Varios autores - La Constitución que queremos

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En un lenguaje sencillo, este libro plantea propuestas concretas para la discusión en torno a los contenidos de una nueva constitución. Su propósito es des-elitizar la «cuestión constitucional».

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Lo anterior configura, al menos, dos tipos de aproximaciones, desde las cuales es posible cuestionar la potencia constituyente que esta nueva versión de la vía reformista podría tener. En primer lugar, se configura una limitación epistémica, dadas las evidentes dificultades que han presentado los actores políticos tradicionales para formular o proponer nuevas representaciones simbólicas de la realidad, para sostener nuevos discursos de lo constitucional que permitan hacer frente a la constante crisis de legitimidad que alimenta a la cuestión constitucional. Las formas discursivas que acompañan la vía reformista son las mismas desde 1989, tanto por parte de quienes han defendido las reformas como por quienes se han opuesto a ellas, pues las condiciones materiales desde la cual son formuladas, así como el tipo de relaciones políticas entre representantes y representados que ellas reflejan, siguen siendo las mismas desde el fin de la dictadura. Las decrecientes tasas de participación electoral, la escasa densidad y renovación ideológica de los partidos políticos, así como la elitización de la actividad política y la ausencia de renovación en las élites gobernantes, dan cuenta de ello.

No hay razones que permitan prever la emergencia de nuevas formas discursivas por parte de quienes i. ya han formulado las que podían formular, y ii. no han incorporado la representación de nuevos sujetos o actores políticos. Así, este problema epistémico se conecta con uno político, precisamente porque existe un agotamiento de las posibilidades que los actores tradicionales tienen para conocer/comprender/representar la realidad, lo que se traduce en una crisis en las formas tradicionales de representación política. En los tiempos que corren, y dado el contexto de sociedades complejas y de masas, ello no implica una renuncia a la representación política, pero sí parece indicar que las clásicas formas de representación de la democracia del siglo xx ya no son capaces de canalizar las demandas que emanan de una sociedad cuyos sujetos políticos se han complejizado radicalmente en las últimas décadas. La crítica ciudadana contra la representación política no se dirige contra toda forma de representación política ni, por cierto, contra ella en abstracto. Dicha crítica ciudadana representa una denuncia contra las actuales prácticas de representación política, que han sido monopolizadas por ciertos sectores minoritarios de la élite y que han subvertido el sentido de las instituciones representativas, poniéndolas a disposición de sus propios intereses particulares.

Así, y en segundo lugar, es posible identificar una limitación política a la potencia transformadora, o propiamente constituyente, de esta nueva vía reformista. Se ha normalizado la idea de que ciertas reformas estructurales requieren de «grandes acuerdos» entre los actores políticos, que les den viabilidad: la famosa política de los consensos, aquella que caracterizó al período de transición o de postdictadura, fenómeno político que implicó algo más que la renuncia a ciertas identidades ideológicas de los partidos de izquierda 5y forzó una suerte de «gran consenso al centro», caracterizando la pretensión del fin de las ideologías. Se ha afirmado que si no hay un tal gran acuerdo, los cambios responderían al mero voluntarismo de la coalición gobernante o, peor, del mandatario «de turno». Este tipo de afirmaciones exige revisar qué quiere decir consenso, respecto de qué materias este puede ser deseable o necesario, y cuál es la finalidad política que podría esconder quien lo invoca (casi siempre como límite a una decisión democrática). En efecto, el consenso puede ser razonable respecto de las instituciones políticas básicas, aquellas que permiten una convivencia democrática. Sin embargo, las especificidades de su implementación, así como los énfasis en la distribución de los costos y riquezas de la vida en sociedad, generalmente están sujetos a la política contingente, aquel espacio de deliberación y disputa entre proyectos políticos alternativos que luchan por la adhesión popular. Es decir, una sociedad puede garantizar estabilidad democrática cuando sus instituciones básicas han sido debidamente consensuadas y se ha garantizado el espacio necesario para la disputa democrática. Cerrar ambas instancias bajo el argumento del consenso genera dos grandes tipos de efectos: i. impone la protección del statu quo (siempre construido sobre la exclusión de alternativas), y ii. debilita la democracia al anular la regla de mayoría para la toma de decisiones (vaciando de contenido tanto el disenso como la propia democracia).

La sedimentación social y cultural de grandes reformas estructurales requiere estabilidad en el tiempo. Para ello, el consenso es fundamental. Sin embargo, esgrimirlo como un requisito habilitante del proceso constituyente no es más que un recurso retórico falaz, que pretende desarticular la reivindicación por una nueva constitución: i. el primer acuerdo necesario para el proceso constituyente no se refiere a los contenidos de una eventual nueva constitución, sino a la necesidad de contar con una. Se trata de una decisión preliminar que le corresponde tomar al pueblo soberano por ejemplo, a través de un plebiscito habilitante 6, y ii. ese gran consenso relativo a la necesidad de contar con una nueva constitución podría, eventualmente, faltar en las cúpulas dirigenciales (cuestión que es, por cierto, discutible); sin embargo, la ciudadanía respalda mayoritariamente la necesidad de una nueva constitución, como lo han demostrado todas las mediciones y encuestas realizadas en los últimos años (al menos mientras las encuestas incorporaron dicha pregunta), algunas referenciadas previamente.

Se trata de una limitación política a la potencia transformadora de un proceso constituyente, precisamente porque este recurso retórico ha sido utilizado por quienes, sistemáticamente, se han opuesto a todo cambio constitucional –entorpeciendo la deliberación democrática en torno a la cuestión constitucional y defendiendo, como regla vigente por defecto ante la falta de «acuerdo», el proyecto constitucional de la dictadura–, logrando así contener las iniciativas impulsadas por la vía reformista. Esa capacidad de contención que han mostrado los defensores de la Constitución de Pinochet se mantiene vigente, articulándose a través de instituciones políticamente neutralizadas, por ejemplo, a través del quórum de dos tercios para la reforma constitucional. Incorporar este elemento en el itinerario da cuenta de cómo la vía reformista se agotó y que no es capaz de dar más de lo (poco) que ya dio, pues no es ni ha sido capaz de reconfigurar las relaciones de poder en la sociedad; es más, ni siquiera tiene la capacidad de plantearse dicho objetivo.

Ambas aproximaciones críticas a la vía reformista que se ha seguido desde 1989 y que se presenta como agotada, derivan en la necesidad de una apertura radical de la participación política, a quienes se han visto sistemáticamente postergados de incidir en la solución de la cuestión constitucional. Esa apertura supone viabilizar una participación política decisoria, en los contenidos del proceso constituyente, a quien detenta el poder político originario: el pueblo soberano. Ese pueblo (los pueblos) lleva varios años movilizado en defensa de una serie de demandas ciudadanas, entre las que destaca la asamblea constituyente como una vía de solución a la cuestión constitucional, instancia que podría establecer nuevas formas democráticas para el ejercicio del poder político (tanto el que se ejerce en el plano institucional como en la sociedad).

4.2 . Asamblea Constituyente y nuevas relaciones de poder

Llegados a este punto, luego de revisar las relaciones entre la Constitución Política del Estado y la constitución política de la sociedad, es posible concluir que la solución no es un nuevo texto constitucional, sino una nueva forma institucional para el ejercicio del poder político, tanto a nivel de las instituciones del Estado como de la sociedad y su soberanía popular. En definitiva, nuevas prácticas para el ejercicio autónomo de la soberanía popular. Para poder abordar el desafío constituyente que se configura en esta etapa del desarrollo político del país, será necesaria la articulación entre las diversas demandas ciudadanas que, de manera explícita o no, confluyen en la necesidad de una nueva constitución que les dé viabilidad. Muchas de estas reivindicaciones emanan de la radical mercantilización de diversos espacios de la vida –educación, salud, seguridad social, trabajo, medio ambiente–, avalada por el soporte ideológico de la Constitución vigente y sus normas de amarre.

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