Varios autores - La Constitución que queremos

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En un lenguaje sencillo, este libro plantea propuestas concretas para la discusión en torno a los contenidos de una nueva constitución. Su propósito es des-elitizar la «cuestión constitucional».

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Sabemos que el modelo institucional vigente obedece al concepto dicotómico de democracia constitucional : la pretensión de garantizar el autogobierno del pueblo, limitada por una Constitución que, en teoría, responde a ese mismo autogobierno. El constitucionalismo chileno que ha devenido en hegemónico en el transcurso de los últimos cuarenta años ha trabajado desde la aproximación normativa del concepto, es decir, desde una constitución entendida como conjunto de reglas que regulan y limitan el ejercicio del poder, postergando la dimensión democrática del binomio conceptual precitado y que le da sentido a este modelo de organización política.

Pareciera que este constitucionalismo poco tiene que decir respecto del componente político del concepto, aquel en virtud del cual las formas de autogobierno tensionan tanto la institucionalidad vigente como las clásicas formas políticas de la democracia representativa. El recambio que se está verificando en la academia –no solo generacional, también metodológico y epistémico– bien podría estar acompañado de uno en las formas discursivas a través de las cuales es analizado el fenómeno constitucional. Este recambio podría permitir, a su vez, mejores explicaciones de los fenómenos políticos y sociales que están detrás de la idea de democracia constitucional y, en consecuencia, sensibilizar las viejas instituciones de representación política ante las nuevas formas de agenciamiento político del pueblo.

3. Las claves para un proceso que constituya

3.1 . Superar la crisis de legitimidad de la Constitución

El desafío de una nueva Constitución radica en garantizar el libre ejercicio de los derechos políticos y de la autodeterminación de los pueblos, en garantizar su agenciamiento político. Este modelo llamado democracia constitucional supone, por cierto, que una Constitución pueda establecer ciertos márgenes y límites para la deliberación política y democrática. Pero un texto constitucional no puede llegar al absurdo de cercenar dicha deliberación, identificándose con una de las concepciones de sociedad en disputa. Una Constitución debe garantizar la autonomía política de todos los individuos y sujetos políticos que componen una comunidad, para que todas las concepciones políticas en disputa puedan desplegarse libremente y en condiciones de igualdad, sin que la eventual hegemonía de alguna de ellas devenga en la opresión del resto. Es decir, un ordenamiento jurídico que no replique las opresiones estructurales y garantice, por esa vía, el igual ejercicio de los derechos de participación, habilitando la democracia, no solo encauzándola.

Esta discusión –acerca de los límites constitucionales a la democracia que podemos concebir como compatibles con la democracia constitucional – ha estado ausente del constitucionalismo chileno por largas décadas. En el último tiempo se ha visto cómo ciertos sectores de la doctrina nacional han mostrado preocupación por uno de los aspectos de este problema: el sentido que tiene el reconocimiento constitucional del principio democrático, así como la efectiva garantía del ejercicio de los derechos políticos como dimensión de la igualdad. Una línea eventualmente transversal a estos estudios dice relación con la revaloración de la dimensión popular del principio democrático, complementando lo que ha sido la aproximación tradicional hacia su dimensión institucional; es decir, desde la comprensión de que el principio democrático no se agota en su manifestación político-institucional, sino que, por el contrario, su plena realización debe construirse desde las condiciones materiales y normativas de ejercicio de los derechos políticos, especialmente en clave de participación ciudadana.

Desde esta perspectiva, parece claro que la superación de la persistente cuestión constitucional, alimentada por la ilegitimidad de la constitución vigente, solo será posible abriendo radicalmente los canales de comunicación entre la participación ciudadana y la institucionalidad estatal, pues mientras se siga estudiando y observando el fenómeno político solo desde su dimensión institucional, desde las formas jurídicas que regulan el ejercicio del poder, la crisis de legitimidad subsistirá. La superación de esta crisis no depende de la elaboración de reformas constitucionales que se separen del proyecto de la dictadura. Es necesario incorporar en este proceso constituyente la dimensión política de la nueva constitución y comprender que son necesarias nuevas formas de agenciamiento político del pueblo, que modifiquen las actuales relaciones de poder todavía condicionadas por las opciones políticas tomadas en dictadura.

En efecto, es evidente que existe un vínculo entre forma y fondo, entre los contenidos y el mecanismo, en especial cuando la forma que se promueve supone establecer un espacio de participación y deliberación ciudadana inédito. El contenido de la nueva constitución, entendida tanto en su dimensión jurídica como política, depende de los sujetos que participen en el proceso constituyente, de los intereses que estos representen y del grado de incidencia que cada cual tenga a lo largo de todo el proceso. Así, la dimensión jurídica de lo constitucional está caracterizada por la presencia de una serie de enclaves o trampas, cuya desarticulación parece cada vez más necesaria para el despliegue democrático del poder político en su dimensión institucional.

Sin embargo, ello no basta para contar con una nueva constitución, pues también es necesario desarticular aquellas relaciones de dominación que caracterizan a la sociedad chilena actual y que forman parte de la identidad de la constitución actual, pero ahora en su dimensión política. Para la disolución efectiva de esas relaciones de dominación, no es suficiente con reformar la dimensión jurídico-formal de la constitución y esperar a que la política institucional contribuya con lo que, en teoría, le corresponde. Es fundamental que esas relaciones puedan ser reconfiguradas desde el propio pueblo, construyendo nuevas estructuras de poder desde la misma práctica política de estas comunidades.

3.2 . Unanueva Constitución

En razón de lo anterior, me parece claro que la posibilidad de referirnos a una nueva constitución no dependerá de cambios a nivel jurídico formal. Es decir, lo nuevo no puede ser entendido a través de las categorías conceptuales que han configurado la vía reformista desde 1989, donde solo ha tenido cabida la dimensión jurídica de lo constitucional, dejando fuera la dimensión política, especialmente aquella a través de la cual se explica el ejercicio del poder político no institucionalizado. Y no solo porque aquella sea una política (institucional) neutralizada, como ha sostenido Atria (2013) y he respaldado previamente (Bassa y Salgado, 2015), sino porque existe un diseño institucional que, neutralizado o no, sigue siendo beneficioso para cierto tipo de sujetos políticos, en desmedro de aquellos que sostienen la actual reivindicación constituyente.

En efecto, la crisis de legitimidad de lo constitucional no se agota en las trampas que han impedido el gobierno de las mayorías, sino que trasciende a las propias formas de agenciamiento político y, en consecuencia, de representación política que permiten explicar la relación que existe entre el pueblo como sujeto político –con toda la complejidad conceptual que se esconde detrás del término– y sus representantes. En otras palabras, la imposibilidad de la Concertación para encarnar las demandas democratizadoras del pueblo, luego de terminada la dictadura, no se explica solo por el diseño institucional que le daba veto a la derecha y el poder de tutelaje a las fuerzas armadas; se explica, también, por la forma en que el movimiento social sufrió-experimentó un proceso de desarticulación y, luego, por cómo sus intereses y necesidades, especialmente los intereses de los grupos subalternos, fueron postergados por quienes, al menos formalmente, estaban llamados a ser sus representantes, especialmente por los personeros de la Concertación. Su poder político fue significativamente mermado, mientras se consolidaban formas de agenciamiento político que, sin representar la voluntad soberana, proyectaron las estructuras de poder económico, ya existentes en la sociedad, hacia la institucionalidad estatal.

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