban sentados en el suelo de tierra, con la espalda contra los bordes del barranco de arcilla seca, y el barranco dibujaba sombras sobre la carretera polvosa. Hablaban de los últimos días y de cómo habían sido los mejores. Cada vez que se acababan las vacaciones decían lo mismo.
Muchos años más tarde, él hubiera querido que los otros tres tuvieran un recuerdo tan doloroso como el suyo.
Se puso a hablar de aquellos tiempos, y de los tiempos de antes y los de después. Sentado, con la espalda contra los bordes del barranco de arcilla seca, habló de los tiempos y los tres lo miraron asombrados.
Habló de lo hermoso que era pasar todo el tiempo juntos y de las cosas que tenían, y de lo hermoso que era reconocer un árbol por su tacto y su olor, y los tres estuvieron de acuerdo.
Dijo que todo aquello se perdería algún día y que eso sería inevitable; pero que debían hacer lo imposible por aprovecharlo todo al máximo. Por salir enteros, al fin. Habló por primera vez de la calma amarga que le causaba saber que las cosas tendrían un fin, y fue la primera vez que sintió esa calma. Más tarde se acostumbraría a ella. Pero eso no lo entendieron los otros tres, ni entonces ni nunca.
Habló de esas cosas e insistió en que debían cuidarse. En que no debían dejar que todo se perdiera.
Finalmente, habló de un juramento. Y de lo solemne que es un juramento, y a los cuatro les encantaba la solemnidad de los caballeros; aceptaron unir sus muñecas cortadas en cruz, mezclando sus sangres en garantía de unión eterna.
En el último momento, en lugar de las muñecas cortadas prefirieron unir la punta de los pulgares, donde un pequeño corte mostraba a duras penas un puntito de sangre.
Años más tarde todo eso tiene una gracia amarga, porque la honestidad fue estúpidamente traicionada. Y ahora, cada vez que él se toca la soledad en la punta del pulgar derecho, lamenta –de alguna u otra manera– que en su muñeca no haya ninguna cicatriz.
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