Varios autores - La Constitución que queremos
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Esta crisis no se agota en la forma como se despliega el poder político en la institucionalidad estatal. La crisis es más profunda, en la medida que el actual diseño institucional permite una representación parcial de los intereses y necesidades de la sociedad, postergando a una serie de sujetos políticos a una relación de subalternidad, respecto de aquellos sujetos que sí encuentran cabida a la protección de sus intereses en la institucionalidad actual; en otras palabras, que sí cuentan con canales de participación y de representación. Esas categorías subalternas no solo son víctimas de las trampas de la constitución; también son víctimas de la estructura de poder político que caracteriza a la sociedad chilena actual. Esas relaciones de dominación no podrán ser disueltas solo reformando la Constitución o eliminando sus trampas, requieren de un momento propiamente constituyente , en el cual esos sujetos subalternos sean protagonistas en la reconfiguración de las relaciones de poder de las que forman parte. Y eso no se consigue con instancias formales de participación dirigidas desde la institucionalidad, sino a través de la rearticulación del poder político de los sujetos subalternos, pilar fundamental para que el proceso constituyente derive en una nueva constitución. En este sentido, la forma en que los grupos subalternos se configuran a sí mismos como sujetos políticos, a través de la articulación de sus diversas demandas sociales, es fundamental para la construcción del poder popular necesario para protagonizar el momento constituyente. Es a través de esa articulación que un sujeto constituyente logra erguirse como tal, a través de esos espacios de reivindicación y resistencia configurados al margen de la institucionalidad vigente (Muñoz 2015, pp. 141 ss).
Desarticular los enclaves autoritarios o las trampas de la Constitución jurídica podría dar paso a cierto tipo de decisiones institucionales que, ahora lejos de las formas neutralizadoras que caracterizaron a la transición, permita a los grupos y clases subalternas desarrollar el agenciamiento autónomo de su poder político. Pero también podría no hacerlo. En este punto del argumento, parece necesario evidenciar que, con o sin trampas, existen importantes sectores de la sociedad que se mantienen en condición de subalternidad, precisamente porque los mecanismos formales de representación política que caracterizan al Estado moderno están construidos sobre criterios que no se verifican por igual en toda la población y que impiden, en definitiva, la adecuada representación de los intereses que constituyen la complejidad de las sociedades contemporáneas. En Chile, una sociedad pequeña y con una cantidad importante de grupos subalternos y postergados, los intereses que llegan a conseguir representación institucional tienen un alto nivel de homogeneidad que contrasta con la diversidad que presenta la propia sociedad; dentro de dicha homogeneidad, las diferencias se evidencian, principalmente, en materias relativas a la moral sexual (la mal llamada agenda valórica) y en el juicio político a la dictadura militar. El resto aparece como un conjunto de materias en las cuales las diferencias parecen ser marginales, como consecuencia de la hegemonía de la política del consenso al centro, tan característica de esta etapa de crisis del Estado social (de Cabo 2010, pp. 79 ss.) o de pospolítica (Mouffe 2003, pp. 71 ss).
En otras palabras, al problema de la neutralización política que emana de los enclaves autoritarios o trampas de la Constitución, hay que agregar la forma en que la institucionalidad ha devenido en un aparato para la representación de intereses (preferentemente) de clase, precisamente como consecuencia de la estructura de relaciones de poder que presenta la sociedad chilena. Una serie de decisiones legislativas tomadas en los últimos años dan cuenta de cómo los intereses de los grupos hegemónicos han prevalecido por sobre los grupos subalternos, desde la tortuosa implementación de la así llamada gratuidad universal de la educación superior, hasta la cuestionada aprobación del control preventivo de identidad, pasando por una reforma laboral cuestionada por los sindicatos y las propuestas de reforma al sistema previsional, que mantienen su esencia capitalista de acumulación individual. Especialmente respecto de los derechos sociales, la mentada gradualidad ha sido utilizada como una excusa para implementar reformas parciales que no suponen un cambio significativo en la estructura de las relaciones de poder en la sociedad. En educación, por ejemplo, una reforma realmente significativa, que contribuya a modificar la estructura social de poder político, debiera tener por objetivo terminar con la acumulación del capital cultural y político que permite el actual modelo de educación. Mientras el diseño legislativo siga siendo funcional a la acumulación individual del capital que genera la sociedad, en favor de grupos minoritarios, en lugar de optar por una distribución justa y equitativa del mismo, la dimensión política del fenómeno –aquella en virtud de la cual es posible explicar o constituir relaciones de poder– seguirá relegando a importantes sectores de la sociedad a una condición de subalternidad.
En este sentido, qué podemos entender por una nueva Constitución. Qué factores propios de lo constitucional deben cambiar para que el resultado pueda ser concebido como algo, en efecto, nuevo . Los cambios que dan paso a una nueva Constitución, ¿se definen en abstracto o a partir de la Constitución chilena vigente, en particular? Ciertamente, no es un asunto que se defina exclusivamente desde la dimensión jurídica de la Constitución. La clave de inteligibilidad radica en la estructura de las relaciones de poder que actualmente sostiene la –y sostienen a la– Constitución, es decir, es necesario cambiar las formas constitucionales del poder, por ejemplo, abriendo espacios de participación radical a los grupos sociales que han estado sistemáticamente marginados y sometidos a relaciones de subalternidad (entre otros, pobres, privados de libertad, mujeres, pueblos originarios, minorías sexuales, migrantes, niños, niñas y adolescentes), con el objetivo de asegurar que cuando sea posible tomar una decisión institucional, libre de las trabas de la neutralización propias de la transición, sean las propias clases subalternas las que puedan decidir autónomamente, sin tener que esperar que representantes generados en instancias ajenas a su participación lo hagan por ellas. Esas nuevas formas de representación –sin la cual es impensable la acción política colectiva– deberán desplegarse libres de relaciones de dominación.
Para que un eventual momento constituyente dé paso a una relación de fuerzas de poder político diferente de la actual, se requiere de la participación de otro tipo de sujetos políticos, no de quienes se ven inmediata y materialmente privilegiados con la actual correlación de fuerzas políticas (como ha sucedido a lo largo de la llamada vía reformista, marcada por los hitos de 1989 y 2005), sino por quienes no ven este orden como fuente de privilegios o, incluso, por quienes son derechamente perjudicados por este. En otras palabras, si el proceso constituyente actualmente en curso lo vuelven a monopolizar quienes son hoy privilegiados por la actual estructura de relaciones de poder, proyectarán su estructura de privilegios sobre el futuro ordenamiento constitucional. Así, tal como en 2005, la decisión no será propiamente constituyente, precisamente porque no permitirá alterar las relaciones de poder que siguen relegando a la subalternidad a la mayoría de la población. Se trata de momentos de cambio constitucional en los cuales no hubo ningún intento por realizar una lucha contrahegemónica destinada a transformar las relaciones de poder (Muñoz habla de momentos de legitimación concertacionista de la Constitución transicional; 2015, pp. 123-139). La clave de la novedad radica en abrir radicalmente los espacios de participación política, para que la futura estructura normativa que regule –y establezca– las nuevas relaciones de poder, tanto al interior de la institucionalidad estatal como entre las personas (por ejemplo, en la forma en que ejercemos los derechos fundamentales), sea coherente con aquella estructura de relaciones de poder en la cual, libremente, estaríamos dispuestos a participar como una comunidad política libre.
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