ERIC NEPOMUCENO BANGLADESH, TAL VEZ
NARRATIVA |
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© 2012 Eric Nepomuceno
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Alcaldía Miguel Hidalgo,
México, D.F.,
C.P. 11800.
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© De las traducciones:
Santiago Kovadloff: “Cosas que sabemos”, “Cuarenta dólares”.
Maricela Terán: “El último”, “La Suzanita”, “El hombre del abrigo” (con Eric Nepomuceno).
Eduardo Galeano: “La ceremonia”, “Antes de que el invierno llegue”, “Noviembre”, “Contradanza”, “Un gusto amargo en el cuerpo”, “Bangladesh, tal vez”.
Héctor Tizón: “Zapatos tristes”.
Eric Nepomuceno: “Historia de padre e hijo”, “El hombre del abrigo” (con Maricela Terán), “La promesa”, “La palabra nunca”, “Cosas de la vida”.
José Luis Sánchez: “La incompetencia del destino II”.
Fernando Alegría: “Las cartas”.
Omar Prego Gadea: “Un barón no miente, envejece”.
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Edición digital: agosto de 2020
ISBN: 978-607-8667-93-2
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ERIC NEPOMUCENO BANGLADESH, TAL VEZ
Almadía
Este libro es para Martha y Felipe, para siempre, como siempre
… pero yo sé guardar y usar lo triste y lo barato en el mismo bolsillo donde llevo esa vida que ilustrará las biografías.
JULIO CORTÁZAR
COSAS QUE SABEMOS
Ahora ya no pienso tanto en eso, pero todos sabemos cómo fue.
Lo sabemos muy bien. La gente que estuvo ahí en ese entonces sabe lo mismo que tú y yo. Y los que después estuvieron ahí también. Es imposible no saberlo.
Aquello fue algo único y hasta la fecha, en las noches que no puedo dormir, imagino los gritos y el estruendo de piedras siendo partidas. En las noches que no puedo dormir escucho ese estruendo como si ocurriese ahora.
No podíamos hacer nada y todos lo sabíamos. Lo sabía yo y lo sabías tú. No podíamos hacer nada.
Por las noches, en toda la ciudad, se escuchaban gritos y aquel estruendo de piedras partiéndose. Era una cadena de fuertes detonaciones y yo imaginaba el camino recto y breve de aquel fuego nocturno como el masticar de un bicho enorme. Los muchachos disparaban desde los tejados mientras todos sabían que no podíamos hacer nada. Pero ellos estaban dispuestos a todo: ya no pensaban.
En los días siguientes aparecieron los cuerpos en el río. Los traía la corriente, hinchados y violáceos. La gente se asomaba sobre el murallón de los puentes y contaba los cadáveres. Algunas mujeres lloraban y gritaban; y ése es el grito que escucho las noches que no puedo dormir.
Algunas mujeres contaban en voz alta los cuerpos que venían. Era como una antigua letanía alucinada.
Una tarde, entre los cuerpos, vino flotando el de un perro hinchado. Había también pedazos de una cama. Entonces la mujer señaló el perro y comenzó a reír bajito; después esa risa fue creciendo hasta transformarse en un aullido infinito. Ella estaba allí, en el puente, contando cadáveres desde hacía tres días y dos noches.
Cuando el cuerpo del perro apareció rondando en el agua, la mujer comenzó a reír. La cabeza del animal golpeaba los pedazos de la cama. El sonido de la cabeza hinchada contra la madera mojada parecía el de una fruta madura que cae en el barro blando. Era muy divertido. No había nada más divertido. Nada en el mundo podría haber sido más gracioso.
Con el tiempo, los cadáveres comenzaron a desaparecer. Poco a poco, la gente fue abandonando los puentes: la esperanza se fue. Pero la mujer siguió allí durante muchos días más, incluso cuando ya no se veían más cadáveres y el río había vuelto a ser un simple río sucio.
Allí estaba ella de pie, sola, dejando oír a ratos aquella risa de la primera vez.
Allí estaba ella de pie, sola, cuando los soldados vinieron a llevársela.
Para René Villegas
Antes yo pensaba: “Cada vez que sienta el olor a pasto y meada de vaca, cada vez que sienta frío y hambre, me preguntaré: ‘¿De quién fue la culpa?’”
Después me di cuenta de que llevaba en mí el olor a pasto mojado y meada de vaca, y el frío y un poco de hambre a donde quiera que fuese. Y supe entonces que la pregunta que habría de hacerme, donde fuera que estuviese, vendría de una mezcla de culpa y olor a sudor y sangre; que siempre me encontraría con aquellos ojos duros y fríos como dos faroles viniendo al encuentro de los míos, penetrando mi boca y mi garganta; esos ojos duros y fríos siempre estarían ahí, atravesándome.
Tal vez si Emilio fuera menos valiente, o menos loco. Tal vez si yo no hubiera confiado tanto en Enrique y en todos los demás. Si no hubiera llovido tanto aquella noche, la primera. Si nunca hubiera salido de casa para ir a defender aquello que decían que debía ser defendido.
Otra vez siento mis botas pisando el pasto. De nuevo tengo que atravesar esa reja. El teniente manda a dos hombres para abrirla, y a otros dos más para cubrirlos. Caminamos casi sin parar desde hace una tarde y una noche. No hay señal del enemigo, desde hace mucho tiempo. Hay quien empieza a preguntarse si el enemigo existe.
Emilio y yo vamos a abrir la reja, Enrique y El Negro Raúl nos cubren. Mis botas pisan el pasto. El alicate en la reja; alambre de abajo, alambre de en medio, alambre de arriba: el camino es nuestro. Frente a nosotros el pasto continúa, verdoso, desierto. Allí, adelante hay una arboleda. “Vamos a esperar entre los árboles”, dice el teniente.
¿Esperar qué? Corremos agachados, de dos en dos, hasta los árboles. “Mis valientes veintidós”, dice el teniente.
Emilio siempre fue parlanchín, y siempre fue valeroso. De los veintidós del teniente, el único valiente era él. Enrique era más flaco, más pobre y menos bigotón. Hasta la fecha nos seguimos viendo, de vez en cuando. No me cae bien. Emilio me da miedo. A los otros nunca más los volví a ver.
Empieza a llover, de nuevo, justo después de que llegamos a la arboleda. Nos dieron la orden de esperar ahí. Yo, por segunda vez en la vida, uso zapatos: las pesadas botas de soldado.
Llovió durante todo el día, la noche y el día siguiente. Es tarde, el teniente dice: “Algo sucedió. Vamos a investigar. Se quedan diez aquí, y el resto viene conmigo. El soldado Emilio se encarga de los que se quedan. Esperen hasta el amanecer. Si no volvemos, los que se quedan deben irse. Sigan la vereda de abajo, la que va bordeando el pasto y la colina. El enemigo está cerca”.
Esta noche llovió mucho más. Mis botas pisan el lodo, mientras Enrique maldice a Dios, al cielo y a todos los santos que recuerda, e insulta también al padre Villegas, de Cochabamba, a quien tanto había elogiado antes, por un sermón que le había escuchado tres años atrás.
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